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Homeland estaba destinada a ser la serie de intriga política más importante de la segunda década del siglo veintiuno. Solo dependía de un final que pudiera poner el broche de oro a un poderoso principio, un desarrollo irregular pero siempre de buena factura y un mundo que pudiera brindarle los guiños proporcionales a un guion que siempre parecía ir cotejando lo que ocurría en el planeta y anticipando algunos de sus movimientos.
Los elementos en la fórmula se mezclaron, temporada a temporada, con un particular equilibrio. Los desajustes, cuando aparecían, se conectaban con la dimensión psicológica de su protagonista, la agente Carrie Mathison, siempre al límite y enfocada hasta la angustia y la obsesión con la defensa de un mundo mejor. En ese vértigo, se acercaba muchas veces a la subida de presión que había establecido Jack Bauer en sus misiones de una década atrás en la no menos peculiar 24. Sin embargo, como la mayoría hoy sabe, Homeland surgía con una convicción menos quijotesca y con una agente, aunque a encontronazos con su salud mental, también menos familiar.
Como en toda aventura televisiva de nuestra época, es habitual que lleguemos a cada temporada con los recordatorios de ciertos detalles que habían pasado a ser menores en el desarrollo de temporadas anteriores. En Homeland es ineludible el recuerdo de Nicholas Brody y el modo en el que afecta a la vida de Carrie. También lo es la relación, de sinigual confianza, entre la agente y su padrino, el maestro de espías Saul Berenson. Pero, además de esta condición que soporta los modos de actuar de Carrie y las repercusiones morales de sus actos, los espectadores somos continuamente llevados a recordar que al mundo lo condenan los capítulos sin resolver de un pasado que palpita en cada decisión política y en la corriente de discursos, credos, ideologías, dogmas, intereses creados y acuerdos y pactos internacionales que determinan hacia dónde van las sociedades.
Recuerdo que cuando comenzó la octava y última temporada de la serie y me disponía a verla, le preguntaba a una amiga con la que Homeland es un terreno en común que si había notado cómo la serie se conectaba proféticamente con lo que estaba pasando en el mundo. Y mi amiga, que no había empezado aún a verla, me decía: «¡No me digas que Homeland es ahora sobre un virus!». Bueno, esa profecía no estaba del todo en los planes narrativos de los guionistas al comenzar su despliegue creativo, pero, ¿qué tal que lo hubieran pensado, en esa dimensión casi de espejo del mundo, tal y como lo hicieron con varios de los entramados de la historia en sus temporadas anteriores? Hubiera sido la verdadera cereza del pastel y, Homeland, seguro, pasaba a la historia como la serie que mejor se había anticipado a nuestro tiempo.
Y aunque eso no fue lo que pasó, lo cierto es que sí lograron conectarse con la actualidad de los diálogos con los talibanes y la intriga rusa que, como cosa rara, parece tener siempre una mano en los calentados de la sartén.
La octava temporada reconsidera la posición de Haqqani y lo hace salir de sus escondites para dejarlo ver como un líder más cercano a la experiencia religiosa
Durante varias fechas del 2019 teníamos las noticias de que el gobierno de los Estados Unidos iniciaba una nueve serie de diálogos con los talibanes afganos. Para esas fechas, y mucho antes, Homeland iba ya con toda su agenda de trabajo dispuesta y hasta terminada para lo que sería la octava entrega en este 2020. En esas líneas, en la intriga de unas conversaciones marcadas por muchas sombras, se dramatizaría la historia. Reaparecían, entonces, personajes que habían sido enemigos en temporadas anteriores y que tenían ahora los rasgos de quienes buscan la paz.
Entre ellos, Haissam Haqqani, uno de líderes talibanes más crueles, con una mirada que representaba el dogma y el odio por parejo para una sociedad a la que le había jurado toda su violencia, los Estados Unidos. Haqqani era una de las aristas narrativas que andaba sin resolverse desde hacía varias temporadas y, aunque diezmado su poder, todavía podía arreglárselas para enfrentar a sus enemigos y a los traidores que surgían entre sus seguidores.
La octava temporada, en esa condición de emparejarse con lo que pasa «en realidad» en los diálogos entre norteamericanos y talibanes, reconsidera la posición de Haqqani y lo hace salir de sus escondites para dejarlo ver como un líder más cercano a la experiencia religiosa y con rasgos, a la vez, mucho menos macabros.
Berenson, al verlo, parece redescubrir a un viejo amigo y se acerca a él como un hombre que entra a la recta final de sus días con el ánimo dispuesto a echar tierra a las infamias cometidas. Lo que importa ahora es el cese de los actos de violencia, la posibilidad de convivir en paz. Sin embargo, si ese objetivo fuera sencillo, pues el mundo sí parecería una verdadera ficción y Homeland quedaría, así, en un marco difuso en el que sus personajes vendrían del mismo averno.
Pero Berenson no es el alma de Homeland, rol asignado a la siempre atrevida y capciosa Carrie Mathison. A ella -en un giro igualmente muy cercano al de Jack Bauer en 24, cuando el personaje quedó reducido en manos de los chinos, o al del mismo Nicholas Brody al regresar de su cautiverio en Siria- la vemos confundida y al límite de la locura tras la reclusión en los pabellones rusos. Sin sus medicinas, la inteligente Carrie es solo una rubia perdida en la carretera. Berenson correrá los riesgos trasladando a su protegida del psiquiátrico en el que se encontraba en custodia y recuperación hacia Kabul, Afganistán, pues necesita allí alguien en quien confiar… Aunque nadie confía en Carrie, parece que ni siquiera ella misma.
La situación de la súper agente es ahora altamente irreverente. Hay momentos en los que hasta los espectadores llegamos a desconfiar de su buen juicio y la vemos solo como un delirio que camina. Este ha sido uno de los guiños más impactantes para activar en nosotros la idea de que la historia de Homeland debe terminar. Solo faltaba que se sumara a las cuentas la reaparición de torpes presidentes y burócratas que, ante cualquier desengaño, montaban de nuevo la de Troya y desasistían los complejos diálogos de paz.
‘Homeland’ se va por lo sano y sencillamente expone que lo rusos intervienen hasta en lo que no les conviene
La trama rusa, de ese modo, muestra su fuerza y el juego de fichas que se plantea empieza a mostrar sus contendores. ¿Cual ha sido el papel de los soviéticos en la aparición de los talibanes?, ¿qué ha tenido que ver el Kremlin con lo que se cocina entre Afganistán, Pakistán y las diversas facciones de los fundamentalismos de esas amplias regiones? Homeland se va por lo sano y sencillamente expone que lo rusos intervienen hasta en lo que no les conviene. Hay satisfacción también en aprender a perder. Es ahí donde reaparece la figura de la sombra, un fantasma al que habíamos visto cruzar paredes en la temporada anterior para torpedear la presidencia de Elizabeth Keane, Yevgeny Gromov.
El verdugo se ha convertido en el aliado que Carrie necesitaba cuando su círculo parecía reducirse a un Berenson cada vez más limitado en su padrinazgo. Gromov une a su particular encanto de sujeto retorcido el de un dulce espía que, en el juego, sabe arreglárselas para creer que Carrie puede estar de su lado. Y ella, en la clásica fórmula de la sensualidad y el deseo, parece que ha logrado granjearse a un hombre que, más que un admirador, estaría dispuesto a resolver algunos de los asuntos pendientes en la vida de Carrie.
El inédito triángulo «amoroso» entre el mentor, el verdugo y la volátil Carrie se convierte en el hilo delgado por el cual se extendió el horizonte de la trama política internacional. En ese despliegue reaparece una antigua espía que enaltece aún más el pasado de Berenson y resucita la clásica contienda ruso estadounidense en el panorama de lo que ocurre hoy. Esa analepsis es de las pocas que ejecuta la narrativa de Homeland en toda su estructura para determinar que el pasado no está simplemente superado.
Hacía mucho, en las primeras temporadas de la serie, llegábamos a observar a Nicholas Brody reviviendo su tormentoso cautiverio y la definición de su forma de ser a partir de lo que significó conocer las entrañas mismas de la guerra. Ahora, cerrando la historia, son Berenson y Carrie Mathison los que deben padecer ese reencuentro con sus historias para enfrentar la posibilidad de un desenlace que reivindique su verdadero conocimiento del juego de los espías.
Más que un final, Homeland se conduce hacia un nuevo capítulo de espionaje tipo vieja escuela que se produce en las narices de todos, con libros a la vista, libreros que hallan viejas ediciones de sus libros favoritos con adendas novedosas y conciertos de música norteamericana en bellos teatros rusos. Un cierre muy satisfactorio, con guiños a la historia y a la inteligencia. Ese buen sabor de boca que es tan difícil de lograr, enseña mucho de lo que son las grandes historias recientes. Como ocurrió con el Vic Mackey de The Shield, el héroe coquetea con su nueva vida. Como ocurre con Carrie Mathison en Homeland, la heroína pasa a la inmortalidad en una sala de teatro.