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Erran Morad, personaje interpretado con Baron Cohen, en un vídeo de promoción de armanento infantil, grabado con la ayuda del activista proarmas Philip Van Cleave
Cayó el primero, noqueado por KO técnico. Más que capítulos, las entregas semanales de Who is America? parecen combates de boxeo en que uno de los púgiles ignora tal condición de aspirante a ser sacudido en la cabeza, de ser golpeado hasta que se le vean desgraciadamente las ideas. Ni tan siquiera sabe que ha subido al ring. Que se lo cuenten a Jason Spencer, congresista republicano del estado de Georgia, dimitido del cargo a raíz de su aparición en el segundo capítulo de esta nueva andanada a la american way of life pergeñada por ese genio de la provocación que responde al nombre de Sacha Baron Cohen. Si es que al bueno de Sacha le quedan cinco minutos al día en que no se haya ocultado tras capas de maquillaje, pelucas o acentos diversos y quizá todavía pueda responder por las señas que indica su partida de nacimiento.
El excongresista Spencer, quien tras impulsar una legislación contra el uso del burka temía llegar a ser víctima de un secuestro, accedió a ser filmado mientras recibía una clase de defensa personal impartida por un supuesto militar israelí, Erran Morad, una especie de Madelman recauchutado. Bajo las cicatrices y los gestos robóticos de este Stallone surgido de las filas del Mossad encontramos al famoso y temido cómico británico de origen judío, tomando prestado el nombre de su hermano, Erran Baron Cohen, compositor de bandas sonoras (entre otras, las de Borat y Brüno).
El presunto experto en lucha antiterrorista animó a su señoría a que se bajara los pantalones y le atacara culo en pompa, haciéndole creer que los fundamentalistas temen que el contacto con un trasero ajeno les pueda convertir en homosexuales. En el fragor de un adiestramiento de élite como este, Erran Morad manipuló a Jason Spencer para que profiriera diversas veces aquel palabro tan ofensivo a oídos yanquis, ese que empieza por la letra “n” y se refiere despectivamente a la condición racial del interlocutor. O sea, “nigger”. Negrata. No se trata ahora de ponernos pudorosos, como quien habla de una bebida de cola o de unos céntricos grandes almacenes creyendo no dar suficientes pistas.
El caso es que inicialmente Spencer no pensaba ir más allá de pedir disculpas sin abandonar el cargo, que le habría sido posible mantener hasta las elecciones de noviembre, pese a haber perdido las primarias republicanas en mayo. Las presiones, incluso dentro de su propio partido, le han llevado a tirar la toalla por lo que él mismo ha definido como un episodio “ridículamente feo”. En el lenguaje previsiblemente tabernario del ya excongresista esta dimisión podría ser calificada como una bajada de pantalones… si no fuera porque la bajada fue anterior, literal y totalmente fuera de lugar.
La serie de Baron Cohen se define por su osadía cáustica, pero también por su labor de documentación previa. No se olvidaron de informarnos que Spencer había protagonizado un incidente no tan humillante pero mucho más perturbador. Hace justo un año establecía un diálogo a través de Facebook con una antigua congresista de Georgia, la abogada de raza negra LaDawn Jones, después de que ésta defendiera retirar del estado aquellos monumentos que conmemoran la causa confederada. Nuestro aprendiz de Trump le soltó a su antigua colega de trabajo que nadie iría a su encuentro con antorchas, en clara referencia al Ku Kux Klan, sino que optarían por algo más definitivo… y más adelante apuntaba la posibilidad de que dicha letrada acabara desapareciendo en un pantano. No es la cita desmesurada de un villano de ficción, es la más pura y desoladora realidad.
Francamente, puestos a exigir responsabilidades, el pueblo de Georgia, especialmente aquellos que lo votaron, ya deberían haber pasado cuentas con Spencer doce meses atrás. ¿O es que chillar “negrata” en un gimnasio es peor que amenazar con la extinción física de otra persona, por mucho emoticono amistoso que se le quiera añadir? Claro que si aplicamos el mismo baremo al uso que muchos políticos le dan a las redes sociales, el vacío de poder en todas las instituciones sería de proporciones cósmicas. Los púlpitos virtuales han envalentonado todavía más a demagogos, populistas y seres prepotentes en general, aferrados al poder cual garrapatas. La dimisión de Spencer ha servido para librarnos de uno de ellos, pero sobre todo para despejar cualquier duda, si es que la hubiera, sobre la veracidad de la propuesta de Baron Cohen. En cada entrevista escoge una identidad que le sirva de camuflaje (periodista y bloguero más trumpista que el Papa; exrecluso apasionado por el arte contemporáneo; demócrata new age fan de Hillary intentando unir a un país fracturado; diseñador de moda italiano, gurú de la solidaridad; o militar israelí, la máscara más utilizada por el momento) y salta sin red para que cada cual se ponga en evidencia a sí mismo, con todo el peso de su ignorancia, su mala fe o sus contradicciones.
Baron Cohen juega a darle la vuelta a sus propios planteamientos para exasperar a algún entrevistado demócrata del nivel de Bernie Sanders, el candidato preferido de Hollywood
No se le puede negar a Sacha que en su regreso a la primera fila de la polémica ha sabido escoger piezas de caza mayor, seres retrógrados, xenófobos y conservadores hasta la náusea. Tan sólo nos queda desear que le aseste el definitivo jaque mate al presidente más ignorante que haya accedido jamás a la Casa Blanca, alguien que convierte esta afirmación tan atrevida en información objetiva, más allá de la opinión. Un encuentro de Erran Morad con Donald Trump sería miel en estado puro. Mientras esperamos ese duelo al sol, el cómico se parapeta tras cinco disfraces diferentes para radiografiar esa América profunda que ha dejado de serlo porque ha aflorado a la superficie en Washington. Ninguno de sus interlocutores parece reconocerlo.
Ante las preguntas poco sutiles de Erran Morad o el Doctor Nira Cain-N’Degeocello, exponen alegremente sus prejuicios, participan en vídeos pensados para enseñar a disparar a los niños de primaria, se ríen con complicidad de las bromas sobre violaciones en el lecho conyugal o se enorgullecen de sus currículums éticamente reprobables. Reprobables para los demás, por supuesto, porque ellos no tienen nada que reprocharse. El único al que hemos visto dar bruscamente por terminada una entrevista es al político acusado nada veladamente de pederastia. En cambio, el exvicepresidente Dick Cheney presume de su contribución a las llamadas técnicas mejoradas de interrogatorio, lo que sería la tortura en la era de las fake news, y accede a firmar un kit de ahogamiento para su supuesto fan israelí, posteriormente subastado en eBay. No contento con irritar a unos, mediante el personaje del bloguero de extrema derecha Baron Cohen juega a darle la vuelta a sus propios planteamientos para exasperar a algún entrevistado demócrata del nivel de Bernie Sanders, el candidato presidencial preferido en Hollywood.

Sacha Baron Cohen posa sin maquillaje ni disfraces durante el preestreno de ‘Who is America?’
La brutalidad del humor de Who is America?, a veces provocado por la brillantez del guion, otras surgido espontáneamente de las reacciones de los invitados, no es apto para todas las sensibilidades. A menudo Baron Cohen no busca tanto la carcajada como la perplejidad escalofriada (y escalofriante). Con esta nueva creación, desafía los límites de incorrección político-escatológica de sus series anteriores, The 11 O’Clock Show y Da Ali G Show, aunque ya sabemos que en esa democracia tan consolidada llamada España un rapero puede llegar a suponer una de las mayores y más incomprensibles amenazas. Por nuestra propia armonía espiritual, dejaremos a un lado el debate sobre si la política española resistiría una propuesta tan radical como Who is America?, a cargo de algún cómico kamikaze que le lanzara bromas cómplices a Pablo Casado sobre la ejecución del presidente de la Generalitat Lluís Companys a cargo del franquismo, le planteara la existencia de campos de trabajos forzados para médicos que hubieran practicado una sola eutanasia o le expusiera un proyecto de concurso televisivo diseñado para seleccionar a los inmigrantes en la sacrosanta frontera ceutí. De lo que le podría proponer a Albert Rivera para remontar en las encuestas no hablaremos si no es en presencia de un equipo solvente de abogados.
Lo que interesa destacar del falso “falso documental” que ha revolucionado la temporada estival de series, falso por lo que respecta al entrevistador pero tristemente verídico en lo que concierne a sus testimonios, es la capacidad para mostrar las tripas de la política norteamericana como pocas veces. Hace falta que un equipo de televisión se plante con intenciones fraudulentas ante ciertos personajes (servidores públicos, lobistas y votantes al por mayor) para comprobar que en los proyectos de ley más meditados siempre yace agazapada la sombra de un fanático, afectado del raquitismo mental típico de un extremista. Si dudamos de la verosimilitud de Who is America? no es tanto por las salidas de tono de Baron Cohen, o por la incredulidad de que los entrevistados no se den cuenta que les están tendiendo una trampa, sino porque estos interlocutores tan meticulosamente elegidos reaccionan, actúan y argumentan como auténticas caricaturas de brocha gorda. Parece que los que están interpretando un papel son ellos, que en cualquier momento se van a tocar la oreja para desmontar la máscara que cubre su verdadero rostro, como Arnold Schwarzenegger intentado pasar la aduana de Marte caracterizado como señora de mediana edad en Desafío total.
De manera indirecta, las andanzas de este caballero andante de la grosería ajena les han hecho un favor a muchas ficciones políticas de los últimos tiempos, de esas que al mostrar los mecanismos del pacto y la negociación comprimidos en capítulos de 50 minutos le habían restado buena parte del halo de misterio que le suponíamos a la administración de la cosa pública. Pese al carácter adictivo de House of cards, más de una vez nos habíamos llevado las manos a la cabeza viendo con qué sospechosa facilidad Francis Underwood manipulaba de manera muy poco sibilina para salirse con la suya, como si todos aquellos que le rodeaban, incluido el mefistofélico presidente ruso, no fueran más que sparrings sin iniciativa propia, convirtiendo el ejercicio del poder en un juego de niños, perversos pero niños al fin y al cabo. Seguro que aquellos cambalaches propiciados desde el Despacho Oval habían sido despojados de la complejidad de sus referentes reales.
Del mismo modo, aunque con intenciones éticamente opuestas a las de su homólogo norteamericano, en Borgen la primera ministra moderada de Dinamarca, Birgitte Nyborg, conseguía tirar adelante la legislación más atrevida posible tras intercambiar algunos cromos con la oposición, la patronal o los sindicatos. Un diálogo de cinco minutos bastaba para vencer la resistencia del crítico más feroz. Yo te dejo aprobar una ley que fuerce la paridad de género en los consejos de administración si tú me permites seguir contaminado unos años más sin pagar ningún impuesto medioambiental. Un quid pro quo de patio de colegio, en el que el arte de lo posible obliga a dejar atrás ciertos principios. Incluso el presidente Jed Bartlet, protagonista de El ala Oeste de la Casa Blanca, nos alejaba de cierta visión de la política como una enrevesada ciencia arcana sólo apta para iniciados, pese a la tendencia de Aaron Sorkin de mitificar a sus criaturas a través de réplicas siempre brillantes.
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Tenemos asumido que la ficción tiende a ofrecer una versión esquematizada de la realidad, por razones obvias de tiempo y comprensión: ¿a nadie le extrañó que los seis protagonistas de Friends vivieran en una especie de burbuja, siempre unos con otros como si casi no existiera nadie más, pero en cambio a la hora de montar una fiesta tuvieran la casa llena de figurantes tan desconocidos como entusiasmados? En la vida real nadie tiene limitado su círculo de relaciones a un presupuesto de casting. En el caso de algunas de las grandes series políticas recientes, ciertas tramas nos habían escamado más de la cuenta. Si toda negociación fuera tan fácil, si dependiera de pulsar una tecla emocional concreta en quien se sienta al otro lado de la mesa pulida de roble (llámale pulsar una tecla, llámale chantaje), quizá los gobiernos auténticos no mantendrían los mismos flecos pendientes durante años.
Entonces llega Sacha Baron Cohen como elefante en un parlamento, nos presenta una galería de congresistas y senadores que parecen salidos de un túnel del terror… y nos damos cuenta de que, efectivamente, la política llega a ser terriblemente primaria y a cualquier indocumentado le pueden ofrecer un cargo de responsabilidad. Ahí está Trump, ese tipo de tupé improbable e ideología esculpida a golpe de tuit, para acabar de confirmarlo. Es entonces cuando dejarse abrazar por el idealismo más o menos ingenuo de El ala Oeste de la Casa Blanca o Borgen ya no es una opción, sino la única medida posible de supervivencia moral.