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Abraham Lincoln decía que «puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo». Después de ver la segunda temporada de la descomunal After Life, surge la -legítima- pregunta de: ¿quién demonios es Ricky Gervais?
¿Estamos ante el cínico altivo y socarrón de los Globos de Oro, de la primera temporada de The Office, de gran parte de Extras o de Derek o ante ese inmenso ser humano, lleno de taras, complejos y cicatrices que llena cada rincón de un mundo que se cae a pedazos en After Life?
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Como al escéptico que se mueve incómodo en un traje que antes le sentaba como un guante y ahora parece limitar todos sus movimientos, la delicadeza de la nueva entrega de lo último de Gervais es un ejercicio de ternura que contiene un algo de exorcismo y otro poco de redención. La historia del tipo que ha perdido a su mujer y ya no tiene nada sólido bajo sus pies, es algo que hemos visto antes. Al fin y al cabo, la mortalidad es tan inherente al ser humano como la propia vida, pero ya lo decía el propio Gervais: «tu estupidez y tu muerte solo afectan a los demás».
Los que amaran al Gervais con alma de bufón tendrán problemas con este desnudo integral en el que el actor releva al comediante
Ver al hombre que ha decidido dejar de respirar pero que de algún modo sigue haciéndolo, tiene algo de desolador, pero al mismo tiempo hay un matiz tremendamente luminoso en la renuncia del personaje a su propia felicidad, porque el antídoto acaba surgiendo de su propio empeño por huir de ella. Es un trabajo sordo, lento, que nada tiene que ver con esos maratones de faltonismo que nos ha ofrecido el actor en las dos décadas que lleva asomando la cabeza en el show business. La ternura de ese señor al que todo le disgusta, con trazas de personaje Dickensiano y unas gotas de nihilismo a lo Lenny Bruce, acaba por convertirse en una fórmula magistral, una receta singular contra el sarcasmo. Como si uno fuera desprendiéndose de todas esas capas de textura rocosa, de ese peso que hace a veces de bola de demolición y otras de piano atado a los pies, hasta descubrir que, tras todo el fango de los recuerdos, hay un tipo nuevo. Que debajo de la piel del hombre, se esconde otro hombre, completamente distinto. Que eliminados los píxels, la imagen relevada no tiene nada que ver con lo esperado.
Curiosamente, los que amaran al Gervais con alma de bufón tendrán problemas con este desnudo integral en el que el actor releva al comediante, en el que el humano ahoga al payaso en un paisaje que a veces duele y otras conforta. Un paisaje no apto para adoradores del cinismo, porque la existencia ya pesa lo suyo sin aditivos.
Ese panorama de perdedores que abrazan lo que son y que rodean a Tony, son uno de esos pequeños milagros que suceden a veces frente a los ojos del espectador. El cartero que nunca trae cartas, la enfermera que acompaña al padre del protagonista, el psicólogo que necesita más terapia que sus pacientes, la mujer que -cada día- se sienta frente a la tumba de su marido o las compañeras de redacción son un crucigrama de personajes definidos por su propia capacidad para tachar la lista de deseos del protagonista: tipos (y tipas) que saben escuchar, que aparecen en el momento oportuno, que actúan como si pudieran esquivar balas. Gente que desconoce el significado de la palabra ‘maldad’. Gente buena. Personajes que parecen imposibles precisamente por eso: porque son buenos.
Suenan en la banda sonora canciones de Iron&Wine o Sufjan Stevens, exponentes de un folk espiritual de alto voltaje (en lo emocional) que subrayan esa voluntad de After Life de arañar una parte de la ficción que parece alejada del alcance primario de la serie. Así es como este show de Ricky Gervais acaba asentado en los territorios más jodidos que existen: los que lindan con esa bomba sucia llamada melancolía. Un arma con un rango de acción casi ilimitado, pero más sensible que la nitroglicerina. Hay que ser muy sutil para manejarse en el barro que provoca enredar con la nostalgia, porque todos los trucos de la ficción quedan al descubierto en cuestión de segundos.
Sin embargo, es en esa cuerda floja que haría palidecer a Philippe Petit, donde After Life podría batirse el cobre con cualquiera. En el vacío de una vida sellada, en la que parece que el aire ha decidido emigrar, Gervais nos regala una montaña de sensibilidad que nunca deja el suelo, clavada a la tierra como si alguien hubiera decidido utilizar un martillo neumático. Un prodigio de inteligencia, amasada con una actuación de sonido atenuado, tanto que a veces dan ganas de pegar el oído a la tele, por si hay algo más que nuestros oídos deberían estar percibiendo.
After Life regatea hasta su propia sombra para demostrar que hay vida más allá de la religión de la risa congelada, más allá de los tópicos y los todo a cien del drama televisivo usual. Pero nunca lo hace desde la sofisticación o la ilusión de complejidad generada por gente que nunca se encalla, que lee el futuro -y lo declama- en el fondo de un vaso de whisky. Gente (de ficción) que es capaz de ser brillante hasta con un cuchillo clavado en el hipotálamo. En la voz de ese señor viudo de provincias cuya felicidad se reduce al meneo de la cola de su perro, es difícil no oír muchas otras voces que se han ido y que a veces vuelven para recordarnos que, aunque digan lo contrario, sí: cualquier tiempo pasado fue mejor.