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Estrenada sin hacer demasiado ruido, en aquel momento en el que cada presentación de un original de Movistar concentraba una enorme atención mediática, Hierro se convirtió en uno de los proyectos que más alegrías (en forma de audiencia, buenas críticas y premios) daría a la plataforma. La segunda temporada aterriza con seis nuevos episodios y el enorme reto de no repetirse: tras aquella boda frustrada por una razón de peso, el asesinato del novio, y una investigación que incluía a un falso culpable, a narcotraficantes locales, a herreños superados por la ruptura de sus rutinas y a una juez recién llegada de la Península que no sabe si está en Canarias o en Marte, la isla no podía mutar en el jardín de Jessica Fletcher. Hierro no juega a acumular cadáveres y trufar la trama de pistas falsas, sospechosos equivocados y deducciones imposibles.
Las expectativas ante la nueva entrega de la serie se multiplican porque, probablemente sin pretenderlo, Hierro ya es una marca: desde una buscada discreción, es un thriller solvente, sí, pero también, conscientemente alejado del whodunnit, trasciende el millón y medio de producciones aparentemente similares. Sus creadores Pepe y Jorge Coira parecen mucho más preocupados en construir un microcosmos de personajes de carne y hueso, aunque sin voluntad costumbrista ni pintoresquista, que en regalarnos florituras narrativas, siempre bien alejados de inverosímiles golpes de efecto. Y apuestan por utilizar el género como cámara para una reveladora fotografía de la vida en un lugar extremo, aislado, en el que (casi) nunca pasa nada, y que marca el carácter de gentes tan adustas como ese paisaje nada explotado en cine y televisión. La aridez atmosférica y el uso del entorno acerca a Hierro a ficciones nórdicas y británicas.
Darío Grandinetti y Candela Peña continúan sacando petróleo de cada uno de sus encuentros, réplicas y contrarréplicas
Con una incorruptible fidelidad a esos mimbres que la han dotado de personalidad propia, esta segunda temporada mantiene el aroma noir, con sicarios, traficantes y algún que otro cadáver molesto, pero la serie pone el foco en la condición de imperfectas madres coraje de dos mujeres: una, Candela Montes, la juez que sigue dictando ley en su exilio isleño (otra de las virtudes, quizás menos obvias, de la producción: que su protagonista haya sido apartada a un lugar donde moleste poquito, por motivos que nunca se explican, lo que dispara la imaginación del espectador menos convencido de que la justicia sea igual para todos), y que concilia su trabajo con los cuidados de un hijo discapacitado. La otra, Lucía (Aroha Hafez), con pasado farlopero y un peliagudo conflicto con su ex (al que da desasosegante vida el sueco Matías Varela, conocido por Narcos), empeñada en quedarse con la custodia de sus dos hijas por razones que conviene no desvelar.
Hay sorpresas y cliffhangers en Hierro 2, sí, pero los resortes y trucos narrativos siempre están dosificados, siempre están medidos: el suspense supeditado al drama humano, los personajes y sus vaivenes emocionales en primer plano. Eso no impide magníficos momentos de tensión tan eficaz como insólita: un par de estupendas secuencias en las serpenteantes carreteras de la isla, o su clímax, enmarcado en un combate de lucha canaria, subrayan la identidad de la ficción de los Coira.
Y en medio de todo el tinglado, Darío Grandinetti (de nuevo en la piel de Díaz, ese empresario platanero con socios indeseables y negocios turbios, un imán para los líos, tipo de dudosa moral pero indudable encanto, ni malo ni bueno ni todo lo contrario) y Candela Peña continúan sacando petróleo de cada uno de sus encuentros, réplicas y contrarréplicas. Ambos son intérpretes con una personalidad que abraza y dota de una energía muy particular a cualquiera de sus personajes, y cuando cruzan caminos saltan chispas, finísimas y matizadas, pero chispas. Una virtud más de una serie que huye del ruido pero regala casi seis horas de gozosa ficción.