Comparte

Max Irons protagonista de 'Cóndor'.
Nadie tiene la culpa. Unos han creído que debían verlo todo, por si acaso; los otros han decidido que debían tratar las series como el que abre una churrería. El resultado es una saturación de la que se ha hablado por activa y por pasiva en el último lustro, pero que aún no muestra signos de fatiga, seguramente porque los árboles no dejan ver el bosque. Hay tal ritmo de estrenos, tal bombardeo de propuestas, que se antoja imposible llegar a todo, a menos que uno decida dedicar su vida entera a ver series. Y no hablo solo de la vida profesional: hablo de la vida. Entera.
El resultado directo de esta política de tremenda masificación multi-plataforma, es que cada año escapan al escrutinio público un par de series estupendas, dos notables y una absolutamente imperdible. No pasa nada, a veces ni siquiera advertimos el engaño: nos tragamos lo evidente y huimos de las actividades extracurriculares, de esos shows que nos parecen obvios.
Por decirlo alto y claro, a un servidor le pasó con Cóndor. Vi la promoción en la que aparecían un montón de tipos con traje: elegantes ellos, bellezas ellas. No pasé del primer cartel. Pensé que era una suerte de Riverdale con unas gotas de espionaje. Fui incapaz de distinguir -entre la maleza- los rostros de William Hurt y Mira Sorvino.
Así fue como Cóndor se me escapó, en 2018. Un año en que los seriéfilos vimos tantas medianías que era habitual sentirse como un espectador de los matinales de las cadenas generalistas, sometido al maltrato audiovisual constante por vocación propia.
«Una de esas series que los fans de ’24’ se comerían con cuchara»
Hace un tres semanas, el mismo cartel promocional apareció ante mis ojos. Esta vez atisbé a William Hurt. Luego recuperé algunas críticas estadounidenses (entre ellas la del New Yorker) que abundaban en su capacidad para entretener de forma extraordinaria. «Una de esas series que los fans de 24 se comerían con cuchara», decía otro.
Pues nada, había que verla. La siguiente escena (elipsis mediante) sería la que mostraba a un servidor, cinco horas después, con los ojos inyectados en sangre. Como un tipo triste en el sofá, al anochecer, al que solo le queda media tarrina de helado y debe decidir si se la termina o no.

William Hurt, ganador del Oscar por ‘El beso de la mujer araña’ (1985).
Cóndor (disponible en Calle 13) empieza con un puzzle casi completo, apenas le faltan un par de piezas. Adapta Los tres día del Cóndor, un clásico del cine de espías, y por eso el andamiaje es sólido ya de entrada. Ese es el primer engaño de la serie: hacer creer al espectador que el tablero ya está colocado y que todas las piezas están en su sitio. Como aquel célebre truco del maravilloso Ricky Jay, uno de los mejores magos de cartas del mundo (y actor fetiche de David Mamet) que empezaba con él, sentado en una mesa de póquer junto a cinco desconocidos: «Amigos, ahora os voy a dejar que mezcléis la baraja y luego repartiré. Podéis cambiar vuestra mano por la mía. Podéis cambiar las cartas. Podéis hacer lo que queráis. Lo único seguro que va a pasar en esta mesa es que voy a ganar la partida».
La serie arranca con tal ímpetu que es imposible no rendirse y bajar los brazos. Uno deja el móvil de lado y decide enseguida que no puede permitirse perderse nada. Encabeza el reparto Max Irons, que probablemente aún no tenga los galones de su padre, pero que promete ascender rápidamente en la cadena de mando. A su lado los mencionados Hurt y Sorvino, los dos tirando de manual de estilo clásico hasta embellecer todas las escenas como quien pule un diamante con un papel de lija y un par de guantes de goma. Y sí, la serie conquista desde el primer minuto por su robusta combinación de acción y sillones, de poder y juegos de manos, de certezas (pocas) y paranoias (todas).
Lo que tiene Cóndor es uno de los mejores análisis de la situación de la Inteligencia estadounidense que jamás se han visto, escondida en un vehículo aparentemente inofensivo y resumido en un diálogo entre Irons y Hurt: el primero pregunta cuál es el mayor peligro que afronta el país y el segundo contesta con una diatriba sobre los recursos y la política y el sistema. «No. El problema real es que los jóvenes con talento os habéis vendido a Wall Street y a Silicon Valley».
Hay tanta radicalidad en ‘Cóndor’ que casi parece imposible que la serie haya sido parida al otro lado del Atlántico
La mediocridad pura, encarnada por un descomunal Brendan Fraser, es el problema más grave que afronta el espionaje del país más poderoso del mundo (hay extrapolaciones globales obvias que dejaré que desarrollen otros, por mantener la compostura y demás), lleno de fanáticos y tarados que hablan de ‘guerra sagrada’ con tanta ligereza que es fácil confundirles con sus enemigos de Oriente medio. Los fanáticos (una palabra que se repite en cada episodio de Condor) dominan el mundo a su antojo, mientras otros miran al tendido para conservar los privilegios. Hay tanta radicalidad en los cimientos de Condor que casi parece imposible que la serie haya sido parida al otro lado del Atlántico y lo haya cruzado como si nada.
La ambigüedad brilla por su ausencia porque todos (y todas) tienen establecido un perímetro sembrado de convicciones cuyo núcleo no es otro que la idea de que la tercera guerra mundial ya está en marcha. En ese terreno se mueven los personajes de un lado y los del otro, con la diferencia de que unos quieren encontrar el modo de desarticular el conflicto y otros azuzarlo, con fiereza. Como el personaje del siempre espléndido Bob Balaban, un hombre que amenaza sin alzar la voz y sin mover una ceja, pero que antes de irse a dormir, de rodillas, le asegura al Altísimo, que no hay sesgo de maldad en sus acciones: una versión letal del Santurrón de toda la vida, con la muerte a dos clicks, en llamada rápida.
Y para rematar esta apasionante relectura de un mundo que ha regalado grandes tardes a la literatura y al séptimo arte (y por supuesto, a la televisión), una villana de altura y recorrido infinitos, interpretada por Leem Lubany. Tratar de describirla sería injusto, pero basta con decir que con ella, una asesina implacable, encaja aquella descripción que le dedican a Alien: «Su perfección estructural es solo comparable a su hostilidad». Suya es una de las mejores frases de la serie: «¿Por qué lo hago? Yo no pregunto nunca eso. Pregunto cuándo, dónde y, sobre todo, cuánto».

Leem Lubany en ‘Cóndor’.
De guinda del pastel, el tratamiento que esta serie otorga a los secundarios. Algo totalmente inesperado en un universo televisivo (el de la acción) en el que todos los personajes acostumbran a parecer cortados por un robot al que se le está agotando la pila de uranio. En Cóndor, se dedica tiempo a todo el que transita por ahí, para que -aunque incomprensibles- podamos entender sus motivos, el contexto o la moral. También reside en ese factor la posibilidad de mover el eje de la serie entre pasado y presente sin tener que hacer ningún salto mortal, de forma orgánica, extremadamente natural. Ayuda sin duda el hecho de que esos secundarios sean la creme de la creme, con dos destacados de lujo: el mencionado Brendan Fraser, mayúsculo en su transición de sex symbol con cara de blockbuster a santo y seña del patriotismo tosco de bandera y bombazo, con un personaje memorable en su humillante retrato de la podredumbre neoconservadora.
La otra no es menos mayúscula: Kristen Hager. La actriz canadiense dibuja un delicadísimo retrato de lo que significa convivir con el enigma. La incertidumbre de no saber quién es el padre de tus hijos o tu compañero de vida y el terremoto emocional que desata la luz en el resquicio de la puerta que precede a la verdad, aunque sea una porción de la misma. Hager consigue -en sus minutos- construir un personaje prodigioso, salpicado de fuerza y sensibilidad y finalmente vital para entender del todo una serie maravillosa, que es tan redonda y singular que no debería tener segunda temporada*. Nunca.
* Ya se ha anunciado que habrá segunda temporada