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Hace unas semanas circulaba por las redes una imagen de la cartelera de un cine y la pregunta surgía sola. ¿Era una fotografía actual o un recuerdo de los 90? La respuesta, al alcance de cualquiera que consulte la oferta cinematográfica de su ciudad, era la primera. La pantalla grande parece haberse detenido en el tiempo y todo lo que viene desde el otro lado del charco es una nueva entrega de una saga, un reboot de un largometraje archiconocido o, lo que nos faltaba, la versión con personajes reales de una película de Disney que pudimos ver hace años. El lema de Hollywood en pleno siglo XXI parece ser «si usted lo disfrutó en los 90, vuelva a vivirlo ahora».
Esta comodidad creativa, que en realidad está más vinculada con la economía que con la imaginación, me hace sentir cierta nostalgia por el tiempo pasado. Pero no esa nostalgia que te sitúa ante un dulce recuerdo, te retrotrae a la juventud y te hace añorar las cintas de casete, los teléfonos fijos y la Súper Pop. Es la nostalgia que te hace pensar en los buenos tiempos en los que llegaban al cine de tu barrio películas que te sorprendían, te emocionaban y te hacían engullir cubos de palomitas mientras te reías junto a tus compañeros de butaca. Historias originales, arriesgadas, que no trataban al espectador como a un ser incapaz de avanzar en su vida y procesar nuevas emociones, sino como una criatura a la que había que respetar porque se había gastado su dinero y su tiempo para ver algo auténtico, creíble y que mereciese la pena.
La fiebre por revivir emociones pasadas no ha llegado aún a la televisión. O al menos no de una manera tan apabullante, porque ahí están Día a Día o Historias de San Francisco, entre otras. Sin embargo, la pequeña pantalla tampoco da muestras de querer evolucionar demasiado en lo que a sus propuestas se refiere. Y si bien no vive de recuperar viejas glorias, parece empeñada en estirar sus éxitos, de nuevo, por razones económicas.
Stranger Things, Por 13 razones, El cuento de la criada o incluso Big Little Lies (que Meryl me perdone), tuvieron mucho éxito en sus primeras entregas. La audiencia se enamoró de sus propuestas, las consumió con avidez, las disfrutó y las comentó. Algunas de ellas incluso sirvieron para que sus respectivas cadenas recogiesen premios, otras pusieron temas muy relevantes sobre la mesa y hubo quien pudo colgarse la etiqueta de «fenómeno mundial». Buenas noticias para una industria, la de la televisión, que todavía es vista con recelo por puristas, escritores clasistas y editores de medios que continúan agarrándose al mantra de «la caja tonta» para tratar con desprecio todo lo que concierne a la pequeña pantalla.
Sin embargo, la codicia ha vuelto a ganar, y los aficionados a las ficciones serializadas estamos tan atrapados en el tiempo como los aficionados al cine. Lejos de conformarse con el éxito y apostar, como lo hicieron inicialmente, por nuevas creaciones que sirvan para revitalizar y engrandecer su catálogo, prefieren seguir explotando los éxitos conocidos para darle a sus suscriptores una razón (nostálgica) por la que volver a ponerse frente a la pantalla. Y ahora mismo son pocos los que no creen que, tal vez, las ficciones señaladas deberían haberse quedado en su primera temporada.
Si el menú se extiende en el tiempo sin una necesidad narrativamente relevante, acabas odiándolo y olvidando los placeres que te proporcionó un día
Lejos de distinguirse como una forma diferente de hacer televisión, las plataformas de streaming y compañías similares han seguido el mismo camino de los canales convencionales y se han agarrado a ese mantra cobarde que dice que «si algo funciona, para qué cambiarlo». Hay muchas razones para tirar por tierra esta justificación más vieja que el hilo negro, pero tal vez la principal sea que el espectador también se aburre de comer todos los días lo mismo. Y si el menú se extiende en el tiempo sin una necesidad narrativamente relevante, acabas odiándolo y olvidando los placeres que te proporcionó un día. Para el dueño del negocio es más fácil recurrir a un producto que ha funcionado porque el cliente ya lo conoce. Para el cliente no tanto.
Netflix no ha tardado demasiado en presumir las buenas audiencias que, según su propias métricas, ha tenido la tercera temporada de Stranger Things. Lo que no ha tenido tanta relevancia es que son pocos los que han disfrutado, como antaño, con las aventuras de los jóvenes de Hawkins y que lo más destacable de la producción es el enorme trabajo de marketing que esconden cada una de sus secuencias. Cada uno cuenta la historia como le conviene, y 40 millones de cuentas visualizando en una semana una tercera entrega es digno de ocupar un titular, claro. Lo que no parece serlo tanto es la desazón con la que los espectadores terminan el visionado, preguntándose si realmente era necesario estirar el chicle un poco más. Y eso con otra temporada confirmada por delante.
Admito que debe ser difícil para cualquier ser humano reconocer que el éxito es mejor dejarlo como está, y no conviene aprovecharse de él, porque algún día te estallará en la cara. La hazaña se complica si además quienes toman esa decisión son directivos de una compañía audiovisual, los verdaderos titiriteros de un espectáculo en el que su avaro pulgar vale más que cualquier crítica realizada desde los medios especializados, siempre vistos como el enemigo a combatir. El problema está cuando, por mucho que aumentes tu presupuesto para creaciones propias y por mucho que des cabida a ficciones que no se emitirían en otra compañía (a veces justificadamente), la audiencia termina viendo en ti una propuesta que abusa de rellenos, lugares comunes y fórmulas agotadas que deberían haber dicho adiós hace tiempo.
De poco sirve tener las arcas llenas, presumir de la longevidad de una serie, o de su momentáneo éxito, si todo lo que queda después es la amarga sensación de que lo nuevo no es mejor que aquello que se ganó el aplauso del público por primera vez. «Los hombres que tratan de hacer algo y fracasan son categóricamente mejores que aquellos que tratan de no hacer nada y tienen éxito», decía el pastor protestante Martyn Lloyd-Jones. Qué felices seríamos los aficionados al cine y la televisión si en el angelino monte Lee, debajo de las archiconocidas letras de Hollywood, alguien esculpiese esta frase y los estudios se la tomasen tan en serio como los visionados compulsivos, los trending topics y las cifras de audiencia.