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La locura, esa etiqueta equívoca tan poco propicia en la era de lo eufemísticamente correcto con la que nos referimos a toda enfermedad mental, es un trastorno de doble filo: aquello que para la ciencia resulta objeto de estudio y preocupación, para la ficción puede derivar en coartada artística, el motor que impulsa a personajes rebeldes, imbuidos de demasiado espíritu crítico como para comportarse dentro de los límites de la supuesta normalidad. Cuando nos elevamos (o descendemos) al terreno de lo imaginado, conducir a contra corriente puede ser una virtud.
El protagonista de Alguien voló sobre el nido del cuco, Randle McMurphy (Jack Nicholson en la versión cinematográfica de Milos Forman), tan sólo es una amenaza para los defensores de una disciplina férrea y automática, que no atiende a matices individuales, representada por la camisa de fuerza como arma represiva. En cierta manera, este tipo de personajes caóticos y torrenciales son los primeros revolucionarios, antisistema avant la lettre, más atractivos cuanto más imprevisibles resulten. ¿Acaso Murdock no acabó siendo para el equipo A como el Rey Baltasar para los Reyes Magos, es decir, el preferido por la mayoría?
No únicamente en la ficción. Cuántas veces a los genios en cualquier disciplina se les ha eximido de cumplir unas mínimas normas sociales, alegando que parte de su inspiración procede de una mente algo perturbada, una anomalía destacable en una civilización adocenada y lastrada por los convencionalismos. Entonces, la locura deviene sinónimo de libertad. Aunque también es justo anotar que la patente de corso con que cuentan las personas revestidas de un aura de genialidad no debería permitirles ser crueles o despóticos con aquellos que les rodean. Más aún cuando sospechamos que su excentricidad es un papel muy bien asumido, y que quizá ni siquiera forman parte de la cuarta parte de la población mundial que, según cálculos de la OMS, va a tener algún trastorno mental en su vida.
En el cine y la televisión de género la psicopatía ha sido razón de ser criminal y fundamento del monstruo despiadado
Algunas series recientes se han fijado en este 25 por ciento de manera especial, normalmente con la intención de escarbar en los diversos pliegues y capas de personalidades complejas, triple reto para el guionista, el intérprete y el espectador. Y si no lo han hecho siempre con voluntad de realismo, sí que se han acercado a estos desordenes con respeto. La presunta capacidad de las series de elaborar el retrato de un personaje mucho más de lo que nos permiten las dos horas de una película, también ha sido una ventaja a la hora de esbozar los efectos reales de una enfermedad mental.
Demasiado a menudo en el cine y la televisión de género la psicopatía ha sido, más que coartada artística, razón de ser criminal y fundamento del monstruo despiadado, algo que no se cansan de lamentar los profesionales de la psiquiatría. La sombra de Norman Bates es demasiado alargada. Aun entendiendo las lógicas licencias de la ficción para entretener a un público cómplice de ciertos códigos genéricos, siempre que se haga con talento, es cierto que la repetición de tópicos asociados a la enfermedad mental ha resultado demasiado mecánica. La experiencia nos demuestra que muchos de los peores delincuentes están escalofriantemente cuerdos. Si es que la cordura se puede medir de manera objetiva… En las cinco series que destacamos hay personajes que sufren algún tipo de trastorno, pero los conocemos de manera que nos resulta fácil empatizar con su sufrimiento.
‘MANIAC’
Por el atractivo de la pareja protagonista y por el caché acumulado por sus creadores al otro lado de la cámara, Maniac estaba llamada a ser la gran esperanza blanca del otoño seriéfilo. Al final se ha quedado en la zona media de la tabla, arañando las posiciones de UEFA. La adaptación de la serie noruega del mismo nombre fue escrita por el novelista Patrick Somerville, quien había sido guionista de la franquicia norteamericana de El puente y de The Leftovers. Los diez capítulos de Maniac los dirigió el prestigioso Cary Joji Fukunaga, para muchos pieza clave en el éxito de la primera temporada de True Detective. Quizás en esta necesidad de imprimir cierto sello autoral ha residido el principal inconveniente de la serie.
Si Patrick y Cary se hubieran conformado con construir el relato “what the fuck” más bizarro de la temporada, el resultado final hubiera mejorado. Y es que la imprevisibilidad de la trama ha sido el gran valor de esta propuesta, una serie que ha jugado con géneros y atmósferas visuales como un croupier hiperactivo haciendo saltar la ruleta por los aires. En su capacidad por descolocar al espectador a cada capítulo se la podría comparar con el retorno de Twin Peaks (que San David Lynch nos perdone).
‘Maniac’ reflexiona sobre la necesidad de tejer alianzas a nuestro alrededor como único antídoto válido ante la incertidumbre vital
La historia de Annie, aquejada de desorden de la personalidad, y de Owen, afectado de esquizofrenia, dos personajes sin rumbo que coinciden en el ensayo clínico de un nuevo fármaco que debe poner fin a cualquier desorden mental, no ha sido más que una excusa, el armazón de una trama disparatada y disparada en todas direcciones. Se nota que Emma Stone y Jonah Hill, también implicados como productores ejecutivos, han disfrutado de lo lindo sumergiéndose en las distintas alucinaciones y personalidades en las que recaían los protagonistas a medida que iban ingiriendo las tres pastillas de que constaba el ensayo farmacológico, llegando incluso a invocar el espíritu de Lady Halcón (que San Richard Donner se apiade de nosotros, pecadores). No es que el plano de la supuesta realidad, un laboratorio visualmente fascinante, saturado de colores primarios de estética pop, casi warholiana, transcurra por cauces mucho más plácidos. De hecho, este centro de investigación que reparte uniformes a sus conejillos de Indias y los invita a dormir en cápsulas de pared a la japonesa no está muy lejos de parecer un sanatorio. Maniac nos ha permitido comprobar que todo hijo de vecino acarrea traumas y que ser el científico que controla el cotarro no es atenuante, especialmente si ese demiurgo de las píldoras luce el rostro siempre algo angustiado de Justin Theroux (aquí coqueteando con un personaje caricaturesco, alejado de la sobriedad existencial de Kevin Garvey en The Leftovers).
Al fin y al cabo, el trastorno mental es una manifestación de la fragilidad humana. Ni tan siquiera se salvan las inteligencias artificiales modeladas a nuestra imagen y semejanza, como ya nos advirtió Kubrick: el ordenador central del experimento, GRTA (a quien pone voz Sally Field), aprende pronto que sentir es empezar a sufrir. Los creadores de Maniac parecen querer advertirnos de las consecuencias nocivas de la fe excesiva en la medicación, de la tendencia a pensar que una pastilla va a conseguir borrar el contenido de la caja negra de nuestras neuras. Claro que también pretenden reflexionar sobre la necesidad de tejer alianzas a nuestro alrededor como único antídoto válido ante la incertidumbre vital. Curiosamente, una serie que abarca mucho en el terreno formal, pero con éxito, chapotea un poco al intentar abarcar todavía más conceptualmente, por si un divertimento no fuera suficiente per se y requiriera de unas dosis más o menos indigestas de filosofía “indie” de salón. Qué le vamos a hacer. Cada cual tiene sus manías…
‘LEGION’
Con la serie de superhéroes más gozosamente surrealista jamás realizada, una auténtica filigrana visual inspirada en los años 70 pero rebozada en una orgía de efectos digitales, Noah Hawley ha demostrado que los logros de Fargo no eran casuales. Se trataba de sacudir todas las cotillas argumentales propias de un género que está reinando en las taquillas de todo el mundo para ofrecer una especie de vodevil psicoanalítico. Lejos del “blockbuster” de acción hipertrófica, la odisea de David Haller (fantástico Dan Stevens) en el camino que le lleva a comprender que su supuesta esquizofrenia es en realidad la manifestación de un poder mutante transcurre tanto en el exterior como en el interior de su mente. Le guía en el proceso la presencia inquietante y ambigua de la siempre excelente Aubrey Plaza. Las reglas del juego son tan libres que admiten cualquier variante, desde conversaciones en planos astrales con individuos atrapados a escala microcósmica hasta presencias okupas en mentes ajenas, aletargadas durante décadas. Incluso caben monólogos tan brillantes como el que se marca Jemaine Clement, el imprescindible 50 por ciento de Flight of the Conchords, en el personaje de Oliver Bird.
Los manicomios en la ficción suelen ser territorios sórdidos, casi carcelarios. Muchas de las secuencias en el Hospital Psiquiátrico Clockworks, en el que está recluido el protagonista, nos sitúan en un terreno lúdico inesperado. Aunque el nombre del hospital nos remite al Kubrick de La naranja mecánica (otro ineludible estudio sobre las desviaciones de comportamiento), el Clockworks parece formar parte de una improbable cadena de hoteles, entre el diseño perturbadoramente geométrico del Hotel Overlook de El resplandor y la atmosfera “cartoon” del Gran Hotel Budapest. Wes Anderson podría haber firmado sin pestañear el genial número de baile del primer capítulo, con coreografía bollywoodiense y acompañamiento musical a cargo del “Pauvre Lola”, de Serge Gainsbourg. De acuerdo, Legion no va a recibir un premio al rigor médico por parte de ninguna asociación de psiquiatras, pero su imaginación desbordante la convierten en una de las series de las que se debería estar hablando más.
‘TABULA RASA’
Una característica alarmante de las enfermedades mentales tiene que ver con la falta de consciencia de estar sufriéndolas. ¿Qué pasa cuando no podemos estar seguros de nuestros recuerdos, y por tanto no tenemos manera de saber si nuestra percepción se ajusta a los hechos? Las amnesias le estarían pisando los talones a las psicopatías en el podio de los trastornos mentales más recurridos por los guionistas de ficción, por todas las posibilidades dramáticas que plantea. Este thriller psicológico flamenco con elementos de terror gótico se apoya en una premisa argumental similar a la de Memento, el clásico moderno de Christopher Nolan: la amnesia anterógrada, aquella en que los acontecimientos recientes no pasan a almacenarse en la memoria a largo plazo (no hay que confundirla con la memoria retrógrada, en que los sucesos acontecidos en fases negras de la historia de un país, al estilo de una dictadura, no quedan registrados tal como fueron).
Aquel a quien el sistema ha clasificado como trastornado exhibe una lucidez desafiante
El viaje de descubrimiento que debe emprender la heroína, Mie, es ante todo una exploración de su propia mente, un ejercicio de autoanálisis en el que no puede confiar en ninguno de sus presuntos aliados. Mie se encuentra internada en un sanatorio porque parece ser la última persona que vio con vida a un hombre desaparecido: Thomas De Geest (Tomás Espectro). Para encajar las piezas del rompecabezas, de manera algo culebronera aunque plenamente efectiva, el espectador viaja sin cesar del presente al pasado inmediato acompañando a Mie (espectacular Veerle Baetens, cocreadora de la serie, vista en la película belga nominada al Oscar Alabama Monroe), basculando entre dos espacios igualmente angustiosos: un centro psiquiátrico frío y carcelario y una mansión centenaria aislada en medio del bosque.
En Tabula Rasa hay trastornos mentales que generan inquietud, como esta amnesia recurrente, pero también hay personajes excéntricos pensados para despertar cierta fascinación. Uno de los compañeros en el sanatorio en el que se intenta contener el presente de Mie es Vronsky (el actor belga Peter Van den Begin, de imponente figura), un pirómano apasionado por la lectura, capaz de resolver a la brava los problemas de falta de espacio en una biblioteca… y en cualquier otra estancia. Al tomar prestado el mote del conde amante de Anna Karenina, ya nos indica los fundamentos de su formación cultural. Una vez más, aquel a quien el sistema ha clasificado como trastornado exhibe una lucidez desafiante y ayuda a la protagonista en algún recodo del laberinto en que se ha convertido su razón.
‘LA MALDICIÓN DE HILL HOUSE’
Mucho se ha escrito (y muy bien) sobre este melodrama familiar camuflado de producción de terror atmosférico, una de las series más redondas del año, innovadora en forma y en fondo, con dos capítulos centrales que merecen ser analizados en cualquier academia de creación audiovisual. Un inspirado Mike Flanagan ha tomado como punto de partida la novela homónima escrita por Shirley Jackson en 1959, piedra fundacional del género de las casas encantadas, llevada al cine en dos ocasiones bajo el título de The Haunting con suerte desigual: la primera, dirigida por Robert Wise en 1963, es una obra maestra imitada hasta la saciedad, y la segunda, a cargo de Jan de Bont en 1999, es un entretenimiento más explícito en sus lecturas metafóricas pero claramente insuficiente.
En esta serie Flanagan reinventa la trama original, añade situaciones y une a los distintos personajes relacionados con la casa maldita alrededor de un pasado común, conflictivo e irresuelto. No busca el susto fácil, sino que nos enreda gradualmente en una tela de araña tejida con los traumas pendientes de una familia en la que, no por casualidad, una de las hermanas trabaja como terapeuta infantil; psicología y parapsicología se solapan peligrosamente. El terror le debe mucho a los trastornos mentales en sus formas más diversas, desde la obsesión enfermiza de los mad doctors a las psiques retorcidas de los asesinos en serie, un elemento que también es compartido por series contemporáneas como The Alienist o Mindhunter. El mensaje de La maldición de Hill House es aún más directo, universal y pertinente: diga lo que diga Iker Jiménez, los fantasmas más aterradores se esconden en nuestro interior.
‘IN TREATMENT’
Afortunadamente, el centro psiquiátrico es el último estadio de un tratamiento. En nuestra sociedad del bienestar más o menos asegurado existen otros muchos recursos previos. In treatment nos invitó a entrar en la consulta de un psicoterapeuta, en el santuario íntimo donde se diseccionan depresiones, pánicos, fobias, obsesiones y ansiedades en un entorno relativamente confortable, de sofás mullidos, divanes fabricados con materiales predemocráticos y estanterías cargadas hasta arriba de volúmenes gruesos, quizá colocados para absorber los lamentos de aquellos pacientes del Primer Mundo que se pueden permitir costear un recurso privado previsiblemente más útil que la charla de bar con un amigo de confianza.
La ficción se ha encargado de consolidar cierta imagen arquetípica de estos profesionales de libreta y diván, de los que reciben a los clientes en un ámbito doméstico, normalmente un despacho separado de la propia realidad familiar por una sola puerta, a manera de cordón umbilical. A menudo esta visión del psicoterapeuta se ha visto distorsionada a base de tópicos poco verosímiles (en el cine, pero también en la televisión; como botón de muestra allí queda el personaje de Naomi Watts en la fallida Gypsy, por ejemplo). En In treatment, por el contrario, la sutileza con que se analizan las emociones respira autenticidad.
La ficción sobre temas psiquiátricos puede ser una buena terapia para quienes asistimos a esas sesiones desde el sofá de casa
Sería lógico pensar que la idea de entrar en uno de estos espacios como nunca antes lo habíamos hecho, ni siquiera en la consulta de Jennifer Melfi, la psicóloga de un tal Tony Soprano, hubiera surgido en los Estados Unidos, donde el sistema público de salud es una utopía en eterno debate. Pero la serie que protagonizó Gabriel Byrne entre 2008 y 2010 era la adaptación de una producción israelí, BeTipul, creada por Hagai Levi, a quien ahora tenemos dándole vueltas a la interpretación subjetiva de los devaneos amorosos en The Affair.
La idea de la original israelí y de sus diversas franquicias (además de la norteamericana, existen una docena de versiones más, para mercados como el argentino, el croata, el japonés, el ruso, el italiano, el portugués, el brasileño o el holandés) es siempre la misma. El espectador se siente testigo privilegiado de diversas sesiones de psicoterapia en supuesto tiempo real, conociendo a un paciente diferente para cada día de la semana y descubriendo, oh, sorpresa, que los viernes el paciente es el propio terapeuta (de manera que la puerta que separa consulta de domicilio queda abierta de par en par). El rigor con que está esculpido cada uno de los capítulos, tensos duelos teatrales cincelados mediante una administración sabia de la información, nos recuerda que la ficción sobre temas psiquiátricos también puede ser una buena terapia para quienes asistimos a esas sesiones desde el sofá de casa, instalados cómodamente pero no necesariamente estables desde el punto de vista psicológico.