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Los lugares comunes suelen ser hijos de la pereza y el seguidismo, la constatación de que es mucho más fácil apuntarse al carro de la unanimidad que intentar sacarle punta a los matices. Son máximas que se transmiten casi de generación en generación y pocos se atreven a cuestionar. No sólo hay noticias falsas; cuidado también con las opiniones falsas. Esto es así en todos los ámbitos de la vida, y también en el universo seriéfilo. Durante años la afirmación estrella ha sido esa que consiste en catalogar de estafa el final de Perdidos, algo lícitamente opinable si no se embadurna de percepciones distorsionadas como esa de que «estaban todos muertos». Sin ánimo de polemizar, quien lo sostiene, o no entendió el final, o se deja llevar por la corriente general.
Con el final de Juego de Tronos parecía que iba a pasar algo parecido, pero los fans más irredentos han acabado envainando la espada. En todo caso empieza a ser tendencia lo de juzgar el recorrido de todo un arco narrativo sostenido durante varias temporadas únicamente por su conclusión, por unas últimas decisiones finales, que son importantes pero no pueden condicionar todo el viaje.
Ahora lo que se lleva es destacar que la trama de Dark se ha ido embrollando hasta el infinito y más allá, y que asimilarla del todo es misión imposible. Incluso Netflix colgó en su página un resumen detallado de lo visto hasta el momento, justo antes de estrenar el último acto. Eso por sí solo tampoco sería tan grave. Aunque una ficción audiovisual debería ser autosuficiente en su capacidad de desplegar una historia sin materiales de apoyo, en los siglos anteriores grandes obras de la literatura, de Shakespeare a Agatha Christie, han ido acompañadas de su correspondiente dramatis personae sin que nadie se rasgara las vestiduras por ello. Además, las notas a pie de pantalla dan lustre al producto, o consiguen que se hable un poco más de él. Se dice que Nolan también va a publicar una guía de comprensión lectora para que el espectador no se pierda en los meandros de Tenet, película que debería salvar las taquillas de medio mundo, un estreno perennemente postergado en el año más incierto que se recuerda para las salas de exhibición.
Que Dark necesite ser clarificada por escrito entraría dentro de las reglas del fandom, acatadas a rajatabla en foros de discusión que desmenuzan pistas y se inventan teorías y podcasts que analizan los entresijos de cada nuevo capítulo en el doble o triple de tiempo invertido en ver ese mismo capítulo… Nada nuevo bajo el sol, que diría el bueno de William. Los fans disfrutan dando mil vueltas a su ficción preferida. Dicho esto, aquellos que le recriminan a los creadores de Dark que se les ha ido la pinza tienen parte de razón. Nadie puede negar que el embrollo ha alcanzado proporciones cósmicas y que en su tercera temporada ha exigido un nivel de concentración superior a la media, mucho mayor del necesario para desentrañar las imágenes especulares de sus títulos de crédito (mención aparte para su maravillosa y atmosférica sintonía, el tema «Godbye», del DJ alemán Apparat).
El problema de la serie, que para muchos seguidores y pese a sus puntos débiles sigue siendo de lo mejor del catálogo de Netflix, no ha sido tanto su enrevesamiento argumental, que haberlo haylo, sino su excesiva solemnidad. Dark nació siendo la gran esperanza germana de la ciencia-ficción televisiva, un manjar irresistible para aquellos que hemos crecido enganchados a las historias de desplazamientos temporales, que fuimos capaces de debatir con las amistades durante horas y horas, tan estériles como gozosas (las horas, no las amistades), frente a un diagrama en el que situábamos las diferentes épocas y personajes para ver si le pillábamos algún agujero de guion a los entramados de paradojas cósmicas.
Sin ir más lejos, la odisea de la familia McFly nos convirtió a muchos en aprendices de Carrie Mathison. Si nuestros padres nos hubieran dejado, hubiéramos invadido la sala de estar con fotografías unidas mediante una telaraña de hilos de colores y post-its repletos de fechas, horas y unos signos de interrogación tamaño XXL. Robert Zemeckis y Bob Gale supieron captar que este tipo de ficciones no son nada más y nada menos que culebrones interdimensionales. Al final el viajero en el tiempo con el que podemos empatizar más es aquel que confraterniza con antepasados o descendientes, que mete la pata intentando no interceder en la cadena de acontecimientos y termina metiéndola hasta el fondo. Incluso cuando carga con el destino de la humanidad en sus desplazamientos, los espectadores que estamos encallados en el siglo XXI necesitamos verle establecer lazos, cuanto más enrevesados mejor.
Ya nos habían acostumbrado a las voces en off grandilocuentes y a los conceptos profundos, pero esta vez han subido varios puntos en la escala Coelho de trascendencia gratuita
Dark nos ha regalado dosis generosas de este tipo de material, rizando el rizo de la genealogía contra natura y convirtiendo las relaciones paternofiliales en un pinball accionado por un demiurgo enloquecido, en el que tu hija puede acabar siendo tu madre. Literalmente. Pese a jugar machaconamente la carta del apocalipsis nuclear, también resultó ser una soap opera en el mejor sentido de la palabra. Eso sí, en un tono diametralmente opuesto al de las aventuras juveniles con el sello Amblin, ese sello que abraza con entusiasmo otro de los éxitos recientes de Netflix, Stranger Things. Curiosamente, al estrenarse Dark, hubo quien quiso comparar ambas producciones por el hecho de que aparecían adolescentes internándose en bosques y cuevas misteriosas. No tardamos en comprobar que no tenían nada que ver.
En el pueblo de Winden darte de bruces con tu yo del pasado o del futuro no genera ninguna contradicción que acabe pulverizando el universo. De entrada es un terreno de juego ideal para los locos de los diagramas, que la han elevado a la categoría de fenómeno. Lo curioso es que, pese a lo bizarro de algunos de sus giros de guion, Baran Bo Odar y Jantje Friese han optado siempre por el tono sombrío y existencialista, algo que se ha acentuado de manera evidente en la última entrega. A medida que Adam y Eva han ido ganando presencia respecto a Jonas y Martha, encarnando una metáfora bíblica que no requiere precisamente de guía explicativa, Dark se ha adentrado en una espiritualidad algo cargante, con la voluntad de sentar cátedra.
En anteriores temporadas ya nos habían acostumbrado a las voces en off grandilocuentes y a los conceptos profundos, pero esta vez han subido varios puntos en la escala Coelho de trascendencia gratuita. ¿Cuántas veces nos habrán llegado a decir que un final siempre es un principio o viceversa? En cada capítulo nos hemos encontrado con la perorata reflexiva del narrador de turno y con el videoclip a cámara lenta que nos situaba a algunos de los peones extraviados cada vez más en el laberinto. No hay más que repasar los títulos: «El origen», «Vida y muerte», «Luz y oscuridad»… Al final uno no sabía si estaba ante una serie de ciencia ficción o la bibliografía obligatoria de primero de filosofía.
En el guion de Dark hay muchos elementos interesantes, que se pueden resumir en esa idea naíf de que el amor es capaz de mover montañas o dimensiones temporales, la misma que inspiró a Nolan para su Interstellar, brillante en lo visual y ligeramente raquítica en su coartada argumental. Muchas de las acciones cometidas por los habitantes del pueblo de Winden tienen como motor el amor a un hijo, a un padre o a una pareja. El triángulo formado por Ulrich, Katharina y Hannah muestra las consecuencias más trágicas de una espiral de celos, insatisfacción e infidelidad. Y en el fondo, Jonas y Martha acaban siendo una especie de Romeo y Julieta de mundos paralelos. Hablando en plata: de una paja mental acabó surgiendo un coito interdimensional. Tal premisa podría haber dado pie a una comedia disparatada o a un tratado desolador sobre el peso del destino, como es el caso.
Tenemos en la memoria otra serie reciente muy recomendable para los aficionados a viajar en el tiempo, 12 Monos, adaptación libre de la película de Terry Gilliam que se sitúa en el otro extremo. Sus personajes también caían en la tentación de lanzar proclamas altisonantes, ya fuera en vivo o en directo o mediante el uso inevitable de la voz en off. Y sí, allí también andaban obsesionados con la idea que un principio es un final. Quien diga que esa historia plagada de virus, sectas y cultos de diferente signo era mucho más fácil de entender que la de Dark estaría faltando a la verdad.
Uno de los hallazgos más gozosos de esta definitiva entrega fue ir echando vistazos al mundo alternativo para ir descubriendo las nuevas versiones de personajes como Elisabeth Doppler
Insisto: el problema no es ser incomprensible, sino pecar de trascendencia. El guion de 12 Monos, por alambicado que fuera, nunca olvidaba el componente lúdico. En la relación entre James Cole y la doctora Cassandra Railly, marcada por una concepción fatalista y definitiva del amor, no faltaban las bromas y el colegueo de una buddy movie. También entre Cole y su amigo José Ramse, otra tragedia a plazos que no esquivaba los ramalazos de humor. Sin dejar de tratar con respeto reverencial su trama cíclica, 12 Monos ofrecía frecuentes válvulas de escape a la tensión reinante. Ondeó con orgullo la bandera de la acción evasiva, con capítulos de 42 minutos ágiles y perfectamente engrasados, y probablemente no pasará a la historia como el fenómeno de culto que sí ha sido su correligionaria alemana, pero los espectadores agradecimos que mantuviera a raya sus pretensiones.
Tras dos temporadas tirando a impecables y servidas en un envoltorio de lujo, algo por suerte cada vez menos inusual en la ficción europea, Dark se dejó deslizar por la senda del mesianismo que ya había estado tanteando anteriormente. La entrada en juego de un segundo mundo, del que llegaba una Martha con el pelo más corto y una cicatriz en la mejilla para rescatar a un Jonas desconcertado, suponía a la vez un acicate y un riesgo. Los nuevos ramales narrativos que se abrían servían en bandeja el mejor de los cliffhangers posibles. Sin embargo, abrir el melón de los universos paralelos en una ficción de viajes temporales podía llegar a hacer explotar cualquier intento plausible de coherencia. Por lo visto no tenían bastantes enigmas planteados y decidieron elevar la apuesta. Hasta se atrevieron a añadir una nueva presencia inquietante, la del hombre del labio leporino que anda por ahí en su versión infantil, adulta y anciana eliminando gente. No han sido imprescindibles para alzar el armazón, pero ahí estaban los tres tenores del apocalipsis.
Lo cierto es que uno de los hallazgos más gozosos de esta definitiva entrega fue ir echando vistazos al mundo alternativo para ir descubriendo las nuevas versiones de personajes como Elisabeth Doppler, arbotante clave en la compleja arquitectura de la trama a quien por fin pudimos oír hablar, o Torben Wöller, el agente de policía eternamente lisiado por motivos que permanecerán ocultos por siempre, lo más parecido a una broma interna en una producción que se ha caracterizado por ese rictus severo, por tomarse a sí misma excesivamente en serio.
Afortunadamente, tras siete capítulos hipnóticos y extenuantes, en los que acabas por no distinguir cuáles son las intenciones de los dos bandos supuestamente enfrentados, ni siquiera a qué están jugando en realidad y cuáles son las reglas, Dark se cierra con un episodio extrañamente lineal y clarificador. Algo tramposo, es cierto, pero agradablemente explicativo. Quién nos iba a decir que los guionistas de tal revoltijo lograrían cerrar casi todos los cabos sueltos en poco más de una hora, aunque fuera sacándose de la manga una explicación de la que no se habían dado pistas previas, esquivando por los pelos un final al estilo de Los Serrano. Lo que hemos visto no ha sido un sueño, no más de lo que nos dijo Calderón que lo era cualquier vida, pero sí que ha sido una matriz desviada de la realidad, esbozos prescindibles en definitiva.
Los obsesionados en descifrar qué pasaba en la isla de Perdidos con el dichoso oso polar (otro lugar común simplista, porque en contra de lo que sostienen algunos este enigma fue perfectamente explicado en su momento), deben estar echando espuma por la boca al comprobar cómo se han resuelto algunas de las situaciones que nos han tenido tres años en vilo, haciendo tabla rasa y reduciendo a escombros el esquema levantado con ahínco en los capítulos anteriores. Por mucho que pueda parecer un final gratuito, tiene su lógica y satisface las expectativas. En una sociedad atacada por todo tipo de incertidumbres, con desastres nucleares y pandemias globales al acecho, es cada vez más habitual acabar cuestionando el punto de vista que se nos ha hecho adoptar como espectadores de una ficción. Lo hemos visto en Mr. Robot y ahora en Dark, una serie que pese a sus claroscuros conceptuales ha acabado cerrando con dignidad uno de los productos más estimulantes de la ciencia-ficción televisiva actual. Sic Chaos Creatus Est.