Comparte
Hay un momento en el que dos de sus protagonistas se plantean temores asociados con el futuro de su hijo, y el suyo propio: «¿No tienes miedo de hacerlo mal?», pregunta ella. «Tengo miedo de que no me dejéis hacerlo», responde él. La escena resume algunas de las claves de esta magnífica segunda temporada de Vida Perfecta, que potencia un acercamiento, más dramático que cómico, a los sustos propios ante los grandes cambios vitales, ya sea la maternidad, el compromiso, la ruptura o la relación con los cuerpos, propios y ajenos. Apunta a las sombras alargadas que provoca la (mala) salud mental. Y también reafirma algo que forma parte del universo creativo de Leticia Dolera, en esta serie o en su muy reivindicable primer largometraje, Requisitos para ser una persona normal, y que tiene que ver con la representación de la discapacidad, en este caso intelectual, en las ficciones.
Más allá de su mirada feminista, orgánica, natural, que enlaza con otras ficciones creadas por mujeres y preocupadas por alzar la voz, su voz (y aquí cabrían títulos tan relevantes como Fleabag, Podría destruirte o Girls), y que sería interesante recibir con los oídos y los ojos bien abiertos, en una interperlación directa a todos esos tíos que vivimos mirándonos el ombligo, Vida Perfecta es osada por muchas razones: por sacudir los cimientos de temas retratados habitualmente de forma monocorde, pero también, y fundamentalmente, por hablar sin vergüenzas de coños, de relaciones abiertas, de la menopausia, o de los cuadros de ansiedad post-parto.
«No me sale ser madre», María
«No sé quererle, no me sale, hace dos días que estoy sin él y ni siquiera le echo de menos. No me sale ser madre», brama María, y Vida Perfecta destroza el tabú mirándolo a la cara, porque en la maternidad son tan frecuentes las sonrisas, la luz o esa felicidad plena que nos han educado a simular a cualquier precio como la tristeza, los desapegos, las ojeras, la pérdida de deseo sexual o la desconexión con las transformaciones corporales, ya sean estrías o vaginas que parecen hamburguesas.
La segunda temporada de la serie abunda en uno de sus grandes ejes: la sororidad como tabla de salvación en caso de naufragio. María (Leticia Dolera), Cris (Celia Freijeiro) y Esther (Aixa Villagrán) son personajes vulnerables que saben cantarse las cuarenta a la cara sin perder una empatía, una capacidad de perdonarse y de quererse, envidiables, y, sí, muy femeninas. Se apoyan contra viento y marea, más allá de sus propias contradicciones, malas elecciones y egoísmos.
Y lo apuntábamos antes, pero es importante reiterar un elemento de Vida Perfecta que debería dejar de ser insólito: mostrar sin asomo de condescendencia que la realidad de un discapacitado intelectual es tan rica en matices, deseos y temores como la de cualquiera. Las subtramas que penetran en el personaje de Gari y su entorno amplían el arco dramático propuesto en la primera temporada, aportan ternura y reflexión, y permiten otra exhibición de talento de ese monstruo llamado Enric Auquer, aquí magníficamente acompañado de Sara González, actriz con discapacidad cuyo estupendo trabajo en la serie demuestra la imperiosa necesidad de dar cabida a la diversidad de todo tipo en nuestro audiovisual.
Vida Perfecta pisa lugares comunes, por supuesto, pero, y eso ya es menos común, los transita haciendo el pino puente, como esos créditos del revés que, al principio de cada capítulo, ya avisan que la perfección, o la normalidad, están muy lejos de lo que nos han contado los malditos cuentos de hadas.