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La ensalada griega tradicional no lleva ni sardinas, ni atún, ni maíz. La que Pippo, un italiano dicharachero, les prepara a sus compañeros de piso, sí. Vive con una checa, un croata, un burundés y otra italiana en un ático de un edificio destartalado en el centro de Atenas. Una convivencia que aún tiene que añadir, por motivos que aquí no descubriremos, mayor (y mejor) combinación de acentos y colores de piel.
La anécdota culinaria, más allá del escándalo gastronómico que podríamos comparar a las paellas con chorizo o a los spaghetti alla vongole con parmesano (estupendo gag al respecto en un momento de la serie), apunta a la diversidad, a la mezcla cultural, como sinónimo de riqueza y progreso.
Esa pluralidad necesaria estaba en el punto de partida de Una casa de locos (2002), una deliciosa película que protagonizaban un puñado de jóvenes de toda Europa que cruzaban sus caminos como estudiantes del programa Erasmus en un piso de Barcelona. El film ponía el foco en la peripecia de Xavier, un francés que dejaba a su chica en París, que se liaba con una mujer casada y que aprendía a convivir con ingleses, italianos, alemanes y españoles.
La alegría, la despreocupación de aquella generación de jóvenes del cambio de siglo se ha convertido en desencanto y falta de expectativas
Una Torre de Babel con mucho encanto que vivió dos continuaciones, Las Muñecas Rusas (2005) y Nueva vida en Nueva York (2013), que seguían el tránsito a la adultez de Xavier y algunos de sus amigos. En su largo camino, nuestro hombre se enamoraba y se desenamoraba, se emparejaba y se desemparejaba, intentaba abrirse camino escribiendo ficción, y le acabábamos abandonando como padre de un niño y una niña (y de un tercer bebé, en este caso como donante para su mejor amiga, una lesbiana tan emocionalmente despistada como él), felizmente instalado en Estados Unidos.
Diez años después, el director de aquellos largometrajes, Cédric Klapisch, resucita el espíritu de la trilogía original con una continuación en formato serie (otro día analizaremos por qué demonios nadie se enteró de su estreno, hace dos meses, en Prime Video) que, en esta ocasión, protagonizan los dos hijos ya veinteañeros de Xavier. El mayor, Tom, busca el éxito empresarial junto a su novia, con un ambicioso proyecto cuidadoso con el medio ambiente. La menor, Mia, es una activista anticapitalista que ha dejado la universidad para trabajar en una ONG en favor de los refugiados sirios que llegan a Grecia con su desesperación a cuestas. Ambos heredan de su fallecido abuelo el destartalado edificio del que hablábamos en el primer párrafo. Y, con objetivos opuestos, los hermanos se encuentran, como hicieron 20 años atrás sus padres, conviviendo con jóvenes de distintos puntos del continente.
“La Europa de hoy no es la misma de nuestros padres”, se escucha en otro momento de los ocho episodios de la serie. De algún modo, esa sentencia sirve de base para el volantazo que Greek Salad propone respecto a Una casa de locos. La película original era hija de la ilusión, de la euforia ante una idea emocionante y revolucionaria. Dos frustrantes décadas después, la serie y los espectadores hemos pasado por crisis económicas, el Brexit, una pandemia, la Guerra en Ucrania, las constantes muertes de miles de inmigrantes en el Mediterráneo y los campos donde se hacinan a refugiados que solo buscan sobrevivir y que son tratados de forma inhumana.
La Unión Europea, el concepto y sus instituciones, no sería exactamente sinónimo de éxito, más bien todo lo contrario. Y la alegría, la despreocupación de aquella generación de jóvenes del cambio de siglo se ha convertido en desencanto y falta de expectativas y de futuro, y, al mismo tiempo, en un firme compromiso, cuando no directamente activismo, político, ecológico y social.
Manteniendo intacta la entrañable ternura de la trilogía original, la serie se pone en manos de un reparto de estupendas y refrescantes caras nuevas
No es gratuito que, en su nuevo dibujo de la juventud europea, el cineasta francés Cédric Klapisch haya cambiado la Barcelona del 2000 por la Atenas de 2023: cuna de la democracia, la capital de un país especialmente maltratado por la crisis de 2008, y que simboliza mejor que ningún otro lugar las grietas de la vergonzante política migratoria de la UE.
Ese es el contexto en el que transcurre la acción de Greek Salad, y en su trama conviven los problemas íntimos de Tom y Mia, y su choque respecto al destino que quieren darle a su herencia, con los propios de la realidad sociopolítica. Aunque la base argumental pivote sobre el asunto de las fronteras, la migración y el trato a los refugiados, también hay espacio para reflexionar sobre las dinámicas familiares, las identidades trans o las agresiones sexuales en tiempos del MeToo. Y ojo, que no todo es gravedad y trascendencia, y por supuesto hay lugar para bailar, probar el mdma o follar.
Manteniendo intacta la entrañable ternura que abrazaba la trilogía original, actualizando los conflictos gracias a un equipo de guionistas de entre 20 y 30 años (esa fue una de las condiciones de Klapisch para aceptar el proyecto, que coordina a cuatro manos junto a su pareja, la directora y escritora Lola Doillon), la serie se pone en manos de un reparto de estupendas y refrescantes caras nuevas, con Aliocha Schneider y Megan Northam a la cabeza.
Más dramática que cómica (aunque es capaz de jugar con las frases sentenciadoras que los fantasmas de Aristóteles o Epicuro le marcan el camino a Tom, o de abandonarse por momentos a las dinámicas de secundarios tan graciosos como la pareja Pippo-Zoran), Greek Salad se conoce orgullosa heredera de Una casa de locos y sus secuelas, y no deja de guiñar el ojo a quienes las disfrutaron, con referencias directas pero también permitiendo la aparición puntual y orgánica de viejos conocidos como Romain Duris (maravilloso cada vez que cuenta sus batallitas barcelonesas ante las muecas de pesadez de sus retoños), Cécile de France, Kevin Bishop o Kelly Reilly (la madre de las criaturas, que los seriéfilos reconocerán como la díscola hija de Kevin Costner en Yellowstone), sobre todo en una reunión familiar navideña absolutamente caótica.
Así las cosas, Greek Salad es un retrato lúcido y emocionante de la Europa de hoy, y supondrá (y más si su descubrimiento, en el inmenso catálogo de Prime Video, es totalmente casual) una inmensa alegría para quienes convirtieron a Xavier y Wendy en la versión europeísta de los Jesse y Céline de Antes de amanecer/atardecer/anochecer. Y para quienes defienden la mezcla, la pluralidad, la diversidad y la cooperación, como receta para construir un mundo mejor.