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El primer episodio de El Caso Alcàsser acaba con las notas de «El Límite», himno de finales de los ochenta popularizado por, no podía ser de otra forma, un grupo llamado La Frontera. Esta acumulación de zonas límite tiene todo el sentido del mundo ya en los primeros compases del documental de seis capítulos dirigido por Elías León Siminiani porque la serie, como ya se ha mencionado en otros sitios, oculta bajo su pátina de objetividad una visión muy específica y subjetiva del caso, consistente en la exploración sistemática de sus espacios fronterizos.
El Caso Alcàsser, en su aparentemente ordenada construcción, es una tesis sobre el límite: el que separa el amor paternal de la obsesión, gracias a la exploración de la figura de Fernando García, padre de una de las niñas asesinadas; el que separa el legítimo interés público, tras una desaparición, de las estrategias demenciales de la telebasura; el que cada uno de los espectadores decida formarse en su cabeza, entre asumir la versión oficial de los hechos (las tres niñas fueron asesinadas por, al menos, dos hombres que actuaron por cuenta propia) o lanzarse a la espiral de teorías conspiranoicas que inundan la red a poco que uno busque (en ellas, poderosos hombres de negocios, fiestas satánicas y la curia vaticana van de la mano).
Es esta estrategia consistente en deambular alrededor de los límites (e incluso desdibujar las barreras entre los espacios mencionados en el párrafo anterior), lo que hace tan atractivo en sus primeros compases El Caso Alcàsser. El secuestro y asesinato de Míriam, Toñi y Desirée fueron y siguen siendo, para la psique colectiva española, un relato de fronteras entre lo que se puede ver y lo que no, entre la culpa colectiva y el asco ante los hechos sucedidos, entre un país que recién abandonaba la Transición para incorporarse de pleno derecho a la Europa del siglo XXI.
Porque el crimen de Alcàsser no es una sola cosa: son innumerables significantes, infinitas líneas que atraviesan un hecho objetivo hasta desmenuzarlo en un juego de perspectivas. Intentar explicar el impacto sociológico de Alcàsser desde una sola de ellas es imposible, porque entonces perderíamos la big picture: Alcàsser es a la vez un relato prescriptivo construido mediáticamente para mantener a las mujeres en su sitio (como bien señala Nerea Barjola en el imprescindible Microfísica sexista del poder), un brutal asesinato sin explicación, una mina para el satanic panic, un posible terreno de la lucha de clases en el que tres adolescentes de pueblo son secuestradas por poderes invisibles de las altas esferas…
Siminiani busca ganarse nuestra confianza cuando contrapone su estrategia a los mecanismos que la telebasura desplegó en su momento
Lo que queremos decir, básicamente, es que destilar el verdadero impacto del caso en una pieza documental es una tarea ciclópea, de la que El Caso Alcàsser sale en su mayor parte airoso al organizar su metraje en torno a una estructura ascendente, de lo concreto a lo colectivo, que le permite tratar muchos de los temas mencionados anteriormente. Primero, el hecho real, narrado con precisión quirúrgica y todo lujo de mapas, elementos gráficos y transiciones enormemente efectivas; mediante un relato sobrio y mesurado, Siminiani busca ya ganarse nuestra confianza y lo consigue sobre todo cuando continúa contraponiendo su estrategia a los mecanismos que la telebasura desplegó en su momento. Este es el segundo nivel: la crítica a los medios, a la espectacularización fantasmática que, volviendo a las tesis de Barjola, desplegó un simulacro sobre el hecho real.
Posteriormente, El Caso Alcàsser se convierte en lo que podríamos llamar un cuento moral, en el que los buenos (la versión oficial y los periodistas que la apoyan) y los malos (Fernando García o el vampírico Juan Ignacio Blanco) quedan claramente diferenciados. Como apuntábamos antes, gracias a personajes como García o Blanco el documental continúa rondando en torno al límite entre la bondad desinteresada y el egoísmo, a la vez que apuntala la eminencia de la versión oficial y desecha las líneas de investigación conspiranoicas.
En sus últimos diez minutos, el documental se lanza a un análisis de género (que tanto debe a las tesis de Barjola) sin solución de continuidad, que aparece sin venir mucho a cuento pero que ayuda a replantearse todo lo visto hasta el momento: la apropiación del relato por parte de voces masculinas, la figura del padre (hombre) heroico en contraposición a las madres que se quedan guardando la casa, la asociación de periodistas como Blanco con programas tan machistas como Esta noche cruzamos el Mississippi… Es un movimiento inteligente que cierra apelando al análisis feminista de los hechos, tantos años ignorado, y que abre una puerta a resignificar lo ocurrido no como hecho aislado sino como eficaz sistema de control generado por el patriarcado.
El giro feminista, un añadido
Como decíamos, el tránsito de El Caso Alcàsser por todas estas zonas fronterizas funciona como un tiro, pero siempre cabe preguntarse si el argumento de autoridad de Netflix ha impedido que en muchos análisis se cuestionasen algunas de sus decisiones. Como hemos visto, la «objetividad» es imposible, y pretenderla de un documental que trata un hecho con tantas aristas es absurdo. El Caso Alcàsser elige centrarse en una determinada serie de perspectivas de análisis y lo hace también en un determinado orden: ¿por qué dejar la feminista, si aparentemente es la más importante, para los últimos compases?
Apelando a la emoción más descarnada (porque eso, y no otra cosa, es el montaje final con las mujeres asesinadas por violencia de género) en vez de a herramientas de análisis más complejas apoyadas en varias expertas, puede que se cultive cierta rabia superficial, pero el giro feminista aparece más como un añadido que como la espina dorsal del documental. Al final, El Caso Alcàsser, un documental sobre los límites, parece considerar inconscientemente el análisis feminista de los hechos precisamente como eso: como un territorio adscrito al caso y no como la pieza clave. Como, claro está, la última frontera.