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En 1990, cuando ese extraño artefacto narrativo llamado Twin Peaks irrumpió en la programación de la cadena ABC, la televisión no era el destino más apetecible para un director de prestigio que acababa de ganar la Palma de Oro en el Festival de Cannes con Corazón Salvaje. Como el propio David Lynch se ha encargado de recordar, si en algún momento pensó en prestar atención a la pequeña pantalla fue por la insistencia de su agente y también por la complicidad surgida con el guionista televisivo Mark Frost, con quien encontraría un insólito punto de equilibrio creativo para fabricar un producto que oscilaba entre la pura vanguardia y la revisión irónica de los clichés de la narrativa serial. La televisión interesaba a Lynch porque permitía cultivar una relación casi familiar con el espectador, convertirse en una presencia recurrente y cercana. Y también porque cogía a éste desprevenido, sentado en el sofá en una especie de trance entre la vigilia y el sueño; un momento ideal para ensayar los experimentos más rupturistas, para proponer un salto en la oscuridad.
En el momento de la aparición de la serie, la producción televisiva norteamericana ofrecía un montón de productos escapistas, al puro estilo californiano del emperador del prime time Aaron Spelling, y también diversas ficciones de calidad como Canción triste de Hill Street (1981-1987) –en la que Frost jugaría un papel esencial–, que consolidarían el modelo verité vinculado a buena parte de la denominada Second Golden Age. A decir verdad Twin Peaks no jugaba en ninguna de estas dos ligas narrativas. Parte de su planteamiento tenía más que ver con los seriales radiofónicos y televisivos de la primera Edad de Oro. La serie era al fin y al cabo una heterodoxa soap opera ambientada en una pequeña comunidad, como Peyton Place (1964-1969) o Dallas (1978-1991), combinada con un whodunit (contracción del inglés who’s done it?) detectivesco al viejo estilo, investigado por un detective gozosamente unidimensional.
Lynch muestra una fascinación por recorrer “la piel” de la realidad y desgarrar estas texturas para penetrar violentamente en la oscuridad
Twin Peaks homenajeaba indirectamente un material que parecía surgido del paraíso estético y sentimental de su creador, la Norteamérica de los años cincuenta, y que –como ya sucedía en la iniciática Terciopelo azul (1986)– era revisado como si fuera una pura alucinación. Esa tensión entre una superficie aparentemente calmada y una profundidad más bien turbulenta se convertiría en la esencia de una serie que osaba traspasar los límites de la representación televisiva (dando lugar a un modelo narrativo que algunos críticos denominaron la Quirky-TV, y que aquí podríamos traducir como “televisión estrafalaria”). Al fin y al cabo, toda la obra de Lynch muestra una conmovedora fascinación por recorrer “la piel” de la realidad –da igual si se trata de los bosques frondosos de Montana o de las mesas de formica de los diners de carretera– y también una obstinada voluntad de desgarrar todas estas texturas para penetrar violentamente en la oscuridad. Lynch compara esta búsqueda con la de los científicos que hurgan en la materia hasta llegar a las partículas subatómicas, convirtiéndose así en una especie de pintores abstractos.
La serie de Lynch es un itinerario órfico que va de la figuración costumbrista a la enajenación surrealista, a una abstracción fascinante y difícil de discernir. Nos gusta volver una y otra vez a su mundo porque –como ya antes hicieron Franz Kafka o Samuel Beckett– sus creadores mandan al infierno la continuidad de la diégesis, especialmente cuando descubrimos que un claro en el bosque es un buen lugar para viajar hasta un enmoquetado más allá.
Hogar, infernal hogar
¿Quién no querría pasar una temporada alejado del hostigamiento de la ciudad, en una población aparentemente idílica como Twin Peaks? El pueblo evoca inevitablemente los parajes de Lumberton, el lugar en el que transcurre Terciopelo azul, y también de Missoula, Montana, donde nació el propio Lynch; instantáneas congeladas en el tiempo de una Norteamérica idealizada y naïve que ya antes pudimos encontrar en las ilustraciones de Norman Rockwell o en el manual de urbanidad Good Times en Our Street, que el director hojeó durante la infancia y que inspiró los planos iniciales de Terciopelo azul.
Lynch sabe que “hay bondad en los cielos azules y las flores, pero otra fuerza, un dolor y una decadencia salvajes, acompaña a todo”. Antes que él, creadores como Truman Capote –en Ataúdes tallados a mano y A sangre fría– o Alfred Hitchcock –en La sombra de una duda– habían reflejado el reverso oscuro del paraíso campestre norteamericano, sacudido por la violencia proveniente de la ciudad. La tensión entre naturaleza y civilización es un tema universal que el cine ha abordado, por lo menos, desde los tiempos de Amanecer (1927) de F. W. Murnau. Lynch ha reconocido que, durante la infancia y la adolescencia, sintió “el sabor del terror” cada vez que visitó Nueva York; una sensación que ha plasmado a la perfección en el anuncio publicitario Clean Up. We Care About New York (1991). Más tarde, Filadelfia y Los Ángeles se convirtieron en otros avernos (post)modernos que ha retratado en filmes como Cabeza borradora (1977) o Mullholland Drive (2001). Pero la ponzoñosa presencia del virus aniquilador de la babilonia urbana recorre todo el país hasta llegar a su reserva natural.
Entre el delirio lovecraftiano, el surrealismo ‘avant la lettre‘ de El Bosco y los universos estáticos y ensoñadores de Hopper y de Chirico
Twin Peaks es la crónica de una devastación que va más allá de lo ecológico, que afecta de lleno a la moral; un apocalipsis que se encarna en una esperpéntica encarnación del mal con pinta de hippie avejentado, que posee caprichosamente las almas de los ciudadanos presuntamente respetables de Twin Peaks. Todo ello ocurre en una inquietante atmósfera de cuento, que retoma el imaginario sagrado del bosque, repleto de ciervos melancólicos, búhos vigilantes y abetos “paternales” (el padre de Lynch fue un científico contratado por el Ministerio de Agricultura para investigar las plagas presentes en los árboles; lo que, para algunos autores como Michel Chion, confiere al árbol un ambivalente carácter protector/destructor, asociado a figuras paternales como Leland Palmer). Entre el delirio lovecraftiano, el surrealismo avant la lettre de El Bosco y los universos estáticos y ensoñadores de pintores tan distintos como Edward Hopper o Giorgio de Chirico, Lynch y Frost construyen un imaginario dislocado en el que lo pintoresco y lo delirante conviven con placentera (a)normalidad.
Laura al desnudo
Enfrentarnos de nuevo a Twin Peaks supone un fascinante retorno al pasado, un regreso a una inocencia perdida que coincide con la mirada eternamente adolescente del propio Lynch. Él mismo se define como un “chico de campo que se ha metido en un mundo loco y sofisticado”. Es, en parte, el Jeffrey Beaumont que, como la Dorothy de El mago de Oz (1945) –uno de sus filmes de cabecera–, emprende un viaje no exento de peligros de la adolescencia a la madurez. Es también la Laura Palmer que es una mujer sofisticada, como la Laura (1944) de Otto Preminger, y una chica de pueblo; que es la hija ideal, la reina de las animadoras, la buena samaritana que visita al agorafóbico Harold Smith o da clases particulares al trastornado hermano de Audrey Horne, y, a la vez, “La Conejita” lasciva del The Bang Bang Bar, la chica que ejerce la prostitución en el inframundo del One Eyed Jacks.
Antes de ‘Twin Peaks’, Frost y Lynch trabajaron en el guion de un heterodoxo biopic de Marilyn Monroe; ‘Goddess’
Antes de Twin Peaks, Frost y Lynch trabajaron juntos en el guion de un heterodoxo biopic de otro icono de la doble identidad, Marilyn Monroe, titulado Goddess. También Marilyn es, como la mayoría de personajes del cine de Lynch, puro Doppelgänger: una it girl bella y sensual, una encantadora y despreocupada “vecina de al lado”; y, en el otro extremo, una mujer torturada, víctima de abusos sexuales durante la adolescencia, eternamente masacrada por la mirada masculina, que muestra un dolor soterrado bajo su aparente máscara de jovialidad. Lynch y Frost nunca llegaron a realizar su personal aproximación a la estrella de Hollywood. En su lugar, crearon otro icono genuinamente americano, que es a la vez pura materia (un cuerpo envuelto en una bolsa de plástico) y una suerte de ángel (o diablo) que habita en la eternidad.
Twin Peaks –ahora ya lo sabemos– era la crónica de un derrumbe, una narrativa del apocalipsis que auguraba, acaso sin pretenderlo, la hybris hiperbólica de la era de Donald Trump. Finalmente, el mal terminaba por poseer al Águila de los boy scouts, al agente del FBI incorruptible y sagaz, dejándonos completamente desprotegidos. ¿Qué habrá ocurrido durante estos veintisiete años de hiato narrativo? ¿Habrá colonizado el fantasma de Killer Bob al resto de la población (o quizás habrá ido mucho más allá de sus límites)? En el capítulo final de la segunda temporada, Laura Palmer, desde La Habitación Roja, prometió reencontrarse con nosotros en apenas un cuarto de siglo. Ahora acude a la cita (con un par de años de retraso), consciente de que todavía hoy estamos ansiosos de respuestas, y también necesitados de convocar nuevos misterios. Al fin y al cabo, Twin Peaks es, como todos los grandes misterios, un “relato ejemplar”, una parábola sobre el destino de la humanidad.