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PRIMER HACHAZO. A día de hoy nadie tiene claro qué demonios es Small Axe, la última creación de Steve McQueen para la BBC cuyo primer episodio estrena hoy Movistar+. ¿Es, como afirman el cartel promocional y el propio director, una colección de cinco películas? ¿O acaso no es ni más ni menos que una serie antológica como puedan serlo Black Mirror (Charlie Brooker, 2011-?) o The Twilight Zone (Jordan Peele, Simon Kinberg & Marco Ramirez, 2019), por citar dos ejemplos recientes?
La prensa norteamericana tampoco parece tenerlo muy claro. La asociación de críticos de Los Ángeles ha otorgado los premios a la mejor película (sic) y a la mejor fotografía a esta producción que por aquellos lares se ha podido ver a través Amazon Prime Video. Otro tanto ha sucedido con los galardones que entrega el New York Film Critics Circle Awards, que también ha reconocido el trabajo de Shabier Kirchner como cinematographer en las cinco partes. De esas decisiones se sobreentiende que tanto los analistas angelinos como sus colegas de la Gran Manzana asumen que Small Axe funciona como una obra indivisible por más que sus respectivas partes nos sitúen frente a historias independientes.
Sin embargo, los críticos de Chicago consideraron cada capítulo como una pieza individual desligada del resto y propusieron como candidata a mejor película del año a Lovers Rock -el segundo de los episodios- que también compitió por los premios al mejor director (McQueen), a la mejor fotografía (Kirchner) y al mejor montaje (a cargo de Chris Dickens y del propio McQueen). Además, Letitia Wright recibió una candidatura como mejor actriz de reparto por su papel en Mangrove, el capítulo inaugural.
Más allá del interés que los premios despierten en ustedes, esta disparidad de criterios ahonda en el cada vez más notorio borrado de fronteras entre el cine y la televisión, porque no hay que olvidar que las asociaciones de críticos estadounidenses eligen las mejores películas del año (no las series, para eso ya están los de la Broadcast Television Journalists Association). Pero entonces, ¿Small Axe es una serie o no? Desde una perspectiva teórica, es casi imposible rebatir que la nueva creación de Steve McQueen es una serie de antología. La continuidad inherente a la serialidad viene aquí dada por una temática común a todos los capítulos (la vida de los emigrantes afrocaribeños residentes en el Reino Unido), pero también por cuestiones tonales (la música como elemento aglutinador, la denuncia social) y estéticas (la dirección de fotografía). Además, la suma de las cinco partes propone un recorrido cronológico que va desde finales de los 60 a mediados de la década de los 80, itinerario durante el cual, y desde distintas perspectivas, se repasan cuestiones como el racismo, la violencia policial, los intentos por vertebrar una comunidad, la importancia de reaprender la historia a partir de referentes propios de la negritud, etcétera, etcétera, etcétera.
«La forma de presentar las historias no debería importar, siempre y cuando el placer de verlas no cambie» (Wong Kar-Wai)
¿Qué los episodios son valorables/analizables de manera independiente dado que son piezas autoconclusivas? Evidentemente, como también sucede con las series citadas al inicio de este artículo o incluso con aquellos que conforman una propuesta que juguetea maliciosamente con la continuidad narrativa como Atlanta (Donald Glover, 2016-?). La gracia estaría en dilucidar por qué Small Axe entra en la lucha por los premios a largometraje del año y no lo han hecho títulos precedentes. ¿Tiene que ver con el pedigrí del director londinense y su oscarizada 12 años de esclavitud? ¿O está relacionado con la apariencia cinematográfica de una obra que arranca con el uso del formato panorámico 2.39.1 y que no se separa ni un ápice de los rasgos de estilo fijados por McQueen en su filmografía precedente?
Quizá sea una mezcla de las dos cosas, porque lo cierto es que a nadie se le pasó por la cabeza que episodios como Teddy Perkins (Hiro Murai, 2018) -el 2.06 de Atlanta– pudiera competir por los premios a mejor cortometraje del año o que algún episodio de Black Mirror entrara en la carrera por el Oscar (de haber cumplido con los requisitos que exige la academia). Finalmente, Small Axe tampoco peleará por ninguna estatuilla dorada -competirá en los Emmy- pero todo induce a pensar que la ya debilitada barrera entre formatos terminará por quebrarse en algún momento y ese sistema de categorías estancas cada vez lo será menos. Por cierto, a todo el mundo parece habérsele olvidado que ya hubo una serie que ganó un premio a la mejor película… aunque fuera documental: O.J.: Made in America (Ezra Edelman, 2016).
El debate está lejos de cerrarse y deberíamos aprovechar sus múltiples derivaciones para seguir pensando sobre la fructífera interrelación entre cine y televisión y cómo el uno y la otra se retroalimentan incesantemente. Como afirma el cineasta Wong Kar-Wai, que prepara su desembarco en las series con Blossoms Shanghai, en una reciente entrevista concedida al crítico Jean-Michel Frodon, «la forma de presentar las historias no debería importar, siempre y cuando el placer de verlas no cambie«[1].
SEGUNDO HACHAZO. Mangrove, el primer episodio de Small Axe, se abre con una secuencia que plantea un viaje desde el interior al exterior, un paso de lo micro a lo macro. Veremos a Frank Crichlow (Shaun Parkes) abandonar un casino clandestino, con su atmósfera oscura y saturada de humo, para salir a las calles de Notting Hill. Del garito de ambiente recargado y conversaciones solapadas, de la luz baja y los planos cortos, pasaremos a un exterior soleado -soleado para el estándar londinense, ya me entienden- y a un zoom out que nos irá mostrando una ciudad en construcción a medida que la figura de Frank queda empequeñecida por el entorno urbano (solo este plano ya justifica el uso del formato panorámico… un formato que irá cambiando en función de cada historia).
En apenas un minuto, McQueen pone sobre el tapete los temas que vehicularan toda la obra: la preponderancia de la historia individual de carácter ejemplar, la extracción étnica y social de sus protagonistas (suena música reggae) y su elevación a figuras clave en la génesis de la comunidad afrocaribeña residente en los dominios de Isabel II. De ahí esa insistencia en mostrar cómo la construcción de la City, metáfora postal del Londres cosmopolita y moderno, se hacía a expensas de una parte de la población que no solo vivía a espaldas de esas conquistas, sino que servía como pila de escombros sobre la que levantar el futuro de la (blanca) clase media-alta.
Convertido en drama legal, ‘Mangrove’ pierde fuelle, principalmente porque el diseño de personajes es tan rígido que no deja espacio para la controversia
La sutileza sintética de ese planteamiento no es, sin embargo, una de las señas de identidad de McQueen. El Mangrove era un local de comida caribeña, regentado por el citado Frank Crichlow, que desde su apertura a finales de la década de los sesenta fue acosado sistemáticamente por la policía del barrio: redadas violentas sin justificación alguna, amenazas continuas a clientes y al propietario y un largo etcétera de vejaciones cuyo objetivo no era otro que evitar que a su alrededor se fuera hilvanando un tejido asociativo, que se crease un espacio para la convivencia y para la reunión.
La primera parte de este episodio inicial es la que atesora los mejores momentos. En ella McQueen consigue dar forma a la idea de colectividad con secuencias tan brillantes como la de la entrada de Darcus Howe (Malachi Kirby), abogado y uno de los principales activistas del movimiento negro, y sus amigos al local: después de los saludos protocolarios y en un ambiente festivo, los músicos residentes empezaran a tocar y todo el mundo -los recién llegados, Crichlow y algunos clientes- saldrá a la calle a bailar. La idea de unión viene reforzada por el uso del plano secuencia: la cámara se funde con unos personajes en estado de efervescencia cultural –suena su música, disfrutan de su gastronomía- y trazará un movimiento semicircular a su alrededor para terminar en un plano general que da forma a esa colectividad que antes mencionábamos.
De hecho, la forma circular asociada a la idea de comunidad -casi un símbolo de pertenencia- se repite a lo largo del capítulo, como en el momento en el que el PC Pulley (Sam Spruell) hostiga a Frank y diferentes habitantes del barrio se situarán, formando un círculo, alrededor del agente hasta forzar su marcha. Figura de carácter simbólico que volverá a aparecer, por ejemplo, en el tramo final de Education (1.05) cuando los alumnos de la escuela de la señorita Tabitha Bartholomew se coloquen formando un círculo para escuchar sus lecciones.
Mangrove funciona cuando McQueen atiende al movimiento de los cuerpos, a las interrelaciones entre ellos y a los significados que generan: la secuencia de la redada o la de la manifestación consiguen transmitir con mayor fuerza esa idea de resistencia y oposición que se pone en palabras a lo largo de la segunda mitad del episodio, centrada en el juicio al que fueron llevados los llamados ‘Nueve del Mangrove‘ -desde el propio Crichlow a miembros de los Black Panthers– tras sus reiteradas protestas contra las actuaciones de la policía. Convertido en drama legal, el episodio pierde fuelle, principalmente porque el guion firmado por el propio McQueen y Alastair Simmons parte de un diseño de personajes tan rígido que no deja espacio alguno para el matiz, para la controversia.
Si parece imposible evitar los paralelismos entre esta entrega de apertura y El juicio de los 7 de Chicago (Aaron Sorkin, 2020) -donde los personajes van más cargados de dudas- retrotraernos a películas como La noche cae sobre Manhattan (Sidney Lumet, 1996) supone advertir, por vía de la comparación odiosa, los excesos maniqueístas de una entrega inaugural que, en lo que a escritura se refiere, está más cerca de los sermones del último Ken Loach que de los profundos dilemas morales que atraviesan las conciencias del fiscal Sean Casey (Andy Garcia), su padre, el agente de policía Liam Casey (Ian Holm) o el abogado Sam Vigoda (Richard Dreyfuss) en la película de Lumet -si el personaje del juez Hoffman (Frank Langella) en la película de Sorkin ya exigía un mayor trabajo de dramatización, aquí los del PC Pulley y el magistrado Clarke (Alex Jennings), por citar solo dos casos, piden una reescritura a fondo.
TERCER HACHAZO. Todos los problemas que pueden detectarse en Mangrove y que, en distinta medida, volverán a aparecer en los tres últimos episodios, quedan reducidos a la mínima expresión en Lovers Rock, quizá lo mejor que haya rodado Steve McQueen en su carrera. ¿Por qué? Pues porque aquí las denuncias sobre el racismo endémico de la sociedad británica o sobre la brutalidad policial son apenas brevísimas notas a pie de página. Porque aquí el director de Hunger (2008) hace lo que mejor se le da, filmar cuerpos en movimiento (perdón por la reiteración).
Los preparativos y la celebración de una fiesta por parte de un grupo jóvenes negros en 1980 serán la premisa sobre la que McQueen bosqueje un retrato generacional que no necesita de grandes parlamentos ni de aleccionadoras discusiones para resultar arrollador: basta con atender a la cámara, con observar cómo se va dibujando la invisible línea del deseo que irá uniendo a Martha (Amarah-Jae St. Aubyn) y a Franklyn (Michael Ward); basta con corroborar las diferencias coreográficas entre los aspavientos del airado Clifton (Keddar Williams-Stirling) y el resto de los presentes para darnos cuenta de que está fuera de lugar y de cómo, la comunidad, lejos de rechazarlo, lo acogerá en su seno: le hablarán al oído, le pasarán un porro, evitarán cualquier confrontación y, tras cederle el micro (darle la palabra), un travelling de retroceso lo integrará definitivamente en la fiesta.
La grandeza de ‘Lovers Rock’ está forjada en la ausencia de subrayados y en la confianza que McQueen deposita en la inteligencia de los espectadores para extraer sus propias conclusiones
Los dos grandes momentos de este episodio de 70 minutos -casi la mitad que el anterior- están ocupados por sendos bailes. La fuerza de esas secuencias emana de su duración, de dejar que los temas suenen enteros mientras el ojo del objetivo se muestra atento a cada gesto para terminar con ese estallido de autoafirmación y reconocimiento que supone el coro que el público improvisa cuando finaliza el «Silly Games» de Janet Kay. McQueen, lejos de ofrecernos una visión idealizada de una celebración de una belleza por momentos desbordante, no renuncia a colorearla de grises: fíjense en el desplazamiento de todas las mujeres de la sala cuando suena el «Kunta Kinte Dub» de The Revolutionaries y la pista de baile se llena de testosterona en una clara alusión al machismo imperante dentro de esa comunidad y de esa generación (una conducta que guarda una relación muy estrecha con la secuencia inmediatamente anterior que no revelaremos para vadear el spoiler).
Viendo estas dos secuencias puede calibrarse la grandeza de Lovers Rock, una grandeza forjada en la ausencia de subrayados y en la confianza que -aquí sí- McQueen y su coguionista Courttia Newland depositan en el poder de la puesta en escena y en la inteligencia de los espectadores para extraer sus propias conclusiones sin necesidad de ‘apoyo pedagógico’. Y aunque es cierto que este segundo capítulo es la joya de la corona de Small Axe, es probable que lo fuera menos de no mediar el episodio anterior, no solo porque los defectos de Mangrove magnifican sus numerosas virtudes, sino porque allí también se exponen una serie de temas a tratar que aquí encuentran continuidad sin necesidad de ‘ser dichos’.
CUARTO HACHAZO. Del fresco coral que nos ofrece Lovers Rock regresamos al retrato individual en Red, White and Blue, basado en la historia real de Leroy Logan (John Boyega), un joven negro que ingresa en la policía con la firme intención de erradicar los comportamientos racistas que perviven, década tras década, en las entrañas del cuerpo de seguridad. Esa vocación hará que Logan sufra en sus carnes el rechazo de un padre que fue víctima de una agresión a manos de dos agentes y el desprecio permanente de sus compañeros, que lo ven como un intruso.
En su afán por denunciar el racismo inherente a la sociedad británica -con la policía como principal exponente de tan vituperable conducta- McQueen y su coguionista, aquí de nuevo Newland, verbalizan sobremanera las intenciones de Logan y construyen en exceso la figura del padre (la secuencia del prólogo, la del scrabble y la paliza sirven a un mismo propósito). Por el contrario, el episodio se beneficia de su estructura elíptica (el arranque o la secuencia del entrenamiento) y del uso del fuera de campo (o de las escalas grandes) para filmar la violencia. El McQueen realizador vuelve a situarse muy por encima del McQueen escritor: la tensión generada con el plano secuencia en la persecución que tiene lugar en la fábrica o el uso del casillero como metáfora del aprisionamiento que vive Logan (al igual que ese plano cerradísimo en el que lo observamos sentado al lado de las taquillas) reflejan mayor complejidad que esa galería de jóvenes policías, compañeros de Logan, que no sobrepasan el estereotipo del bobby xenófobo.
Al igual que en el resto de episodios, cuando McQueen se abandona a la fisicidad, ‘Alex Wheatle’ se vigoriza: los enfrentamientos, el concierto o la detención figuran entre lo mejor de esta cuarta entrega
En los mismos parámetros argumentales se mueve Alex Wheatle, otra ‘porción de vida’ que, en este caso, versa sobre los primeros años de existencia del premiado escritor británico que da título al episodio, un biopic sui generis que bucea en una infancia marcada por el desarraigo y el paso por diferentes instituciones de acogida y que prosigue indagando en su trayecto hacia la edad adulta, una evolución atravesada por la constante búsqueda de referentes y su participación en los Brixton Riots de 1981 que terminaron con sus huesos en la cárcel. Fue precisamente durante su periodo de reclusión cuando conoció a Simeon (Robbie Gee), el poeta rastafari que contribuyó decisivamente en su formación.
McQueen juega con los tiempos y monta en paralelo la estancia en presidio de Wheatle -mostrando los cambios en su relación con Simeon- con diferentes pasajes de su vida (su estancia en los orfanatos, su época en la minúscula habitación que le dio la Seguridad Social, su amistad con Dennis Isaacs (Jonathan Jules) y su intento por colarse en la escena musical, sus ‘encuentros’ con la policía, …). En este coming of age la estructura está en consonancia con los tumbos que el futuro escritor tuvo que dar hasta encontrar su camino al tiempo que plantea, una vez más, la idea de construir/integrarse en una comunidad, proceso que aquí se ve entorpecido por el temprano abandono al que se vio arrojado Wheatle.
La parte más interesante del capítulo la constituye ese interludio formado por las fotografías de las secuelas causadas por el incendio de New Cross que costó la vida a 13 personas de color y que McQueen sitúa como desencadenante de los posteriores disturbios que tuvieron lugar en Brixton (apenas transcurrieron tres meses entre ambos incidentes). Sobre las imágenes en blanco y negro se escucha el poema New Crass Massahkah de Linton Kwesi Johnson y esa pausa sirve para reconfigurar el relato del pasado errante de Alex Wheatle (Sheyi Cole): las palabras de Johnson constituyen una suerte de toma de conciencia y el protagonista pasará de ser sujeto pasivo y/o objeto de rechazo (un rechazo a veces provocado por la rabia, fruto de la propia incomprensión, que bulle en su interior) a sujeto activo que no solo se involucrará en las revueltas de Brixton sino que empezará a escribir letras (ese plano en el que la cámara desciende hacia él como si fuera la inspiración misma) y a realizar una primera actuación con el nombre artístico de Crucial Rocker. Al igual que sucede con el resto de episodios, cuando McQueen se abandona a la fisicidad su narración se vigoriza: los enfrentamientos, el concierto o la detención de Alex figuran, de nuevo, entre lo mejor de esta cuarta entrega.
QUINTO HACHAZO. Alex Wheatle encuentra el camino hacia el éxito -y entiendan aquí éxito como sinónimo de propósito existencial- en las enseñanzas de Simeon, alguien que en sus lecciones propone una didáctica distinta a la oficial -contrasistémica- en la que se incluyen autores como Cyril Lionel Robert James y su The Black Jacobins. «Education is the key” le espeta Simeon a Alex y Education se titulará el último episodio de esta antología. Un 1.05 en el que se aludirá a activistas como Claudia Jones o a libro Kings and Queens of Africa for Children, en lo que supone un proceso de reescritura de la historia de la comunidad afrocaribeña del Reino Unido a partir de la reivindicación de unos referentes marginados por y desde las instancias oficiales, referentes cuyas biografías se espejan en las de los protagonistas de todos y cada uno de los episodios de Small Axe que, de este modo, trata de prolongar ese legado proponiendo sus propios mitos.
Importa poco que esos personajes sean reales (los nueve del Mangrove, Leroy Logan, Alex Wheatley) o ficticios como los jóvenes que se divierten en la fiesta de Lovers Rock o como Kinglsey Smith (Kenyah Sandy), el chaval de 12 años que, dadas sus dificultades de aprendizaje, es enviado a una escuela de educación especial, reasignación que camufla una guetificación del sistema educativo. La historia de Kingsley expone la discriminación sistematizada a la que se vieron sometidos durante décadas -los hechos se sitúan en los 70- miles de alumnos en función del color de su piel. En realidad, su desvío a esos colegios mal llamados especiales no era sino una reclusión parcial en centros que descuidaban casi por completo a sus estudiantes, limitando aún más sus ya de por si escasas oportunidades de labrarse un futuro.
El relato de superación personal se inscribe en la construcción de la comunidad de manera que el individuo solo puede resistir con el apoyo de la colectividad y ésta solo puede fortalecerse con la suma de esfuerzos
El retrato familiar que presenta Education está cargado de matices: la ausencia casi total del padre, la madre pluriempleada incapaz de llegar a todo, el reducido espacio en el que conviven el matrimonio y sus dos hijos, las prisas constantes que apenas les dejan tiempo para desayunar, … Todo el maniqueísmo con el que McQueen describe al profesorado blanco que desfilará ante nuestros ojos lo deja a un lado para profundizar en las dificultades de los Smith, para tratar de comprender a ese padre que prefiere que su hijo abandone los estudios y se ponga a currar cuanto antes y a esa madre que se niega a aceptar una verdad distinta a la oficial porque ello podría suponer un cataclismo: McQueen filma con elegante pudor -un suave travelling hacia adelante- ese momento clave en el que la madre pone a su hijo a leer para descubrir que, efectivamente, no sabe.
Kingsley es un crío al borde del colapso -la secuencia de la bañera no es sino un reflejo de su ahogamiento psicológico- que sueña con ser astronauta y jugar en el Tottenham y que solo hallara su espacio cuando la enseñanza alternativa que promulga Tabitha Bartholomew (Jo Martin) le haga aprender que cada uno tiene sus tiempos y que los métodos que mejor funcionan suelen pasar por alcanzar cierto grado de identificación con el alumnado. No es casual que aquí McQueen utilice el formato más estrecho de cuantos emplea (el 1.66:1) para incidir tanto en las estrecheces familiares como en el situación de bloqueo que experimenta el pequeño de los Smith.
Este episodio de cierre arranca en un planetario. Allí, Kingsley y sus compañeros de colegio aprenden que el universo es mucho más grande de lo que creen. La historia individual de ese crío de doce años nos mostrará que, al igual que sucedía en ese pequeño templo consagrado a la astronomía, existe vida más allá de las imposiciones fijadas por un sistema excluyente. Como en el sintético inicio de Mangrove, el relato de superación personal se inscribe en la construcción de la comunidad de manera que el individuo solo puede resistir con el apoyo de la colectividad y ésta solo puede fortalecerse con la suma de esfuerzos. El poder del hacha que ha enastado Steve McQueen no está en su tamaño, sino en la fuerza de todos los que, como Kingsley Smith, la empuñan.
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[1] Entrevista publicada en Caimán CdC nº 100, páginas 14-16.