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Claes Bang ('The Square') es el Drácula de la adaptación de la BBC.
Si en el acto de desempolvar un clásico de la literatura y aplicarle un barniz audiovisual actual siempre está latente la aspiración a la inmortalidad, a Mark Gatiss y Steve Moffat les podemos considerar los vampiros por excelencia de la ficción contemporánea, expertos en extraer las esencias de algunas de las mitologías más sólidas de la tradición británica cual chupasangres distinguidos. Tras haberle dado nuevas vidas más o menos afortunadas, juntos o por separado, a los doctores Who y Jeckyll (menuda consulta sería la que compartieran estos dos tipos), y de triunfar con su adaptación sincopada de las aventuras de Sherlock Holmes en los tiempos de la MTV, el proyecto de llevar a su terreno la novela de Bram Stoker se anunciaba como una de las series más esperadas del año. Ya la tenemos liada. Apenas hemos estrenado el 2020, y superado el debate estéril sobre cuándo cambiamos realmente de década, olvidado ya por repetitivo y aburrido, la verdadera polémica de estas primeras semanas tiene que ver con el nuevo Drácula, producido para la BBC y distribuido por Netflix.
Para unos, es ya una de las producciones imprescindibles de la temporada, una reinterpretación irónica, cinéfila y atrevida del príncipe de las tinieblas, la mejor desde los tiempos de Coppola. Para otros, muchos más de los esperados a priori, ha sido una decepción, un intento de clavar los colmillos que ha degenerado en gatillazo; vamos, que puestos a comparar tendría más nivel de efectividad en la mordida cualquier bebé elegido al azar, en esos momentos tensos y delicados en que sus padres intentan untarle un bálsamo reparador sobre las encías rasgadas para calmarle el dolor provocado por la aparición de los primeros dientes, aún a riesgo de perder algún dedo en el intento. Sin ánimo de querer reducir la controversia a un reduccionista «no había para tanto», aquí van unas cuantas reflexiones.
El anuncio que nos encontrábamos de nuevo ante una temporada breve, de tres episodios de una hora y media de duración cada uno (aquello que para nuestros abuelos, incluso para los padres de los más veteranos, hubieran sido telefilms), nos remitía a un molde ya establecido, el de las trilogías exprés en que nos habían ido llegando las diferentes entregas de Sherlock. Parte de la audiencia esperaba asistir, respecto al conde transilvano, a una sacudida similar a la experimentada por el inquilino del 222 B de Baker Street que permitiera sacarlo de su contexto más conocido a través de la ambientación y el montaje. No en vano son los dos personajes que acaparan más versiones en cine y televisión.
Gatiss y Moffat no podían ignorar que el vampiro se ha visto deconstruido a menudo y es posible que refrenaran su gusto por la nouvelle cuisine narrativa
Quizás las representaciones de Holmes han quedado más instaladas dentro de los márgenes de lo canónico, más allá de las muchas parodias y algunas excepciones provocadoras, lo que dejaba mucho terreno por recorrer a Benedict Cumberbatch, mientras que Drácula ha sido sometido a lecturas más amplias y contradictorias, desde el romanticismo tramposo a la monstruosidad sin escrúpulos, con cambios de aspecto físico o de raza que suponen un vuelco absoluto. Y lo decimos más por Blacula que por Brácula, también conocido como Condemor.
Aunque fue una estrategia para esquivar los derechos de autor, el Nosferatu de Murnau surgió de la misma fuente de inspiración que el personaje encarnado sucesivamente por el inquietante Bela Lugosi, el sanguinario Christopher Lee, el seductor Frank Langella o el exótico Gary Oldman, entre muchos otros. Cada uno de ellos le imprimió un sello distintivo a su trabajo. Gatiss y Moffat no podían ignorar que el vampiro como arquetipo se ha visto deconstruido a menudo y es posible que refrenaran por este motivo su gusto por la nouvelle cuisine narrativa más sofisticada, conscientes que de vez en cuando también se agradece un filete rojizo y jugoso apenas procesado.
Al final, estos reputados chefs han optado por mezclar todos los referentes previos y ofrecer un menú degustación muy variado, en que el tono y el registro de cada plato es radicalmente distinto al anterior, como si en El Bulli, tras una oxigenación carbonatada de escarola a la reducción de chupito de frambuesa (dejemos descansar a Pedro Ximénez por un rato), te ofrecieran lentejas a la transilvana, o sea, con chorizo de toda la vida. En ese atrevimiento formal consagrado a redefinir el tablero de juego a cada paso, convertido el tablero en un patchwork de contrastes llamativos, tenemos que buscar los fallos y los aciertos del nuevo Drácula.
El primer episodio, titulado precisamente «Las reglas de la bestia», podía sorprender por su relativa fidelidad a los pasajes iniciales de la novela de Bram Stoker y por sus homenajes de puesta en escena a las películas de terror de la Hammer. Las consecuencias del viaje de negocios de Jonathan Harker al castillo del conde Drácula (cuyos exteriores son los del castillo de Orava, en Eslovaquia, el mismo en que rodó Murnau) nos son relatadas esta vez por un Harker que malvive entre dos mundos, una vez ha conseguido huir de la pesadilla.
El camino nos resulta familiar, pero los subrayados góticos resultan algo histriónicos y barrocos y nos invitan a querer tomar un atajo para llegar antes al destino. Aun sabiendo que las películas protagonizadas por Christopher Lee y Peter Cushing se apoyaban en el exceso y la casquería a discreción, si nos atenemos a los maquillajes del Drácula del pasado inmediato y el Harker del presente irresuelto podemos pensar que el auténtico referente no es la Hammer, sino que se trata de un tributo mal digerido a las máscaras que usaba la tropa de Alfonso Arús años ha… o de un gag chanante, para los más contemporáneos.
Es realmente una lástima que en su primera aparición Claes Bang nos recuerde a Joaquín Reyes caracterizado como el anciano decrépito que fue Gary Oldman hace casi treinta años. Porque en líneas generales el actor danés ha conseguido ofrecer un retrato magistral de un personaje que, según sus propias palabras, es tan icónico que hasta tiene emoji de WhatsApp. Y ya se sabe que hoy en día hay emojis mucho más expresivos que algunos profesionales de esto de la interpretación.
No es el caso de Bang (nada que ver con Carolina), a quien recordamos como el director artístico del museo de la genial sátira sueca The Square. Aquí se quita las gafas y la aparente capa de civismo protector del que era su personaje más internacional hasta la fecha para enfundarse la capa de un monstruo más irónico que nunca, cínicamente consciente del absurdo de la existencia, la suya y la de los pobres mortales que se topan de morros con sus colmillos, pero que también exhibe unas dosis de salvajismo inusual en el terror de curso legal en estos días en los circuitos comerciales, sobre todo ahora que se lleva el miedo atmosférico e intelectual de Ari Aster (Hereditary, Midsommar), el más listo de la clase.
El primer episodio se salva por algunas de las réplicas ingeniosas del personaje (a la perspicaz observación de Harker, «usted es un monstruo», replica con un wilderiano «y usted abogado, nadie es perfecto»), por las insinuaciones de práctica omnívora del sexo por parte del conde (léase bisexualidad), primera pista precoz que avisa de la intención de sus creadores de juguetear con el original literario, y por la presentación de la antagonista, una contrincante a la altura.
La hermana Agatha es una monja de armas tomar sin pelos en la lengua y muchas dudas respecto a la existencia de un dios, interpretada con dosis similares de descreimiento por Dolly Wells, que no tarda en revelar su conexión genealógica con la novela. Y por supuesto, también destaca esa aparición casi licantrópica del conde sediento de sangre a las puertas de un convento húngaro, cual lobo dispuesto a alborotar el gallinero a cualquier precio. Aun así, hay algo en el ritmo irregular y en las interpretaciones desmayadas de Harker y Mina (al fin y al cabo, condenados a ser siempre los sosos de la función) que no acaba de convencer.
No es nada extraño que este Drácula sustituya el lema tradicional, «la sangre es la vida», por el más inclusivo, «la sangre son las vidas»
Llegamos al segundo capítulo con un cierto escepticismo, pese a que «Navío sangriento», un título propio de un clásico de serie B de los 60 o los 70, promete emociones fuertes. Afortunadamente, es el más sólido de los tres, el mejor cerrado en sí mismo, precisamente porque no pretende reinventar más allá de lo estrictamente necesario. Tomando un pasaje menor de lo imaginado por Bram Stoker, el viaje de Drácula hasta las islas británicas, los guionistas conciben una pieza de cámara, un whodunnit a la inversa que funciona como reverso gótico de la Agatha Christie de Diez negritos, en un espacio sombrío que nos recuerda al de la reciente The Terror.
Sin apenas conexión con el cliffhanger previo (otra incógnita que no tarda en resolverse mediante el uso provocador de otro flashback tan poco fiable como lo fue el de Harker) Drácula se embarca en el Demeter y procede a alimentarse de sus compañeros de travesía, de los que por cierto absorbe habilidades y fragilidades, otra de las ideas renovadas con que juega esta adaptación libérrima. No es nada extraño que este Drácula sustituya el lema tradicional, «la sangre es la vida», por otro mucho más inclusivo, «la sangre son las vidas».
En una especie de versión marinera de aquellos espectáculos de títeres en que la audiencia infantil querría avisar de la presencia de la bruja a los inadvertidos personajes, aquí también asistimos como espectadores a la paranoia creciente entre los pasajeros, tan ignorantes de la identidad de su asesino como recelosos de todo hijo de vecino, ilustrando aquello que dejó escrito Jean Paul Sartre en su obra de teatro Huis Clos (A puerta cerrada): «el Infierno son los otros». Eso sí, a esas alturas el Drácula de Claes Bang nos ha seducido lo suficiente como para no avisar a nadie cuando la bruja acecha y poder seguir disfrutando de la partida. Haber elegido un crucero que incluyera una cena con el capitán y bailes de salón, oye.
A las mentes pensantes de la serie les da tiempo de sugerir otro misterio, relacionado con el ocupante del camarote número 9 en cuarentena, que además le permite a Gatiss introducir un guiño claramente dirigido a sus viejos amigos y colegas, Steve Pemberton y Reece Shearsmith. Mark Gatiss empezó su carrera como actor y guionista formando parte del cuarteto de cómicos conocidos como The League of Gentlemen, un show de sketches bizarros y negrísimos situados en el pueblo ficticio de Royston Vasey, que antes de llegar a la BBC en 1999 había pasado por el teatro y por la radio. Cronológicamente hablando, no es difícil situarlos como el eslabón perdido entre los Monty Python y Little Britain.
Después de tres temporadas y una película de The League of Gentlemen, Pemberton y Shearsmith han seguido pariendo productos de culto, en especial la antología de relatos de humor negro Inside N. 9. No hace falta ser Stephen Hawking para advertir que ese es el número del camarote maldito del Demeter. Drácula, que no deja de ser un diablo, también está en los detalles.
En todo caso este juego del gato y el ratón se cierra con un giro de guion que parece disponer las piezas para un último acto lúdico marca de la casa, cargado de posibilidades que la acerquen a lo que parte del público esperaba desde el principio, es decir, a la vertiginosa Sherlock. Y es precisamente en «La brújula tenebrosa» donde la propuesta pierde un poco el norte. Drácula ha llegado a una Inglaterra diferente de la esperada, la excusa perfecta para que Gatiss, Moffat y el director del episodio, Paul McGuigan, responsable en su día del estimulante thriller El caso Slevin, desplieguen su catálogo de golpes de efecto. No renuncian a seguir deconstruyendo el mito vampírico, como ya antes han abordado las estacas o la luz solar.
Algunas de las supersticiones vinculadas al más famoso de los chupasangres acaban teniendo aquí un trasfondo psicológico que raya en el manual de autoayuda. Descubrimos, por ejemplo, que si Drácula no puede mirarse en los espejos es porque su reflejo incorpora a la imagen toda aquella podredumbre moral acumulada durante siglos, un rasgo que emparenta los espejos del conde con el retrato del jovial Dorian Grey, jovial por lo menos en su apariencia más superficial. En uno de los escasos guiños irónicos de un episodio más inclinado hacia la trascendencia, nos daremos cuenta de la suerte que tuvo el bueno de Grey de no vivir en los tiempos del selfie.
El potencial insinuado en el impactante final de la travesía marítima se desbarata en buena medida, sepultado por una trama algo torpe pensada para mantener en juego a la magnífica Dolly Wells hasta el final y momentos de Grand Guignol digital, especialmente respecto al personaje de Lucy Westenra, introducido aquí en su vertiente más hedonista. No ayuda mucho la aparición del propio Gatiss, que ya fue Mycroft Holmes en Sherlock, y que aquí se reserva el papel del abogado londinense Frank Renfield, compartiendo apellido y a buen seguro parentesco con el maníaco zoófago de la novela, carne de psiquiátrico (en la película de Coppola fue Tom Waits quien le dio trastornada vida).
Este Renfield abogado contribuye a despejar el laberinto para alcanzar un clímax algo forzado, una sesión de psicoanálisis demasiado explicativa y camuflada de duelo entre dos antiguos contrincantes que pretende lo sublime pero roza lo grotesco. Al conde, que tan sarcástico se nos había mostrado en todo el trayecto, le da por sacar a relucir su vena poética. Al final del camino, cuando llega el alba, los referentes cruzados con habilidad han aportado suficientes momentos de interés para un espectador amante del género, pero a uno le queda un regusto agridulce, de sangre aguada o de oportunidad perdida, la sensación que entre tanto cambio de tono el mordisco no ha llegado hasta el fondo.