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En uno de los momentos álgidos del último episodio de Fariña, ambientado en 1985, los capos de la mafia gallega del tráfico ilegal de tabaco se reúnen con el presidente de la Xunta de Galicia para pedirle ayuda, tras huir a Portugal perseguidos por la Policía. Él, Gerardo Fernández Albor, del PP, les deja claro que “son muy importantes para su partido” y se las apaña para que puedan volver a España. Aunque el guion en ningún momento se refiere a Fernández Albor por su nombre y mucho menos menciona al Partido Popular directamente, la escena puede considerarse uno de los intentos más claros de toda la historia de la televisión española por tratar los poderosos vínculos que en el pasado se establecieron entre la clase política del país y diversas organizaciones criminales, y que han llegado hasta el día de hoy bajo ese término terroríficamente ramificado llamado “corrupción”.
La cosa política, en fin, sobrevuela todos los episodios de Fariña, una serie basada en un libro del periodista de investigación Nacho Carretero cuya espina dorsal es la explosión de narcotráfico que se vivió, con la protección de la clase política, en ciertas zonas de Galicia desde los ochenta hasta bien entrado nuestro siglo. Lo que debe llamarnos la atención de este fenómeno es su contundente éxito de crítica pero sobre todo el de audiencia: el episodio que contiene la escena antes mencionada fue el segundo programa más visto del pasado miércoles, con un 16,3% de share, lo que parece desmentir a aquellos productores de antaño que afirmaban que el entretenimiento está solo para entretener y las cuestiones políticas es mejor eludirlas.
Se impondrían ciertas preguntas: ¿ha madurado el telespectador español? ¿o han sido las propias productoras, o las cadenas generalistas, las que han decidido aventurarse por terrenos que en un pasado no muy lejano se intuían pantanosos? La respuesta no puede limitarse al reduccionismo de estas preguntas y lo cierto es que es poliédrica, porque el éxito de Fariña no descansa solo en su apuesta por enfrentarse a los trapos sucios de nuestra democracia, sino en muchos otros factores: su impecable factura técnica, que permite que hable de tú a tú con otras producciones de prestigio extranjeras como las que inundan nuestras pantallas; su eficacia narrativa, con un ritmo frenético que no impide una excelente atención al detalle (esos impagables diálogos trufados de expresiones gallegas y extraordinariamente naturales) u, obviamente, la “oportuna” prohibición del libro en el que se basa, lo que ha supuesto la mejor campaña involuntaria de publicidad que podía recibir.
El éxito de la serie desmiente el supuesto adormilamiento político del espectador español y la obsesión de nuestras ficciones por tratar temas blancos y de consumo fácil
Cualquier imaginario de ficción, como por ejemplo el que presenta Fariña, triunfa cuando se dan las condiciones para ello, porque despierta algo en el público general y además aprovecha la coyuntura productiva de la industria en la que se elabora. Y lo cierto es que el éxito de la serie desmiente tanto el supuesto adormilamiento político del espectador de ficción español como la mil veces repetida mentira de que nuestras ficciones van a estar siempre aquejadas de un exceso de localismo y la obsesión por tratar temas blancos y de consumo fácil. Muchos ejemplos anteriores desmienten ambas acusaciones, como veremos, pero la tormenta perfecta en la que ambas se niegan de manera tan meridiana como lo hace Fariña muy pocas veces se había dado previamente en nuestro país.
Y es el resultado de muchos factores que llevan años cociéndose, no nos engañemos: la serie se relaciona con tendencias tan diversas como el documental televisivo por episodios (de Making a Murderer a Muerte en León), las TV Movies basadas en hechos reales (un híbrido en el que hechos reales son ficcionados en mayor o menor medida) o la pura ficción de prestigio (ejemplos como El Ministerio del Tiempo, Crematorio o La Peste). En todos estos géneros se han ido dando pasos para transformar la relación de la televisión de entretenimiento (y, en el caso que nos ocupa, la ficción) con el poder político español tras casi cuarenta años de dictadura. Para comprender el presente, hay que entender de dónde venimos: Fariña no puede explicarse sin el legado de muchas otras propuestas anteriores, ya sea por su similitud o por su radical alejamiento de aquellas. Este es un intento abreviado de establecer una genealogía Fariña.
Las ‘TV Movies’: (de)construyendo un país
¿Qué emparenta a la serie de narcos gallegos con propuestas tan variopintas como 23-F: El día más difícil del rey, Felipe y Letizia: deber y querer, Niños Robados o La Duquesa? Aunque en su formato diverjan sustancialmente (Fariña es una ficción seriada sostenida a lo largo de varios episodios, mientras que aquellas son TV Movies más breves de uno o dos episodios de duración), lo cierto es que todas basan su atractivo en el tratamiento más o menos ficcionado de hechos reales, cuanto más controvertidos mejor, lo cual ha resultado ser prácticamente siempre garantía de éxito con el público español.
El cálculo económico de las cadenas generalistas llevó a una auténtica eclosión de estas TV Movies fundamentalmente en los años previos a la crisis, aunque se sigan produciendo hasta el día de hoy: la querencia del espectador español por sus temáticas, su coste de producción (menos elevado que el de una ficción sostenida en el tiempo) y su facilidad para la contraprogramación (pues pueden emitirse cuando convenga, en caso de que sea necesario competir con otra cadena por esa franja horaria) las convirtieron en un Santo Grial muy apetecible.
Las temáticas de éxito de las ‘tv movies’ han sido la biografía de figuras ilustres de la historia de España y los casos criminales mediáticos
Recurriendo solo a los ejemplos citados arriba, podemos articular dos temáticas de éxito principales: la biografía de figuras ilustres de la historia de España (casi siempre desde una perspectiva positiva) y el tratamiento de casos criminales mediáticos (cuyo seguimiento masivo por parte de la audiencia tuvo en los programas de telerrealidad de los noventa su precedente de éxito más claro). Sí, al público español parece que siempre le han interesado los Grandes de España y paralelamente las historias más truculentas de la leyenda negra del país; pero ambos temas se habían tratado casi siempre desde una perspectiva que eludía el significado político de estos dos polos de atracción.
Las biografías ilustres se centraban en la presentación positiva de las cualidades humanas de estas grandes figuras que ayudaron a armar el país en el que hoy vivimos, su democracia, sus valores católicos o humanistas… mientras que muchas de las ficciones centradas en el crimen caracterizaban a sus asesinos como monstruos ajenos al sistema, abundando en la exageración, la truculencia de los detalles escabrosos y el impacto de la sangre, y no tanto en cuestionarse el porqué de su surgimiento (quizá la excepción más notable sea la trilogía que inició el director Daniel Calparsoro, proveniente del cine, con El Castigo, donde un caso real daba pie a una reflexión más amplia sobre la educación).
La dinámica héroes constructores de Patria vs. hombres del saco desestabilizadores es habitual en las ficciones de un país que prefiere no cuestionarse a sí mismo. Fariña aprovecha esta probada fascinación de la audiencia por los casos reales para dar un paso más, combinando, de algún modo, a los Grandes de España con la crónica negra: sus protagonistas son malvados, sí, pero también los creadores de una España dentro de España, los verdaderos Grandes del crimen de Galicia, que consiguen mantener unida a una comunidad tan empobrecida como la de los pequeños pueblos gallegos pescadores de los ochenta, aunque sea con cimientos podridos. En última instancia, el mensaje de la serie es diametralmente opuesto al de las TV Movies: en España, el Fundador y el Criminal no son polos opuestos, sino las dos caras de la misma moneda, en algunas ocasiones literalmente la misma persona. La serie subvierte las herramientas que sirvieron para guiar a la población hacia el maniqueísmo buenos/malos al unir ambos mundos, cuestionando España con mecanismos que una vez sirvieron para construirla.
De la telebasura al periodismo de investigación: el documental ‘true crime’
Muchos sitúan el inicio de la telebasura en España en el morboso tratamiento que Antena 3 le dedicó al caso de las niñas de Alcàsser en 1992: hasta allí se desplazaron, por ejemplo, unos cien profesionales de la incipiente cadena para retransmitir con todo lujo de detalles el velatorio de Toñi, Miriam y Desirée. Así, al ya mencionado interés de la población por los truculentos casos de crimen real (no olvidemos que uno de los diarios más leídos durante el franquismo, especialmente en la posguerra, fue El Caso, especializado en la cobertura de este tipo de crímenes), se sumaba una espectacularización nunca antes vista, ayudada por el directo y una falta de escrúpulos que dejaba en pañales a la crónica negra de décadas anteriores.
Al franquismo, en fin, le iba de perlas esta galería de personajes monstruosos porque reafirmaban la necesidad de un régimen autoritario capaz de exterminarlos, siempre y cuando de sus razones para delinquir se excluyese una explicación sociopolítica más compleja; pero este cultivado gusto por la truculencia, hasta cierto punto controlado por el régimen como forma de desmovilización política, estalló con casos como el de Alcàsser y la telerrealidad posterior: las cadenas privadas ya no obedecían a ningún régimen ni estaban sometidas a censura, sino al mandato universal del dinero. La casquería se adueñó de la televisión española, y el rigor documental o el cuidado estético saltaron por la ventana.
No deja de ser interesante que, 25 años más tarde y en un panorama televisivo muy distinto, el primer proyecto de documental true crime netamente español anunciado por Netflix sea sobre las niñas de Alcàsser. El crimen de Alcàsser, que así se llamará, tiene previsto su estreno en 2019 y muy probablemente se desarrollará de forma diametralmente opuesta a como lo hicieron sus homólogos de los noventa: como una gran producción de buena factura estética y sustentada en verdadero periodismo de investigación. No tendría mucho sentido hacerlo de otra forma, ya que eso es lo que quiere el público actual, como bien han demostrado el éxito de Making a Murderer o de la extraordinaria Muerte en León.
Si antes el crimen se trataba desde el sensacionalismo y la truculencia, no dando tiempo a la reflexión sobre los verdaderos motivos por los que se produce, ahora se impone situarlo dentro de un sistema más amplio, en el que las instituciones políticas y los poderes judiciales no son observadores objetivos, sino actores principales de una trama que va más allá de la enajenación puntual de un individuo ajeno al sistema.
El crimen de Alcàsser siempre tuvo un poso político que va más allá de las meras teorías de la conspiración, como demuestra la extraña huida del principal sospechoso y los rumores que apuntan a que las víctimas habrían sido captadas por hombres poderosos que decidieron cubrir sus huellas. La recuperación del periodismo de investigación para audiencias ávidas de verdades más complejas no es un factor menor a la hora de tener en cuenta el éxito de Fariña, y los vínculos entre esta tendencia y la serie son de todo menos vaporosos: es precisamente Bambú Producciones, la productora detrás de Fariña, la que se está encargando de El crimen de Alcàsser.
Atado y bien atado: la ficción española y el legado de la Transición
Queda claro, pues, que Fariña está interesada, más o menos directamente, en cuestionar la integridad del sistema político organizado tras la Transición, y que es en el que seguimos viviendo a día de hoy, por su interés en la identificación de los políticos con la clase criminal, la denuncia de la corrupción del sistema judicial y el hecho de que transcurra en una comunidad podrida que podría interpretarse como microcosmos de problemas nacionales más amplios. La democracia, en fin, habría supuesto una solución de continuidad para numerosos caciques y prácticas oscuras que datan de aquella época en la que la clase política no estaba sujeta al designio de los ciudadanos. Hay otras tres series contemporáneas, aunque no son las únicas, que completan esta obsesión más o menos evidente por el legado de la Transición y muestran que la ficción seriada por fin se está atreviendo a pensar en serio sobre la estructura política de su país: La Peste, El Ministerio del Tiempo y Crematorio.
En ‘La Peste’ los cimientos podridos de una comunidad aparentemente respetable, y la seguridad de que cada crimen tiene su razón política, sea esta más o menos evidente
La Peste, estrenada por Movistar+ hace unos meses, oculta, bajo la investigación de unos truculentos crímenes durante un brote de peste en la Sevilla XVI, una nada velada crítica a los totalitarismos derivados de la hegemonía de la religión católica, que se identifica inequívocamente con el crimen en su afán por eliminar a cualquier culto rival. De nuevo, los cimientos podridos de una comunidad aparentemente respetable, y la seguridad de que cada crimen tiene su razón política, sea esta más o menos evidente. La investigación de una serie de asesinatos, en un momento histórico fielmente recreado y con las estructuras políticas del país de fondo, hasta que ambas tramas empiezan a entremezclarse desdibujando las barreras entre poder y crimen, es una estrategia que Alberto Rodríguez y Rafael Cobos, tándem director-guionista, ya aplicaron con éxito en La Isla Mínima, ambientada directamente en la Transición, y cuyo precedente televisivo más destacable podría ser la trilogía Red Riding, emitida por el canal británico Channel 4 en 2009.
En aquellas Red Riding, el crimen se sostiene sobre una delicada red de influencias políticas, corrupción policial y alergia a la verdad, como no podía ser menos en uno de los países cuya ficción se ha lanzado a analizar los puntos oscuros de sus gobernantes más directamente, ya sea desde el drama o desde la comedia. Así, aunque La Peste esté ambientada hace más de cuatro siglos, lo cierto es que sus temas resuenan hasta llegar a la España contemporánea, y esa “peste” se trata como un término polisémico que cada uno puede rellenar con su pecado favorito de la democracia actual: la continuada preeminencia de la Iglesia, la corrupción desbocada, el machismo, el poder de los caciques, la ausencia de un proyecto de país que sugiera un futuro esperanzador…
Los personajes de La Peste solo encuentran una salida en la huida al Nuevo Mundo, y precisamente sobre su intento fallido de escape orbita el resto de la serie: huir de España significaría escapar hacia otro futuro posible, huir del círculo infernal de corrupción y fundamentalismo religioso. Pero todos recordamos cómo acabó aquello del Nuevo Mundo, aunque nuestros protagonistas todavía no lo sepan. De nuevo, como en La Isla Mínima, cualquier esperanza que pueda guardarse hacia un futuro libre de corruptelas, cualquier triunfo, se choca contra la más dura de las realidades: en España, todo cambia para que nada cambie.
Por su parte, El Ministerio del Tiempo, verdadera revolución cuyo análisis revela muchas otras claves sobre la situación de la televisión española actual, permite que el presente y el pasado dialoguen de manera literal al situar como protagonistas a una patrulla secreta de viajeros temporales dedicados a salvaguardar la integridad del país. Y sobre este extraordinario poder orbita la gran responsabilidad que la ficción deposita en sus personajes, la pregunta más importante de la serie: ¿debería poder cambiarse el pasado para asegurar un mejor presente? O lo que es lo mismo, extrapolándolo al inconsciente colectivo del país: ¿No viviríamos, en fin, en un país mejor si alguien se hubiese encargado de que el franquismo nunca hubiese ocurrido? ¿No podemos tener una segunda oportunidad? ¿Acceder a ese futuro brillante que se nos ha negado?
Lo cierto es que la serie, cuyo pragmatismo ha hecho que se gane el odio de sectores de todo el espectro ideológico, responde que el pasado es el que es y el futuro esperanzador no se construye pensando en versiones alternativas de lo que ya sucedió, sino desde el establecimiento de vínculos comunitarios capaces de dejar atrás el odio: aunando sensibilidades tan distintas como la de un soldado de los Tercios de Flandes, la primera mujer universitaria de España o un policía madrileño de los ochenta. En El Ministerio del Tiempo, las instituciones son oscuras y sus motivos no están claros. Son los agentes, los (literalmente) funcionarios, los ciudadanos protagonistas de la microhistoria y no los grandes poderes fácticos los que tienen la llave para el futuro.
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Por último, Crematorio, cuya influencia se deja sentir en muchos de los ejemplos ya comentados, fue una auténtica pionera al lanzarse, en 2011, a analizar el presente de la corrupción española utilizando a Rubén Bertomeu, trasunto de infinitos empresarios de la construcción, y la historia de su auge y caída en paralelo al establecimiento de las redes clientelares y los vínculos entre política y urbanismo a lo largo y ancho del litoral mediterráneo. Llevando la abstracción de la novela de Rafael Chirbes en la que se basa a un mundo mucho más cercano al thriller, la saga familiar y el policíaco, Crematorio es hasta cierto punto una Fariña más seca, más austera, más devastadora. Si en lo que llevamos de la serie de Antena 3 la comunidad podrida todavía se sostiene y ni siquiera los nubarrones del Norte pueden oscurecer la fascinación y el atractivo de estos criminales constructores de mundos, en Crematorio, oportunamente ambientada un par de décadas más tarde, se ve la realidad desde una lente mucho más tenebrosa y en sus últimos pasajes se adopta un tono apocalíptico que no deja espacio a dudas: la fiesta se acabó para siempre. La ficción democrática se ha hecho insostenible. Los cimientos nunca fueron suficientes para aguantar el edificio.
La historia que hemos construido hasta aquí pone en evidencia el progresivo interés de las cadenas españolas por vehicular un discurso sólido sobre la política utilizando sus programas de entretenimiento: hemos pasado de un panorama sensacionalista en lo documental y casi completamente inocuo en lo ficcional a otro en el que ambos mundos se entremezclan, el documental televisivo recupera el aliento de los grandes reportajes de investigación y las ficciones empiezan a reflexionar profundamente sobre los mecanismos de construcción de la España contemporánea. Fariña surge en la encrucijada de todo esto, y con su particular imaginario destruye tanto las concepciones atrasadas sobre la ficción española como las bases sobre las que se habían asentado las propuestas alejadas de lo político. Cuestiona el sistema y supone un auténtico paso adelante en la historia de la televisión de nuestro país, sí pero, como apunte final, también podría aducirse que glamouriza lo que desgraciadamente sucedió de verdad, convirtiendo en espectáculo de calidad los problemas sociopolíticos de España. Aunque, ante ese debate, uno tiene que sonreír: se trata de una acusación que ha pesado también, por parte de ciertos espectadores, sobre Los Soprano, sobre The Wire, sobre ciertos pasajes de Mad Men. Qué bien poder debatir sobre una serie española en los mismos términos en los que se debate sobre todos esos referentes. Qué bien que nuestra ficción ya tenga, le pese a quien le pese, edad para votar.