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El ángel Aziraphale y el demonio Crowley en su paso por el Globe Theatre de Shakespeare.
Si existiera algo parecido al Armagedón literario, podríamos acordar que ese momento se dio a inicios de los 90, cuando dos de las mentes más gamberras del género fantástico unieron sus fuerzas para crear Good Omens, la novela que imaginaba un apocalipsis delirante, un Anticristo reticente y la complicidad anti natura entre un ángel y un demonio para evitar el fin de un mundo en el que, a fin de cuentas, no se vive tan mal. A un lado, Terry Pratchett, el venerado (y ahora añorado) creador de las novelas paródicas del Mundodisco, reverso ebrio de la solemne Tierra Media imaginada por Tolkien, probablemente el único lugar donde los tierraplanistas tendrían algo de razón. Al otro, Neil Gaiman, prolífico autor de cómics como The Sandman y novelas fantásticas que hurgan en mitologías más o menos cercanas a nuestros tiempos descreídos, con una legión de fans no menos numerosa.
Durante veinte años ambos talentos se plantearon adaptar su criatura en común en forma de largometraje. Por el camino quedó el empeño de Terry Gilliam de dirigir esta historia para el cine, con Robin Williams en el papel del ángel Aziraphale y Johnny Depp como el demonio Crowley. Gilliam debía haber detectado elementos propios de la filosofía Monty Python en esta sátira religiosa que apunta con bala en diversas direcciones. No sería extraño imaginar un Ministerio de Andares Estúpidos en el cielo absurdamente burocrático imaginado por Gaiman y Pratchett. Pero esta empresa quedó en el tintero tras los atentados del 11 de septiembre del 2001, que aconsejaron aparcar cualquier apocalipsis, por humorística que fuera, contribuyendo de paso a alimentar la leyenda del Gilliam más quimérico.
Tendrían que pasar casi veinte años más, el tiempo necesario para que las tendencias de consumo audiovisual aconsejaran convertir la novela en serie, justo a inicios de esta misma década que a lo tonto a lo tonto ya va camino de terminarse. Por si no hubiera suficiente épica ultraterrenal en la génesis del proyecto, Terry Pratchett murió en 2015 y Gaiman consideró que tirar adelante Good Omens sería una falta de respeto. No contaba con la aquiescencia previsora de Pratchett, que antes de irse a comprobar la veracidad de sus desvaríos cómicos sobre el Cielo y el Infierno dejó escrita una carta, un mensaje casi entre dos mundos, animando a quien había sido su cómplice a culminar el trabajo emprendido con tal de hacer llegar al gran público esos buenos presagios. No me negaréis que a la escena sólo le falta transformar la carta en un holograma para encajar en una trama de estos dos demiurgos del fantástico.
El caso es que Gaiman atendió la demanda póstuma de su colega, aprovechando la alianza estratégica con Amazon Prime que ya ha estado dando sus frutos en la adaptación de una de sus muchas novelas escritas en solitario, otro tipo de batalla sobrehumana de tonos bastante más sombríos. Con pocas semanas de diferencia la plataforma de vídeo que en sus ratos libres también se dedica a la paquetería ha estrenado la segunda temporada de American Gods, salvable por la presencia del poderoso Ian McShane, y la miniserie de seis episodios Good Omens, que bien se hubiera podido titular British Angels, con aquel buen empaque de las coproducciones con el sello de la BBC y un reparto estelar, que en buena medida podría ocupar una galería de retratos de la British Gallery.
De entrada, han conseguido que un antiguo Doctor Who se metamorfosee en la serpiente tentadora del Jardín del Edén, si bien es cierto que desde sus tiempos en la TARDIS a David Tennant nos hemos acostumbrado a verle en registros muy diferentes, los que van de Broadchurch a Jessica Jones. Su expresión cínica y suspicaz hace de él un demonio tan carismático como poco militante, un ser alado que se unió a la rebelión de los ángeles caídos en desgracia porque no tenía nada mejor que hacer. Y si hay un actor británico de rostro empático y jovial, capaz de hacer creíble su aura angelical incluso pese a haber dado vida a Tony Blair en The Queen, ese es Michael Sheen, protagonista de Masters of sex, otra de esas series recomendables que con los años ha quedado algo sepultada por el alud constante de novedades.
Compartir la historia de la humanidad durante varios milenios ha reforzado los lazos entre Crowley y Aziraphale, dos seres en principio condenados a no entenderse. La química entre estas dos bestias escénicas, entre un demonio con andares de rockero maldito y un ángel con las maneras refinadas de un librero solícito, es suficiente para sostener los seis episodios, esculpidos a golpe de diálogo ocurrente. La alianza forjada entre ambos para evitar el fin del mundo arrasador impulsado por sus superiores se sustenta paradójicamente en su profunda humanidad, en el deseo de poder seguir escuchando la música de Queen (las modas llegan hasta el inframundo, por lo visto) o seguir degustando las mejores ostras con un buen vino. Al final, el Apocalipsis no compensa.
En media hora gloriosa, sitúan ambos personajes en la construcción del Arca de Noé, en la crucifixión de Jesucristo, durante un ensayo de Shakespeare y en plena Revolución Francesa
Parece mentira que Tennant y Sheen no hubieran coincidido anteriormente, pues su conexión es inmediata. Consiguen que cualquier digresión sobre su pasado en común no nos haga añorar la trama principal en absoluto, en especial una media hora gloriosa al inicio del tercer episodio que los sitúa en la construcción del Arca de Noé, asistiendo a la crucifixión de Jesucristo, durante un ensayo de William Shakespeare en el Globe Theatre o en plena Revolución Francesa. Pero es que además, por este Apocalipsis regado con té y pastas se pasean los rostros más que reconocibles de Jon Hamm, quien presta sus maneras distantes de Don Draper a un arcángel Gabriel de tintes cruelmente funcionariales, Miranda Richardson, inesperada médium desmesurada, Michael McKean, actor de larga trayectoria recordado ahora como hermano de Saul Goodman en Better call Saul, o uno de los patricios del gremio, el gran Derek Jacobi, en una genial aparición digna de un holograma en el papel de Metatron, portavoz oficioso de Dios. Un Dios que, por cierto, narra este enredo de proporciones bíblicas a través de la voz de la gran Frances McDormand, actriz que sería la primera en rechazar con un desplante irónico cualquier insinuación de cualidades divinas asociadas a su persona. Si le añades que el atronador rugido de Satán es el de Benedict Cumberbatch (el mismo de quien Aziraphale asegura que haberlo vuelto sexy ha sido sin duda un milagro) nos encontramos ante uno de los repartos más atractivos de la televisión reciente.
En tiempos de dogmas irreconciliables, de intolerancia supina apoyada en la afirmación del propio credo, Good Omens insufla aires de sátira a la mejor respuesta posible. En ese cielo ubicado en un rascacielos de gran corporación multinacional, o en ese infierno ambientado como las cloacas del estado, nos reconocemos todavía más humanos e imperfectos, y lo hacemos además con una sonrisa. Entendemos que aferrarse demasiado a una creencia, a la que sea, acaba resultando absurdo, y que el bien y el mal son dos grupos de teatro amateur empantanados en una función de final de curso de cara a la galería. Aunque no todo el mundo lo vea así. Una organización cristiana norteamericana consiguió reunir más de 20.000 firmas pidiendo la cancelación de la serie: no son tantas como las que exigían cambiar el final de otra producción de éxito, pero no está nada mal. De algo tiene que servir esto de vivir en la era del «change-punto-orguismo», ni que sea para hacer el ridículo.
A los católicos en cuestión les ofendía la manera en que Good Omens pretendía describir el supuesto enfrentamiento entre el bien y el mal, visto casi como una OPA hostil de unos sobre otros. Incluso puede que más de uno, quizás sin haberse dignado a mirar un solo capítulo, estuviera requeteofendido porque la voz de Dios fuera femenina (otro gallo nos cantaría si la hubiéramos escuchado así más a menudo). Lástima que este grupo de moralidad intachable se equivocara al hacer llegar su petición a Netflix en lugar de Amazon. Será que estar suscrito a más de una plataforma es pecado venial…
Dejando necesariamente de lado los integrismos de todo cuño por una cuestión de pura higiene mental, Good Omens ha resultado ser un estupendo culebrón metafísico, de un humor en la frontera entre la imperturbabilidad británica y el despropósito punk, un vodevil apocalíptico en el que la confusión de puertas puede llevar al Anticristo a criarse en la idílica campiña inglesa y no, como estaba escrito, en la residencia del embajador americano (dónde, si no). Las tramas secundarias que pueblan este universo al borde de la extinción no son más que un aliño, un complemento a la relación entre los dos personajes principales.
La complicidad de Crowley y Aziraphale y sus enredos con los consejos de administración de los mundos respectivos son tan potentes por sí mismos que los estaríamos escuchando todo el día; en más de una ocasión nos hacen lamentar tener que dejarles temporalmente atrás para echar una ojeada a lo que se llevan entre manos la descendiente de la bruja profeta, el sargento del mermado ejército de cazadores de brujas o la pandilla del hijo de Satán, inmersos en situaciones que en condiciones normales (y en otras series) mantendrían igualmente nuestro interés. Sea como sea, los buenos presagios se han hecho realidad. Allí donde esté, sin necesidad de mandar más mensajes, Terry Pratchett puede estar tranquilo.