Crítica de 'Slow Horses' (Apple TV+): "La revancha de los peones grises"
CRÍTICA: 'Slow Horses'

‘Slow Horses’: La revancha de los peones grises

La nueva serie de espías de Apple TV+, protagonizada por Gary Oldman, es una combinación perfecta de comedia cínica y thriller adictivo.
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El gremio del espionaje ha sido históricamente uno de los más mitificados por la ficción; para ser justos, por ese tipo de historias consumidas ávidamente por un público mayoritario deseoso de tramas exóticas y vibrantes alejadas de la rutina funcionarial. Ahora, en estos tiempos en que James Bond ha sustituido el cosmopolita Martini agitado, pero no removido, por una mucho más terrenal Heineken, el público parece mucho más dispuesto a explorar los ángulos grises de los presuntos héroes (incluso de los superhéroes, señal inequívoca que aquí no se salva ni el Tato).

Las tramas realistas de John Le Carré ya nos habían advertido, en los tiempos turbulentos de una guerra tildada de fría, pese a estar en permanente ebullición, que demasiado a menudo el espía más aguerrido dedicaba la mayor parte de su jornada laboral a remover expedientes, o en el mejor de los casos a esperar durante horas que alguien saliera de un portal, cual paparazzi con gabardina. En definitiva, menos postureo y más papeleo. Tal como señalaba amargamente Richard Burton, el protagonista de la brillante adaptación al cine de la novela de Le Carré El espía que surgió del frío, los espías son «funcionarios jugando a indios y vaqueros para iluminar sus vidas insignificantes y despreciables».

Apple TV Plus ha estrenado recientemente un proyecto largamente esperado: Slow Horses, la adaptación de la primera novela de una saga literaria de Mick Herron que nos adentra en Slough House, la Casa de la Ciénaga, literalmente el escalón más bajo en una pirámide que, en su vértice, allá a lo lejos, quizás permita divisar al amigo 007. A este departamento del MI5, ubicado en un edificio maltrecho, al cual se accede por una puerta trasera en un callejón mugriento, van a parar aquellos espías que han cometido un error en su trayectoria, un desliz o una negligencia aparentemente imperdonables.




Los hay que han hablado más de la cuenta, ya sea por haber revelado un secreto de estado o por haber criticado abiertamente a un superior (lo que, a los jefes, propulsados por sus ínfulas de honorabilidad, les parece igual de grave). Otros han olvidado en un tren aquel archivo vital para la seguridad de la nación, o bien han dejado de ser fiables en las operaciones sobre el terreno. Por alguno de estos motivos, más o menos justificado, pasan a ser considerados ovejas negras, manzanas podridas, bisutería barata que amenaza con deslucir el brillo de las joyas de la corona del servicio secreto británico. La penitencia que se les impone es languidecer en una oficina, una «mazmorra administrativa» según la definición de Herron, más pocilga que establo, desempeñando tareas lo más rutinarias posibles.

Gary Oldman construye uno de esos personajes carismáticos levantados a partir de su propio arquetipo: decepción vital asociada a cierto tipo de madurez

Al frente de esta sección de agentes caídos en desgracia tenemos a un profesional descreído, cascarrabias y escatológico, Jackson Lamb, cuyo talante contradice el apellido. De corderito, nada de nada. Después de años de servicio a las órdenes de Su Majestad, la única bandera de Lamb es el cinismo; su auténtica patria, un despacho polvoriento, atiborrado de expedientes archivados en un tiempo en que la existencia de un pen drive era pura ciencia-ficción; y su hogar, una butaca destripada y una mesa que quizás fuera tendencia en los tiempos de Mata Hari, y que por lo menos permite posar los pies, envueltos en un par de calcetines agujereados. Vive convencido de que, más o menos desde 1979, ya nada es divertido.

El responsable de Slough House parece regodearse en la sordidez de su puesto, no tanto para chinchar a sus subordinados, que también, como por la conciencia de que, en otras oficinas más relucientes, equipadas con la última tecnología (el programa israelí Pegasus de interceptación de comunicaciones telefónicas, por poner un ejemplo al azar), la mugre va por dentro.

Gary Oldman le da una nueva dimensión a este gruñón de buena pasta. Construye uno de esos personajes carismáticos levantados a partir de su propio arquetipo, ese que le ha llevado a encarnar la decepción vital asociada a cierto tipo de madurez, la constatación de que en la vida no hay finales felices, y de que, si los hay, son provisionales. Este desencanto puede mutar en frialdad metódica, como sería el caso de Smiley, el espía imaginado por Le Carré al que Oldman dio vida en El topo (y años antes, Alec Guinness, en la serie de culto Calderero, sastre, soldado, espía, adaptación de la misma historia). En cambio, Lamb opta por tomárselo todo un poco a guasa, incluso cuando monta en cólera. En tiempos de relativismo moral y manipulación informativa, el humor negro deviene una cuestión de simple supervivencia.

Slow Horses serie apple

‘Slow Horses’ disponible en Apple TV+

Qué bien se lo pasa el actor lanzando pullas constantes, chillando a todo pulmón, asegurando que es difícil establecer si alguien está muerto «dado su cociente intelectual»… o tarareando aquel himno de The Proclaimers, «I’m gonna be (500 miles)«, con el único objetivo de exasperar a sus adversarios. Quizás como un guiño a la memoria cinéfila, en algún momento puntual su entrada en escena le provoca un sobresalto a un miembro de su equipo, como si los pasillos de Slough House fueran en realidad los de cierto castillo transilvano. Y eso que el magnético conde Drácula queda a años luz de este funcionario hastiado, que suele anunciar su presencia con alguna flatulencia.

Desde la veteranía y la sabiduría interpretativa, Oldman disfruta como un chaval. Y nos hace disfrutar a nosotros. El jefe de este purgatorio burocrático para caballos lentos es el eslabón perdido entre Smiley y Míster Scrooge. Es el alma de la serie, por mucho que esta se inicie con una secuencia de frenética operación antiterrorista en el aeropuerto de Stansted, protagonizada por un agente joven y ambicioso, River Cartwright, que ve frustrado su potencial por una confusión absurda.

River nos sirve de guía por este almacén de inadaptados  y nos permite ir conociendo una galería de personajes perfectamente trazados

De la noche a la mañana, este aprendiz de Jack Bauer, tamizado por la cortesía británica del actor Jack Lowden, se encuentra hurgando en la basura de un periodista bien relacionado con círculos de extrema derecha, de esos que al paso que va la política europea algún iluminado acabará situando en el centro. Ese es uno de los trabajos plúmbeos que se te pueden venir encima en Slough House. El bueno de River nos sirve de cicerone en la visita guiada por este almacén de inadaptados presuntamente incompetentes, y nos permite ir conociendo una galería de personajes perfectamente trazados en un par de escenas, incluso los secundarios: su abuelo, antiguo miembro del MI5, interpretado por Jonathan Pryce; el pelmazo que insiste en querer ir al pub con los compañeros una vez concluida la jornada laboral; el nerd tecnológico al que no soporta nadie por su presunción; la espía sospechosamente avispada, que no encaja para nada en ese ambiente cenizo; la secretaria del jefe, con quien le une algún secreto del pasado que esperamos ir aclarando en próximas temporadas; o los dos agentes que hallan en el tonteo el antídoto que les hace olvidar el vacío de sus hogares… Al fin y al cabo, a cualquier profesional del espionaje, con independencia de su estatus, le puede acabar atacando un virus letal al que cuesta aplicarle anticuerpos: la soledad.

El equipo de ‘marginados’ al completo

Que nadie se espere un melodrama introspectivo. Uno acaba cogiéndole afecto a casi todos los miembros de este departamento de marginados, pero no porque nos den pena, sino por el retrato irónico de su trabajo en equipo. Y es precisamente la misión que abordan, relacionada con el secuestro de un monologuista musulmán por parte de un grupo fascista, la que les permite reivindicar in extremis su dignidad, en contraste con la sede central del MI5, representada por Diana Taverner, el personaje de Kristin Scott Thomas, una mandamás de los servicios de inteligencia que se define por su visión maquiavélica de las políticas de seguridad, gestionadas a distancia desde una sala de control repleta de gigantescas pantallas, y por lo rápido que se ha adaptado a la era de las noticias falsas (que sí, que sí, por lo visto es posible traducir fake news sin que un rayo parta la tumba de William Shakespeare).

La serie bascula entre la comedia cínica y el thriller frenético de manera admirable

Cuando se inicia la partida de ajedrez entre esta glamurosa servidora del Estado y el pantagruélico Jackson Lamb, que en su día eligió exiliarse en la ciénaga para ahorrarse ser cooperador necesario de las alcantarillas del Estado, tenemos muy claro de qué lado estamos. Ni blancas ni negras. Nos quedamos con las piezas grises. Puestos a elegir, con los peones. Porque la verdadera incompetencia, muy a menudo, hay que buscarla en los despachos más elevados, allá donde nadie es señalado nunca con el dedo por el más mínimo error. Cuando más hundidos parecen estar los caballos lentos, la cooperación que establecen entre ellos, tan imperfecta y contradictoria como se quiera, les devuelve la pasión por el deber y les recuerda que, por encima del pundonor herido, debería estar siempre el altruismo. Y eso que en un principio los hemos visto más preocupados por conocer los motivos del ostracismo al que han sido condenados sus colegas, que a hacer autocrítica sobre su propia caída.

La serie bascula entre la comedia cínica y el thriller frenético de manera admirable, por la manera tan bien compensada de alternar las situaciones vividas por el personal de Slough House y el tenso desarrollo del secuestro que hace avanzar la trama. En cuestión de minutos pasamos de un coche en el que un reproductor de música averiado hace sonar en bucle “The scientist”, una de las canciones más populares de Coldplay, dando rienda suelta a que Chris Martin aporree el piano sin descanso, a una furgoneta en la que un chico musulmán nacido en la Gran Bretaña se halla en manos de una panda de descerebrados cargados de prejuicios racistas, armados y peligrosos. Cada vez que se nos sitúa en este escenario de resolución incierta, acabamos teniendo ganas de volver a estar entre la gente de Lamb, sintiéndonos uno más del grupo, tejiendo una estrategia que les reivindique como buenos espías, contra todo y contra todos.

Diana Taverner (Kristin Scott Thomas) la mandamás de los servicios de inteligencia

Los seis episodios de la primera temporada acaban haciéndose cortos, algo habitual en la ficción televisiva británica de dosis controladas. Eso sí, los últimos minutos sirven para presentarnos un avance de la segunda entrega, que ya está en camino. Por suerte, Mick Herron publica a un ritmo bastante más rápido que George R.R. Martin. De momento, sin contar historias paralelas del mismo universo, lleva escritas ocho novelas de la saga Jackson Lamb, la última de las cuales sale a la venta el mes que viene en el mercado anglosajón. Si lo desean, los creadores de la serie tienen una buena hoja de ruta por delante. Atención a sus currículums: entre ellos está el productor Graham Yost (The Pacific, Justified y The Americans), el director James Hawes (Penny Dreadful, Black Mirror) y el guionista Will Smith, que algunos medios han llegado a confundir con el actor que en la última gala de los Oscars degustó la gloria y la vergüenza pública en unos pocos minutos de diferencia. Si existiera una Casa de la Ciénaga en el mundillo de Hollywood, sin duda es allí donde la Academia hubiera enviado al príncipe de Bel Air, ahora convertido en rey Richard.

Nuestro Will Smith es otro, un prestigioso guionista bregado en la sátira política (The thick of it, Veep), lo que nos hace desear que en próximas temporadas de Slow Horses gane más peso el político populista Peter Judd, un personaje de ficción creado por Herron a imagen y semejanza de un tal Boris Johnson, al que había conocido en Oxford. Claro que eso fue en el año 2010, cuando el escritor publicó la primera novela de Lamb, sin demasiado éxito popular, y podía escribir lo que quisiera sin pensar en las consecuencias ni preocuparse por ofender a nadie. Incluso llegaba a insinuar una posibilidad de casting, al definir a su personaje central como “Timothy Spall echado a perder”.

Este libro ahora adaptado por Apple tuvo tan poco tirón en un primer momento que el editor británico rechazó el siguiente, Dead Lions. Tanto este como el tercero, Real Tigers, inicialmente sólo fueron publicados en Estados Unidos. Quién le iba a decir a Mick Herron que una década más tarde su creación iba a cobrar vida en la pantalla con un reparto fantástico, con Gary Oldman en lugar de Timothy Spall, y que además cada capítulo lo iba a abrir la voz inconfundible de otro Mick, Jagger para más señas, con una canción compuesta expresamente para la serie, “Strange Game”, recitada con la sorna habitual que caracteriza al cantante de The Rolling Stones. Efectivamente, es un juego muy extraño el que se llevan entre manos estos peones grises, pero esperamos ser testigos de unas cuantas partidas más.

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