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Mark Romanek es un genio del videoclip. Durante años se miró con desdén a los tipos que se dedicaban al arte de imaginar el look de las canciones, del mismo modo que no importaba lo buena que fuese esa serie que mirabas, porque era solo una serie. Sin embargo, muchos miembros de esa generación se empeñaron en derrumbar el prejuicio y nombres como los de David Fincher, Spike Jonze, Jonathan Glazer o el propio Romanek, metieron la manita (y el puño) en el mundo del cine.
A partir de ahí, la historia es harto conocida: Jonze la clava cada vez que puede, Gondry acertó una vez (con la enorme Eternal sunshine of spotless mind), Fincher enterró la posibilidad de ver cine adulto producido por los grandes estudios a base de dirigir obras maestras de cine adulto producido por grandes estudios, y los demás soltaron diversas andanadas de talento, como Under the skin. Por ejemplo.
Romanek pergeñó una joya llamada Retratos de una obsesión, en la que convertía a Robin Williams en un sociópata recorriendo a toda velocidad el camino hacía el psicópata; de stalker a asesino, de observador a parte interesada. Bañada con una estética enfermiza, dirigida con precisión quirúrgica, y perversa como una sobremesa de verano con Michel Haneke.
Luego siguió a lo suyo (el videoclip) demostrando que lo minúsculo, por breve, puede ser igualmente memorable. Firmó otra película, también brillante en el plano visual, menos elaborada en la prosa, a pesar de adaptar una obra de Kazuo Ishiguro. O quizás justamente por eso.
Pero hace unos años cayó en sus manos el libro del ilustrador sueco Simon Stangenhal, Tales from the loop (Historias del bucle). Un libro poético, extraño, a medio camino entre un steam-punk de líneas afinadas y la pulsión de un cuento infantil que empieza ante un bosque en un día de lluvia y acaba en un lugar completamente distinto. En el libro, una maravilla que cruzaba la tranquila vida de un pequeño pueblo con los parajes propios de la ciencia-ficción, se intuía un relato enorme, un atlas de un lugar que no había sido transitado por ningún explorador.
Así arrancó un proyecto que se antojaba difícil, por aquello de que no hay atajos que lleven de la página a la pantalla si uno pretende salirse con la suya sin acabar extraviado en algún callejón. Sin embargo, Tales from the loop es una de las series más fascinantes que se han podido ver bajo el paraguas del streaming y -probablemente- la más valiente de Amazon Prime. Sucede que cuando uno apuesta por la ficción contemplativa le puede salir The Leftovers o Top of the lake; el paraíso o el purgatorio. A veces la diferencia, como en la música, puede ser una simple nota fuera de sitio. O un guion que sepa conjugar el aparato formal con la profundidad que demanda éste.
Una obra de orfebrería que a veces roza la alquimia, que juega con el drama, el thriller y la fantasía sin necesidad de ejercer la picaresca
En Loop (por abreviar) cada nota está colocada en el momento preciso, la apuesta reluce por culpa del carácter contemplativo casi suicida de un show que huye en todo momento del latido de la ficción actual: ese que impone un compendio de tópicos, trampas y eufemismos. La serie de Amazon no grita, no tiene ambiciones desmedidas, no trata de establecer un falso diálogo con el espectador a base de concesiones narrativas o fuegos artificiales; es más bien el desconocido al que una noche en la barra de un bar confiesas algo que no te deja dormir.
Esa modestia fílmica, herencia de una vocación intimista que a veces resulta dolorosa, es lo mejor de una serie que no quiere correr, que es concienzuda porque quiere serlo, que siempre se toma su tiempo. Como en esa historia de amor en la que dos adolescentes de mundos completamente distintos se entregan el uno al otro en una ciudad en la que no transcurren las horas. Probablemente, el mejor ejemplo de cómo convergen en Loop dos corrientes de clanes opuestos, fantasía y realidad, para explicarnos algo que hemos visto un millón de veces con la fuerza de un cuento que se declama por primera vez. En ese instante se condensa todo el poder de una serie a la que se ama o se detesta, porque eso es exactamente lo que busca.
No hay que olvidar que la otra mano que mece la cuna de Loop es la de Matt Reeves. Surgido de la cantera de JJ Abrams, responsable de las últimas entregas de la franquicia de El planeta de los simios, o de la espectacular Cloverfield (Monstruoso, en España) y uno de esos creadores cuyo sello es plenamente reconocible en cualquier parte. El hipotálamo de Romanek y los ojos de Reeves cimentan un universo imposible, en el que la física es solo una palabra de tres sílabas, pero en la que prima lo terrenal. Una obra de orfebrería que a veces roza la alquimia, casi encaje de bolillos de unos tipos que juegan con el drama, el thriller y la fantasía sin necesidad de ejercer la picaresca.
Lo más bonito de la serie es poder ver cómo se entrelazan las historias en ese pueblo transformado por la llegada de un laboratorio que explora los límites de los parámetros científicos. Sin trucos, sin magia barata, con un respeto reverencial por los que viven en un lugar que no existe y que precisamente por eso deben de parecer reales. Ese respeto, difícil de transitar sin caer en la sedación (intervenir lo mínimo en lo emocional es ciertamente peligroso), se manifiesta en las historias que recorren el show, todas ellas conectadas de un modo delicado, sin recurrir a tramas mercenarias.
Lo mejor de todo es como toda esa belleza, todo ese paisaje imaginario pero extraordinariamente tangible, fluye ante los ojos del espectador, presa -por momentos- de aquella singular maldición china: «Ojalá te toque vivir tiempos interesantes».