Comparte

El manga Doraemon, en el que años más tarde se basaría el mítico anime que todos disfrutamos en nuestra infancia, fue publicado por primera vez en el año 1969. Su autor, Fujiko Fujio. Un nombre tramposo, puesto que se trata de un seudónimo tras el que se esconden dos dibujantes: Hiroshi Fujimoto y Motto Abiko. Esta anécdota fue la chispa que prendió la mecha de mi obsesión con el doble rostro de las cosas y los mensajes ocultos bajo la superficie. Corrí a escuchar el opening de la serie animada y hallé aquello que quería hallar, una historia lúgubre bajo el manto cándido de una melodía y una letra en apariencia inofensivas. Dejadme contextualizar mi epifanía antes de adentrarme en lo más hondo de la locura.
Cinco años antes de la publicación del manga de Doraemon, en 1964, se celebran los primeros Juegos Olímpicos de Tokio. Los segundos deberían haber sido en 2020, aunque ese es otro cuento. Ahora nos vamos hasta 1968, cuatro años después de la contienda olímpica y uno antes del nacimiento de Doraemon. Quizás en un bar perdido en el barrio de Roppongi, levitando entre el humo de demasiados cigarros, dos jóvenes dibujantes, Fujimoto y Abiko, conocen a una sombra de hombre que los invita a más sake del que podrían beber en seiscientas noches. Su nombre es Fujiko Fujio y dice ser el deportista que avergonzó a un país entero. Entre balbuceos les cuenta su historia. Un lustro más tarde, cuando se emita el primer capítulo de Doraemon, los autores del manga original exigirán que, a modo de homenaje, la desgraciada biografía de Fujiko Fujio se inyecte de forma velada en la canción que introduce las aventuras del gato cósmico y Nobita.
Y, ahora sí, sumerjámonos en la desdicha de Fujiko Fujio, invención de quien os habla, o no.
Ojalá mis sueños se hicieran realidad…
El halterófilo Fujiko Fujio era el gran favorito para llevarse el oro en la categoría de menos de 56 kilos en los Juegos Olímpicos de Tokio aquel verano de 1964. Sus conciudadanos se relamían con el triunfo mucho antes de que la llama olímpica ardiera en el pebetero del Estadio Nacional. Fujiko Fujio llevaba años preparándose a conciencia para ello, acumulando músculos imposibles por toda la geografía de su cuerpo y soñando con la presea dorada colgando del cuello mientras la nación entera coreaba su nombre. En su imaginario, ya era un héroe.
… se hicieran realidad porque tengo un montón.
Mucho se habló de por qué la fallaron las fuerzas a Fujiko Fujio en el momento clave. Presión, quizás. Arrogancia, dijeron otros. Nadie lo supo jamás con certeza. Con todos los ojos de Japón sobre él, falló, esa era la única verdad inamovible. El soviético Vakhonin ganó el oro. La medalla de plata fue una humillación suprema para Fujiko Fujio, repudiado ipso facto por una sociedad que hasta entonces lo había considerado su hijo pródigo. Asfixiado por el fracaso, tuvo que llegar Doraemon para enseñarle a camuflar –que no erradicar– el sempiterno abatimiento que desde el verano del 64 anidaba en sus adentros.
Doraemon puede hacer que se cumplan todos…
Doraemon Ishinoseki, camello de baja estofa conectado con la yakuza a través de su cuñado, el abogado de alguno de los miembros de menor jerarquía de la organización criminal en los suburbios tokiotas. Era a través del cuñado que los hombres-tatuaje hacían llegar la mercancía a Ishinoseki, fácilmente identificable en los arrabales de la capital nipona gracias al mono tejano de color azul que vestía siempre. En el bolsillo delantero de aquel mono tejano, Ishinoseki guardaba el dulce veneno a la espera de los clientes y su ansia.
Con su bolsillo mágico…
El bolsillo mágico de Doraemon Ishinoseki, como hemos dicho, no era más que un almacén ambulante de metanfetaminas y opiáceos. Fue el propio Ishinoseki quien una tarde de otoño, en las profundidades de un Tokio donde nadie se acordaba del Monte Fuji, halló a Fujiko Fujio tirado en una esquina, murmurando plegarias autocompasivas. Reconoció al halterófilo, hijo primogénito del fracaso, y le ofreció adentrarse en el maravilloso mundo de sueños cumplidos que aguardaba en su bolsillo mágico. Fujiko Fujio, mirada de ceniza, aceptó la propuesta.
… mis sueños se harán realidad.
Y los sueños de Fujiko Fujio se hicieron realidad. Daba igual que estuviera en una cuarto de paredes revestidas con tres capas de mugre, sin ventanas y seis muertos vivientes alrededor intentando recordar cómo se respira, la substancia que preñaba el bolsillo mágico de Ishinoseki devolvió a Fujiko Fujio por unos extáticos minutos a los Juegos Olímpicos de 1964; esta vez, sin embargo, se llevaba el metal dorado tras una demostración de fuerza sin parangón. Un enjambre sísmico recorría el espinazo de Japón para celebrar su gesta, un aplauso telúrico dedicado al más honorable de los vástagos de la isla. Sonrisa victoriosa en el rostro de Fujiko Fujio, el séptimo muerto viviente de la sala sin ventanas. Cuando los efectos se diluyeron y volvió al mundo de la derrota, Fujiko Fujio miró a Ishinoseki y solo acertó a decir: más.
Quisiera poder volar por el cielo azul…
Cuánto más tomaba, más elaboradas eran las alucinaciones de éxito de Fujiko Fujio. La adicción exigía una dedicación tan exclusiva como la que otrora había requerido su carrera atlética. La única diferencia es que ahora ganar era mucho más fácil: bastaba con la brujería del bolsillo mágico de Doraemon Ishinoseki y no había más rivales que la eventual escasez de yenes. «¿Esto me va a hacer volar?», le preguntaba siempre al camello del mono tejano antes de pagar la siguiente dosis. «Directo al verano de 1964», le respondía este. No mentía.
(Esto es el gorrocóptero)
Ishinoseki, con el paso del tiempo, ofrecía cada vez material de mayor potencia y efectos más arrolladores a su cliente. Tener una puerta mágica que te lleve al lugar que quieras en un momento determinado está bien, pero es mucho mejor contar con una hélice incrustada en los sesos que te permita vivir en los cielos. Fujiko Fujio, el héroe que nunca pudo serlo, terminó con el cerebro roto –el alma, de haberla conservado, también– y deambulando por las calles de Tokio con la mirada extraviada y los pies desnudos lamiendo el suelo. Canturreaba a todas horas un estribillo nacido en el corazón de su pena.
Pa-pa-pa…
Y es que la mayor fuente de tortura psicológica para Fujiko Fujio eran las notas iniciales del himno soviético que se repetían incesantemente dentro de su cabeza desde que viera a Vakhonin recibir la medalla oro y, sobre todo, escuchar con lágrimas en los ojos el himno de su país de países. Aquella música poderosa seguía embutida en su mente y, como la magdalena de Proust, era el detonante que le hacía rememorar una y otra vez el día más aciago de su vida. Solo conocía una forma de evadirse de semejante tormento.
… tú siempre ganas, Doraemon.
Debía encontrar a Doraemon Ishinoseki y su bolsillo mágico otra vez. La locura de uno era la ganancia del otro.
Pa-pa-pa tú siempre ganas…
Todo el mundo ganaba, de hecho: Vakhonin, Ishinoseki, incluso Fujimoto y Abiko, que al escuchar la historia en boca de su protagonista encontraron la inspiración para crear la que sería su obra maestra. Todo el mundo ganaba, todo el mundo excepto Fujiko Fujio.
… Doraemon.
Cuando Ishinoseki metía la mano en el bolsillo mágico de su mono tejano para proporcionar a Fujiko Fujio su pasaporte al olvido fugaz, se sentía un ser de otro planeta. Solo él podía aliviar el dolor de la persona más desdichada de Japón. Una vez entregada la nueva dosis miraba a Fujiko Fujio largarse, tambaleante, y le costaba imaginar que aquel hombre lograra levantar años atrás cientos de kilos sobre su cabeza; ahora parecía no poder soportar ni el peso de su propio aliento. Cuando Fujiko Fujio se perdía de su vista, Doraemon Ishinoseki siempre pensaba lo mismo: volverá mañana, cuando se acuerde del ayer.