'La Zona' y 'Dark': Ficción nuclear - Serielizados
'La Zona' y 'Dark'

Ficción nuclear

Los accidentes nucleares obligan a las comunidades a empezar de cero. Y, a menudo, hacen aflorar los instintos más bajos del ser humano.

Hubo un tiempo no muy lejano en el que la energía nuclear estuvo en el punto de mira de cineastas comprometidos, críticos con una tecnología que periódicamente ponía de manifiesto los riesgos de apostarlo todo al rojo incandescente. El cine de catástrofes ha imaginado a menudo hecatombes generadas por la explosión voluntaria de una bomba atómica, algo que la parte más o menos sensata de la humanidad se ha conjurado para evitar a poco que se le hayan quedado pegadas en la retina las imágenes de Hiroshima y Nagasaki. Y eso que décadas atrás todavía no habían sido entronizados dos pirómanos de compleja estructura, en lo capilar y en lo mental, como Donald Trump y Kim Jong-un.

Más allá de esta visión apocalíptica, la ficción nos ha enseñado también que para desencadenar el infierno no hace falta que un insensato con más autoridad de la que puede abarcar con garantías pulse el famoso botón rojo (y no, no me refiero a Homer Simpson). Hemos sido testigos en la sombra de accidentes, fallos técnicos y humanos de todo tipo que han alterado el funcionamiento regular de alguna ficticia central nuclear, desastres fortuitos de un poder destructor incalculable y unas secuelas escalofriantemente prolongadas en el tiempo. O quizá simplemente de pequeñas brechas de seguridad, inapreciables en el día a día, inquietantes a largo plazo.

En esta senda de la alerta concienciada, sin caer en el extremo del alarmismo, años antes del desastre de Chernóbil, películas como El síndrome de China (James Bridges, 1979) o Silkwood (Mike Nichols, 1983) consiguieron fusionar con éxito el cine espectáculo con el cine social (mucho menos delicados de manipular y combinar que protones y electrones). La década que iniciamos con el accidente en Fukushima del 2011 no ha sido tan pródiga en este tipo de narraciones. Dicen que la humanidad se acaba acostumbrando a todo… y quizá sea cierto.

De hecho, las dos series recientes en las que nos queremos fijar usan la amenaza nuclear como un macguffin, una excusa para hacer avanzar la acción. Todo lo aparatoso que se quiera, pero macguffin al fin y al cabo. No hay voluntad de ahondar de modo documental en el funcionamiento de una central, como tampoco las tramas de espionaje obsesionadas con encontrar un microchip no pretenden adiestrar a la audiencia para que conozcan las especificaciones técnicas de los circuitos electrónicos integrados.

Empiezan a ser la norma los capítulos de 50 minutos, para nada condicionados por la división entre bloques publicitarios y la necesidad de exprimir el horario de máxima audiencia

La zona se estrenó como uno de los platos fuertes de la nueva temporada de Movistar+, la avanzadilla de la hornada de producciones que desde esta plataforma pretende sacudir el panorama de la ficción española. Por fin empiezan a ser la norma los capítulos de 50 y pocos minutos, para nada condicionados por la división entre bloques publicitarios y la necesidad antinatural de exprimir el horario de máxima audiencia hasta las últimas consecuencias.

Esta serie de ocho episodios lleva la firma de los hermanos Sánchez-Cabezudo, Jorge y Alberto, máximos responsables de La noche de los girasoles, su única y muy recomendable incursión en el cine, así como de la serie Crematorio, que durante muchos años ha sido citada como un referente de calidad muy por encima de la media, un listón que ahora va a poder ser felizmente desafiado por proyectos ya estrenados o todavía en la carpeta de pendientes, todos ellos asociados a directores de cine de prestigio, como La peste (de Alberto Rodríguez), Gigantes (de Enrique Urbizu) y Félix (de Cesc Gay). Viendo los resultados de las primeras producciones que han llegado al dominio público, nos podemos frotar las manos.

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En la línea de los thrillers nórdicos de atmósfera cargada y bruma anímica generalizada (en este caso un nórdico peninsular, puesto que estamos en Asturias), La zona nos sitúa tres años después del grave accidente de un reactor en la central de Nogales. Esta perspectiva aporta una novedad al modo en que hemos asistido a las catástrofes nucleares anteriormente: no hay aquí alertas rojas a vida o muerte, ni el caótico retumbar de las sirenas de los servicios de emergencia, ni decisiones vitales apresuradas tomadas bajo presión en cuestión de segundos.

Por supuesto no hay héroes de una pieza capaces de dinamitar todas las reglas de la coherencia narrativa para reunir sanos y salvos a todos los miembros de su familia, pese a que nuestro Virgilio por este particular inframundo cotidiano, el inspector de policía Héctor Uría (Eduard Fernández), fue el único superviviente del primer grupo de rescate que acudió tras el accidente. En cambio, su hijo, activista ecologista implicado en las protestas contra la existencia de la central, falleció ese mismo día. Eduard Fernández no es Dwayne Johnson, ni falta que le hace. La desesperación que sienten los personajes no es fruto de la urgencia adrenalínica generada en momentos de estrés, sino que se ha cocinado a fuego lento, durante meses de costosa y costrosa cicatrización, de aclimatación resignada a una nueva realidad.

Alrededor de esta familia fracturada, se nos va presentando una comunidad que ni siquiera ha podido partir de cero, obligada a convivir con los cimientos de un pasado a medio desmoronarse, en un presente gris, de chimeneas recortadas en el horizonte y calles vacías de un pueblo fantasma, pasto de contrabandistas que se internan en la llamada zona de exclusión para localizar y vender en el mercado negro los utensilios de todo tipo abandonados por los desalojados en pleno éxodo.

Ni siquiera un accidente nuclear puede acabar con los más bajos instintos del ser humano puesto a vivir en sociedad

La primera estructura de poder que consigue perpetuarse en Neo-Nogales, en el nuevo casco urbano reconstruido unos kilómetros más allá del original por exigencias de seguridad medioambiental, tiene que ver con la delincuencia: caciques aprovechados, jueces corruptos que se dejan aprovechar, parejas de cazadores a sueldo que hermanan astures y balcánicos, clubs de alterne pensados para ser la tapadera de otras actividades… Ni siquiera un accidente nuclear puede acabar con los más bajos instintos del ser humano puesto a vivir en sociedad. No se trata de descubrir ahora que de la pérdida de unos surge el beneficio de otros. Y también la paranoia. En este retrato coral de un pueblo a la deriva no faltan las teorías conspiratorias dignas de Iker Jiménez, que van haciendo lógica mella entre los grupos de apoyo a víctimas y familiares, propagados en buena parte gracias a errores burocráticos inexcusables.

El género de catástrofes al estilo de Hollywood pretende hacernos creer que sobre los cascotes humeantes de una ciudad arrasada se pueden sentar las bases de un final feliz (por lo menos para la media docena de protagonistas de turno, incluyendo al perro y al inevitable personaje chistoso). En La zona hacer tabla rasa es una misión casi imposible, aún cuando los edificios se han mantenido incólumes. Si bien es cierto que la serie plantea una trama criminal, activada a partir de un asesinato perpetrado por motivos aparentemente antropófagos en la zona acordonada, el peso está en las miradas al vacío o en los silencios, en la falta de respuestas ante la desgracia, por encima de las persecuciones vertiginosas o las eventuales (y bien resueltas) escenas de acción.

El ritmo de cada capítulo está pensado para detenerse sin prisas en la angustia de sus personajes, algo lamentablemente difícil de imaginar hasta el momento en una televisión en abierto. Para acabar de dejar claro que el rastro de un accidente nuclear es alargado, La zona muestra en algún momento la central funcionando a medio gas, todavía temerosa de repetir errores tres años más tarde. Ante cualquier pequeño fallo en el suministro eléctrico, el personal avanza por sus pasillos como si estuviera explorando las escotillas de una nave ‘Nostromo’ que nunca hubiera despegado, un mastodonte tecnológico varado en tierra firme. Al fin y al cabo, eso es lo más espeluznante de Nogales: no es un escenario de ciencia ficción, ni tan siquiera ofrece el aspecto árido de un desierto postapocalíptico. El paisaje de la zona afectada por el accidente, su fauna y su vegetación, presentan una aparente normalidad, una exuberancia engañosa. También en este caso, la procesión va por dentro.

cueva bosque Dark Josep Maria Bunyol Serielizados

‘Dark’

El pueblo de Winden, el lugar donde transcurre Dark, la primera serie alemana producida por Netflix, está igualmente rodeado de bosques, mucho más oscuros y amenazantes, no sólo por el clima sino por la intriga en marcha, esta sí relacionada con el género fantástico. Desde allí se accede a la boca de una cueva, el portal a una maraña de pasadizos subterráneos enigmáticamente conectados a los pasillos de suelos metálicos y puertas herméticas de la central nuclear de la localidad.

Estamos en el 2019, justo un año antes de que dicha planta sea clausurada. Este es el detalle más verosímil de su planteamiento, por lo menos viniendo del país que tiene en marcha un plan para cerrar todas sus centrales antes del 2022, un calendario precipitado por Ángela Merkel tras el desastre de Fukushima. A partir de este dato más o menos ajustado a la realidad, Dark despliega un complejo e imaginativo culebrón espacio-temporal, en el mejor de los sentidos posibles, en el que la reacción química del cesio parece haber sido tan sólo un detonante. Incluso asumiendo algunos previsibles agujeros de guion, producto de las paradojas habituales en estas historias de recovecos difíciles de justificar, Dark destaca como una de las series más recomendables de la temporada.

Dark

Baran bo Odar, Jantje Friese, Eric Barmack, Quirin Berg y Justyna Muesch, equipo de ‘Dark’

No hay que hacer caso de quien la compara con Stranger things, como si la desaparición de niños en búsqueda de aventuras entre los árboles o la invocación puntual de la estética ochentera hubieran sido hallazgos patentados por los hermanos Duffer. Aunque pueda sonar a herejía seriéfila, allá donde las aventuras de Eleven y compañía se quedan en exploración efectiva pero superficial de referentes reconocibles por la audiencia, el director y guionista Baran bo Odar transciende el guiño cómplice y se atreve a levantar una mitología propia, una red de relaciones intergeneracionales que convierte la famosa revelación de Darth Vader en un juego de niños, en el que el “cuándo” es tan importante como el “cómo”.

No será por casualidad que “winden”, en alemán, significa “retorcer”. Del creador de Dark, por cierto, conviene recuperar la película del 2010 Silencio de hielo, protagonizada por Ulrich Thomsen (a quien hemos disfrutado en Banshee y ahora mismo tenemos en Counterpart). En ella, un crimen similar parece repetirse con una diferencia de 23 años, afectando a dos niñas separadas por el tiempo y unidas por la desgracia. Curiosamente, en la serie de Netflix se plantea otro patrón cíclico, en este caso de 33 años, lo que convierte el 1986, marcado por el accidente de Chernóbil, en uno de los momentos clave.

El maratón es la mejor manera de seguir orientado en ‘Dark’; parque de atracciones para el amante de las estructuras de guion que precisan de diagramas y debates posteriores

Los más intransigentes con la serie le reprochan la confusa ramificación de su dramatis personae, lo fácil que puede ser que el bosque no nos deje ver el árbol (el genealógico). Quizás es más conveniente que nunca el visionado fluido de sus diez primeros capítulos, esto que algunos llaman binge-watching y que los más recalcitrantes defensores de nuestro pasado lingüístico insistimos en llamar maratón. Puede ser la mejor manera de seguir orientado en todo momento en este juego de espejos, estimulante parque de atracciones para cualquier amante de las estructuras de guión que precisan de diagramas y debates posteriores.

Otra cosa será el trabajo de recapitulación necesario para reconectar con la segunda temporada, ya anunciada, cuando se estrene. Aún así, resulta mucho más fácil perderse en la frondosidad de personajes y situaciones de Cien años de soledad, de Gabriel Garcia Márquez, por poner un ejemplo. Y eso que en Macondo no instalaron jamás ninguna central nuclear.

Ya sea en Springfield, en Nogales o en Winden (Vandellós, Ascó, Trillo o Garoña serían materia de otro análisis más riguroso), la presencia muda de las icónicas chimeneas cónicas se convierte en un telón de fondo, en el símbolo inesperado de su perfil terrestre y aéreo, a la manera de las dos cumbres que dan nombre a Twin Peaks, inalcanzables en la distancia, expectantes cual aves rapaces. Tanto en La zona como en Dark, la energía nuclear, siempre bajo sospecha, es una coartada argumental. Poco más tienen en común. Eso sí, en ambas series, cada una a su manera, el punto de fuga, el lugar donde relajar tensiones y poder aplicar un bálsamo de esperanza, se llama futuro. Que ni siquiera Trump y Kim Jong-un nos quiten las ganas de caminar hacia él con entusiasmo.

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