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Una reportera del St. Louise Chronicle es enviada a cubrir la noticia de unos terribles asesinatos en un pequeño pueblo de Missouri. La premisa sirvió a la escritora Gillian Flynn, en el pasado una periodista del mundo del espectáculo, para construir su primera (y magnífica) novela, Sharp objects, de la que HBO adquirió los derechos. Después vendría Perdida, y con ella el reconocimiento mundial, la película de David Fincher y otra tonelada de parabienes.
La extraordinaria Amy Adams interpreta a la reportera Camille Parker, una mujer consumida por las llamas de un infierno personal que se alimenta de alcohol, rabia y frustración. Un ser humano que vive en las cenizas de su futuro, agarrada a una botella, apurando –literalmente- los vasos de los demás. Después de haber pasado un tiempo en una institución para tratar de lidiar con sus problemas psicológicos, a Camille solo le falta tener que volver allí, al pueblo de su niñez, el lugar en el que todo empezó a desmoronarse.
Puedes recordar ese momento en que todo se fue al traste, el segundo preciso en que decidiste que podías cruzar la línea roja, que alguien te echaría una mano
Es difícil imaginar esta serie (pluscuamperfecta, descomunal, gigantesca) sin imaginar a Adams transitando por la cuerda floja del que se acerca demasiado a su personaje, tratando de mantener la cordura. Su personaje es el nuestro, en ella cualquiera que haya pasado por una época oscura puede percibir el dolor del que no solo no ve la luz del túnel, sino del que no logra ver ni el maldito túnel. Como si fuera tu propia distopia individual, una suerte de régimen totalitario unipersonal que se adueña de tu cuerpo: puedes recordar ese momento en que todo se fue al traste, el segundo preciso en que decidiste que podías cruzar la línea roja, que ya lo arreglarías luego, que alguien te echaría una mano. Ese momento en que ignoras el cataclismo, aunque todo tiemble y que luego vuelve, crecido, para recordarte que el olvido no es una opción y la cura, mucho menos. Enrolada en las filas de (por ejemplo) personajes como el de la prodigiosa Lee Remick de Días de vino y rosas, no sería de extrañar que dentro de medio siglo alguien dictamine que la interpretación de Adams en esta serie hubiera debido provocar un cambio en las reglas de la Academia, para poder empujarla a los brazos del Oscar que -sin duda- hubiera ganado.
Cantaba David Gray que «el pasado es pegajoso» y desde luego esa podía ser una gran presentación para Heridas abiertas, título que han decidido poner a la serie en España. Desde el momento en que Camille aterriza en su pueblo con un botín de botellines, el espectador que haya pasado muchas horas en su sofá viendo a los protagonistas de A dos metros bajo tierra hincar el diente al drama, u observando al Rusty Chole de Matthew McConaughey masticar las horas hasta la siguiente cerveza, verá venir el terremoto desde muy lejos. Probablemente resulte complicado visualizar otro paradigma tan brutal de la autodestrucción en tiempos recientes, hasta el punto de que resulta doloroso mirar. Pero a diferencia de El cuento de la criada donde a uno le queda el consuelo de pensar que el sadismo proviene de terceros, que la protagonista mantiene su núcleo intacto y su brújula moral a salvo, en Heridas abiertas, el castigo que la protagonista se infringe a sí misma es de una intensidad tan salvaje que procesarlo resulta incluso peor. No hay dolor tan profundo como el causado por un demonio esquivo que no puede ser confrontado, el dolor del que reside en un purgatorio portátil.

Adorna (Patricia Clarkson), Amma (Eliza Scanlen) y Camille (Amy Adams)
Tamaño retrato de la perdición solo podía venir de la pluma de alguien capaz de dibujar un personaje grueso como el tronco de un roble, con tantas capas concéntricas que se acaba olvidando que es producto de la imaginación de alguien. Ahí convergen las cabezas de Marty Noxon (que no por casualidad está metida –como productora ejecutiva- en algo como Dietland, serie con la que tiene claras líneas de conexión) y de la propia Gillian Flynn. Sin embargo, la tercera pata es masculina, pero de un modo ciertamente particular. Cuesta recordar alguien (hombre) capaz de hundirse tanto y tan bien en el universo femenino como Jean-Marc Vallée. Este tipo nacido en Montreal ya demostró en Big Little Lies su capacidad para interactuar con sus actrices (Reese Witherspoon y Nicole Kidman no han estado mejor en lustros) y –sobre todo- su sensibilidad a la hora de acercarse a un universo siempre contaminado por la versión de lo que nosotros pensamos que deben ser ellas, en contraposición a lo que realmente son ellas.
Vallée pinta con (paradójica) delicadeza la visión de una mujer que ya no afronta el presente, de la mujer que ha decidido dejar que la marea se la lleve. Y en esa caída libre, es donde se esconde el espíritu de Heridas abiertas, sin trucos, ni juegos de manos. Tanto es así que HBO decidió que cada capítulo acabara con un aviso en el que indica al espectador que si conocen a alguien que abuse del alcohol o de otras sustancias o que sufra algún tipo de desequilibrio como el de la protagonista, que busque ayuda inmediata, mientras en pantalla aparecen sobreimpresionados un teléfono y un correo electrónico.
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Heridas abiertas tiene maneras de thriller (de ahí la inevitable comparación formal con True detective), pero su incidencia en lo imposible que resulta el mero hecho de seguir respirando cuando todo en tu interior desearía dejar de hacerlo, de la maldición que supone cerrar los ojos cada noche deseando no volver a abrirlos nunca más, de proceder a seguir asesinándote cuando nadie mira (cada uno con el veneno que le parezca más apropiado), le separa completamente de la serie de Pizzolato y Fukunaga, que abunda en el nihilismo pero limita los daños.
Hay un momento en el que parece que el misterio toma el control, pero apartar los ojos de Adams, esperando que en algún momento arranque con su redención, es poco menos que imposible. Heridas abiertas habla de un ser humano decidido a seguir cuesta abajo, a matarse lentamente, que de repente encuentra ese algo que puede actuar de catalizador y obligarla a disparar a bocajarro contra su propia tristeza.
Y dejamos para el final uno de los encuentros más descarnados que ha propiciado la ficción moderna en el plano actoral: ese encontronazo por etapas entre la protagonista y su madre (la brillantísima Patricia Clarkson), momentos que generan en la audiencia el rotundo deseo de que Camille fuera huérfana. En otros, se siente la necesidad de acompañar a Camille en la barra de un bar, en silencio. Y en algunos, los menos, se agradecería tener esa determinación desbocada de la protagonista para alejar a todo el mundo de su camino sin tener que abrir la boca.
Un consejo para navegantes: esta serie no se presta al binge-watching, no busca la complicidad del mirón, no se mueve en los parámetros habituales del entretenimiento. Es una serie dura, hecha para resistir el test del tiempo, tremendamente sombría y profundamente humana. Los perseguidores de tendencias deberían ignorarla y seguir dedicándose a sus cosas. Para los amantes de la gran ficción y las obras de arte que trascienden el formato para el que fueron concebidas, Heridas abiertas es un regalo. Luego quizá sientan la necesidad de mitigar la desazón de Camille con una copa y un disco de Tom Waits. Creo que a ella no le molestaría. A mí tampoco.
Escrito por Toni Garcia Ramon en 09 julio 2018.
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