'Oz': El infierno de baldosas amarillas - Serielizados
'Oz'

El infierno de baldosas amarillas

Precursora de series como 'The Wire' o 'Los Soprano', 'Oz' (1997) fue capaz de discutir de raza, sexo, clase o política a calzón quitado.

“Este show me ofende a mí y ofende a Dios” dijo en 1997 un crítico estadounidense de la serie Oz. En el primer episodio a un tipo le tatuaban una esvástica en el culo, a otro lo mataban con una almohada y a un tercero le rociaban con líquido inflamable y le prendían fuego. Era como si el presidente de HBO se hubiera bebido un barril de bourbon y hubiera decidido que no solo era necesario que la cadena por cable más importante del mundo empezara a cultivar la ficción sino que lo hiciera de un modo tan salvaje que, cada vez que aparecieran las siglas en la pantalla, uno se temiera lo peor. El responsable del presunto desaguisado fue un tipo de Buffalo llamado Tom Fontana. Blanco, católico y descomunalmente talentoso.

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Fontana es considerado por popes como David Simon, Vince Gilligan o David Chase como el auténtico padre de la moderna ficción televisiva estadounidense, capaz de discutir de raza, sexo, clase o política a calzón quitado. Cuando se habla del tipo que pavimentó los caminos que hoy transitan las series que tratan de transgredir como si esto fuera un concurso, tiende a ignorarse que él condujo a los suyos por una ciénaga desierta, en una cadena que era famosa –simplemente- por los deportes. Sin embargo, la idea de irse inventando los mandamientos porque Moisés había bajado del monte Horeb con las tablas en blanco, pareció empujar a Fontana a burlar todos los convencionalismos y dedicarse en cuerpo y alma a tocar la moral de los bienpensantes. La ruptura de la cuarta pared, el docudrama y una cámara metomentodo, resultaron ser el complemento perfecto a eso que tanto hemos visto en el cine a lo largo de la historia pero que en televisión solo había asomado la patita por debajo de la puerta: la imposibilidad de la redención en un mundo de hormigón armado que no ofrece segundas oportunidades.

Esta fábula perversa de villanos integrales (nada de malos de opereta como los que encierran el Equipo A en un garaje) en la que las reglas de supervivencia se establecen tal y como uno entra por la puerta, está tan trufada de matices que hay que clavarse un sacacorchos en la rótula para recordar que estamos a finales de los 90. Que los nazis, los musulmanes, los asesinos, las mafias y los corruptos estaban aún lejos de la tele. Tampoco había blogueros catódicos, ni gurús de la caja tonta, ni redes sociales donde los sabios pudieran quejarse de que aquello era intolerable. Seguramente por eso la serie duró seis (gloriosas) temporadas sin que nadie llamara a la guerra santa contra HBO.

Oz (nom de guerre de Emerald city, un módulo experimental de una prisión de alta seguridad) batalla contra cualquier tópico televisivo que uno pueda imaginarse, empezando por un trabajo narrativo atrevidísimo que utiliza la cámara con una osadía a años luz de lo que podía verse en aquellos años en televisión con la excepción de Homicidio (con el propio Fontana) y Urgencias (otra obra maestra sin paliativos), que habían arrancado en 1993 y 1994, respectivamente. Su brillantez formal se contrapone a una brutalidad que solo puede entenderse por el hecho de que realmente pensaran que podían permitirse cualquier cosa porque nadie iba a enterarse de nada.

La reflexión de ‘Oz’, que el pecado acostumbra a incluir la penitencia, y que gira en torno a la imposibilidad de domar a un animal, era nueva en un universo de resultados a corto plazo

Cuando uno echa un vistazo a la serie de Fontana sorprende darse cuenta de la tremenda influencia que ha tenido en series como The Wire, Los Soprano, The Shield, Chicago PD y –también- en naderías como Sons of Anarchy y mediatintas del estilo. La contundencia no consiste en efectuar travellings circulares mientras se produce un estallido de violencia indescriptible, sino en que esa violencia vehicule la trama, tenga un sentido y sirva de catalizador, o simplemente ayude a comprender algo (o a alguien). La equivalencia sería esa película en la que el malo le pega un tiro en la nuca al bueno y luego sube al coche y se va vs. la película en la que el malo le cuenta todo su plan a James Bond mientras le tortura, antes de que éste se desate y le dé su merecido. Me temo que no hace falta especificar en qué categoría se encuadra la criatura de Fontana.

La reflexión de Oz, la de que el pecado acostumbra a incluir la penitencia, y que gira en torno a la imposibilidad de domar a un animal (aunque camine a dos patas y sea capaz de articular dos frases seguidas) aunque lo rodees de seres humanos, era completamente nueva en un universo de resultados a corto plazo y tramas autoconclusivas que siempre buscaban la resolución de los conflictos dramáticos, para poder pasar a otra cosa. En Oz todo acaba mal, porque no puede acabar de otra manera. El infierno que atañe a los reclusos de Emerald city no se cura con más muros y más guardias, y pobre del que acabe allí sin saber de antemano los protocolos del lugar. El infierno que atañe a los reclusos de Emerald city es la conciencia que poseen de su propia condición, una condición de la que nunca podrán alejarse porque está anclada en su misma existencia. Oz no es para ellos el principio, sino el final. Y en el final solo hay una regla: no hay reglas.

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