Comparte

Fotograma de 'Poquita Fe'.
Contaba Rafael Azcona que el secreto de su éxito y de su longevidad se explicaban en no saber conducir. Azcona iba siempre, a todos lados, en autobús. La observación a derecha e izquierda y su infalible detector de lo pintoresco, de lo singular, le dieron mano maestra para dar forma a personajes muy de verdad, con sus miserias y sus (humildes) alegrías, con su mezquindad y su bonhomía. Tipos y tipas que también viajan en autobús.
Azcona era tierno y despiadado al tiempo con esos hombres y mujeres del montón que imaginaba, describiendo un todo a partir del detalle, de la anécdota. Y algo, o bastante, hay en Poquita fe de esa comedia costumbrista y casi siempre negra, de ese afinado retrato de la realidad y la sociedad, que escribía Azcona y dirigían Berlanga, Ferreri o García Sánchez. Pepón Montero y Juan Maidagán vendrían a pasar por el filtro del siglo XXI una mirada a la cotidianidad, a aquellas pequeñas cosas, que conecta, dicen ellos, con lo que jamás pondríamos en Instagram. Las vergüenzas de todo hijo de vecino.
Manejando con eficacia abrumadora todos los colores de la comedia, Montero y Maidagán retratan a gente que, en el fondo es la que nos rodea
“La vida es una aventura”, reza el claim publicitario de Poquita fe. Y la de sus protagonistas, José Ramón y Berta, no sería la más emocionante nunca vista. “Somos sosos”, dicen ellos. “Son sosos”, dicen de ellos. Y, a razón de mes por episodio y hasta la docena, de enero a diciembre, la serie nos propone acompañarles a lo largo de un año, con breves pinceladas de su monótono día a día. Así conoceremos a una pareja de cuarentones que parecen llevar juntos tres existencias enteras.
José Ramón y Berta son de la clase de personas que pasan las noches de los viernes ingiriendo toneladas de comida china (y a él puede que aún le entre un tazón de leche con magdalenas) y viendo una serie. De los que tosen o estornudan, disimulando, por no discutir ni cantarse las cuarenta. De los que, por no quedar mal, se comen los mantecados secos que sus suegros les endosan cada Navidad.
José Ramón es guardia de seguridad, hijo de madre soltera y hippy, prefiere unas vacaciones en Almuñécar que en Tailandia, y le da un euro todos los días a Festus, un migrante africano apostado junto al colmado del barrio. El complejo del salvador blanco, siente un pobre a su mesa, Plácido en los inconscientes, o en los subconscientes, de todos.
Berta es profesora en una guardería, sus padres representan lo peor de la burguesía de medio pelo, y su hermana es un desastre, pero también un reflejo distorsionado en el espejo. En realidad, la primera temporada de Poquita fe (ojalá no la única) recorre su proceso de cambio, abriendo los ojos ante una relación absolutamente estancada, mediocre, que transita por la cornisa. Berta empieza a despertar con unos chupitos de tequila y la mala caída de un gintonic, y ya no hay vuelta atrás.
‘Poquita fe’ se ríe desde el cariño de (y con) personajes de todo pelaje, pusilánimes y cuñaos, plomos y metomentodo, bienquedas e impresentables
En su recorrido por el calendario, y en capítulos de 15 minutos, los creadores de la serie apuestan por una doble estructura: por un lado, dibujan un puñado de situaciones corrientes que vive esta pareja gris, juntos o rodeados de familia, amigos y compañeros de trabajo. Por el otro, nos muestran a todos esos personajes, y algunos más, hablando a cámara, como si fueran testimonios de un docu-reality, dando contexto a los comportamientos de nuestros antihéroes, a las vicisitudes que sufren, mezclando sus confesiones y convirtiéndolas en réplicas de un muy particular diálogo sin filtros.
Manejando con eficacia abrumadora todos los colores de la comedia, y con precisión casi quirúrgica, Montero y Maidagán retratan a gente que, en el fondo (y en algunas formas) es la que nos rodea, esa gente que somos todos. Nosotros también. Le sacan punta a la cotidianidad, como ya hacían en Los del túnel, en Justo antes de Cristo (los romanos también tenían su día a día) y en Cámera Café. Y provocan carcajadas con un amago de orgía, un anciano perdido, una mancha en la pared o un cuadro de Franco.
Con la complicidad de un grupo de actores y actrices que brillan sin excepción (Raúl Cimas y Esperanza Pedreño, por supuesto, pero también Julia de Castro, Chani Martín, Marta Fernández Muro, María Jesús Hoyos, Juan Lombardero, Pilar Gómez, Enrique Martínez y José Manuel Poga), Poquita fe se ríe desde el cariño de (y con) personajes de todo pelaje, pusilánimes y cuñaos, plomos y metomentodo, bienquedas e impresentables.
Regresando a Azcona, decía el maestro que no creía que existiera el humor negro, que lo que era negra era la vida. Y que de lo negro derivaba la farsa, el esperpento, la risa. Poquita fe demuestra que la diversión también puede ser hija de una vida más bien gris, que la carcajada está en un kebab con mucha salsa, en una cita de tinder, en el Ferrari de los carros de la compra, en una fabada, en la ventana abierta de una vecina que pone rancheras a todo volumen o en una boda eslava. Montero y Maidagán, Cimas y Pedreño, consolidan nuestra fe en la comedia. Muchita fe.