Comparte
En 1996 Chris Carter era el rey del mundo. Expediente X llevaba tres años en lo más alto del pódium televisivo y todos querían un pedazo del pastel: agentes federales, espías, conspiraciones, alienígenas, hackers y bichos raros estaban de moda. Así que cuando los gerifaltes fueron a verle para pedirle otra serie, éste les colocó lo que parecía un show más o menos convencional, sobre un tipo capaz de colarse en la mente del asesino. Lo que los de las corbatas no sabían es que Carter acababa de conseguir engañarles para que le pagaran Millennium: la historia de un hombre que mira al abismo, pero al que el abismo prefiere no devolver la mirada.
La oscuridad como ente de tintes malignos, ha sido un tema recurrente en la historia del arte. La poesía, la pintura o la música han tratado de describirla, de domarla, de enfrentarse a ella. La oscuridad como instrumento de tortura, como sombra que lo contamina todo, ha reinado también en el cine o la novela, reflejada en personajes que viven en una tormenta eterna que no es posible atravesar. Pocos han conseguido ensamblar la oscuridad física, entendida como ausencia total de luz, con la conceptual: esa oscuridad que te engulle y te retiene. Muchos intentos han acabado siendo bocetos pretenciosos que ni siquiera arañaban la superficie del pozo.
Black descifraba códigos, desmantelaba sectas, perseguía fantasmas y trataba de aplacar a su peor enemigo: él mismo
Uno de los que logró llegar a la encrucijada de fondo y forma y logró salir indemne fue David Lynch en Carretera perdida (1997). En la misma, el director lleva a su protagonista hasta un pasillo oscuro. Una vez allí lo obliga a entrar, a sumergirse en una charca negra, en la que no hay nada más que una fuerza capaz de consumirlo todo. Para los que quieran entender lo que significa ser tragado por la oscuridad, no hay mejor ejemplo.
Es difícil saber si Lynch era consciente de que alguien había entrado ya antes en ese mismo pasillo oscuro, llevando con él su propio infierno. Un tipo hierático, inquietante y que arrastraba su vida y la de otros muchos: su nombre era Frank Black.
Black era un agente del FBI que parecía saber de primera mano la fecha exacta en la que el mundo se iría al garete, y dedicaba cada hora de su día a tratar de atrasar la cita con Shiva. Desde una casa en algún rincón de la humanidad, acompañado por su mujer y su hija, Black (el apellido le iba como anillo al dedo) descifraba códigos, desmantelaba sectas, perseguía fantasmas y trataba de aplacar a su peor enemigo: él mismo. Un enemigo implacable, más aterrador que su capacidad para contemplar el fin de todo, de revisar los crímenes más atroces con los ojos del psicópata de turno.
Hace un cuarto de siglo desde que empezamos a visitar esa casita de muros amarillos en la que el personaje de Lance Henriksen trataba de huir de un demonio con mil caras distintas que siempre acababa por alcanzarle. Y sin embargo, veinticinco años después, nadie ha logrado cavar en el alma humana con tanta saña. Millennium es la hija de Seven y la madre de Mindhunter; nieta de El silencio de los corderos y abuela de The Kill List. Su empeño por abrir el camino a una ficción catódica sin complejos, antes incluso de la aparición de Oz en HBO (la que muchos consideran la gran revolución televisiva), es una de las epopeyas más salvajes de la historia de la caja tonta: tres temporadas de negro sobre negro que acabaron forjando un culto casi tan fanático como el que acechaba al protagonista.
Creíamos que era ficción; Pero el nihilismo atroz disfrazado de amor al caos, contra el que luchaba Frank Black, ha aterrizado con estruendo
No es que no dejaran las cosas claras desde el piloto, con el hallazgo de un cadáver al que habían cosido los ojos y la boca. Nada de concesiones comerciales, nada de marcianos y colegueo entre los protagonistas, solo la ruta envenenada de un hombre y su familia, rodeados por un mundo que les aplastaría sin piedad sino fuera por su voluntad de seguir juntos. Millennium era una serie seca, despiadada y oscura. Los únicos resquicios de luz provenían del personaje de Britanny Tiplady, la hija de Frank, y del color de los muros de la casa, un guiño que era imposible pasar por alto: Frank Black combatía las tinieblas de este mundo (y del otro) agarrándose a la solidez que -a veces- ofrecen las cosas mundanas. Como el que se sienta a leer a la sombra de un árbol, con la espalda apoyada en el tronco y, durante unos momentos, se siente invencible.
Frank Black se refugiaba en el amarillo de su hogar, que para él era más poderoso que las pociones, los conjuros y los crucifijos.
La serie hablaba además de la cacareada banalidad del mal sin tener que disfrazarla de filosofía de marca blanca, presentándola con el rostro de todos esos cualquieras que se cruzan con nosotros una y otra vez, y que son en realidad parte de un enorme plan. En Millennium, lo cotidiano es siniestro y lo siniestro es cotidiano. Black es la barrera que se erige entre el mal absoluto y el mal corriente; el que afrontamos cada día, al que nos hemos acostumbrado y el otro, el que no podemos nombrar: el monstruo que se agazapa bajo la cama. En la representación de ese culto mefistofélico que perseguía el final en términos absolutos, es donde el show de Carter sacaba la cabeza, agarraba al espectador por el cuello y ya no lo soltaba.
El uso de un formato como los 16mm, la aterradora fotografía de Robert McLachlan y el delicioso montaje de Chris Willingham, le daban a la serie un enorme empaque visual. La enésima demostración de que a veces es posible fortalecer un buen planteamiento desde la estética, sin necesidad de jugar a dividir el átomo.
Sin embargo, en una sociedad llena de memeces como Qanon, el movimiento antivacunas, los reptilianos, el plan Kalergi y en el que, cada diez minutos, surge una conspiración nueva, Millennium parece un producto casi ingenuo. El terrorífico paisaje que planteaba la serie, en el que parecía dibujarse un colectivo que quería acabar con todo a cualquier precio, ya ha llegado. El nihilismo atroz disfrazado de amor al caos, contra el que luchaba Frank Black, ha aterrizado con estruendo. Esa es la peor parte de Millennium: creíamos que era ficción y resulta que no. Ya nos advirtieron hace veinticinco años que el mundo se iba a la mierda y no íbamos a poder hacer nada para evitarlo. ¿Frank Black? Eso es lo único que se inventaron.