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Hace poco acogí un gato en mi casa. Solo con el tiempo me he dado cuenta de que probablemente lo he hecho para distraerme de forma manejable de la absoluta locura en la que se ha convertido el mundo exterior. El gato, en sí, no requiere muchos cuidados, tiene unas rutinas muy estrictas que me dan una falsa sensación de seguridad y por lo general, aunque no se sabe ningún truco ni tiene ninguna habilidad especial, proporciona mucha paz al verlo dormir enroscado en un sillón, ajeno al Apocalipsis en ciernes.
Saco lo del gato a colación porque esa es exactamente la sensación que deja Todas las criaturas grandes y pequeñas, producción británica para Channel 5 y PBS que por aquí se puede ver en Filmin. Lo más sintético que se puede decir de ella es que es una serie ajena. Ajena a la espiral de paranoia y ansiedad que trae no saber qué pasará mañana, ajena a la crispación extraña en la que vivimos inmersos desde hace ya unos meses. Ajena, también, a esa intensidad muchas veces insoportable con la que nos bombardean innumerables ficciones desde hace unos años.
Las intenciones de la serie vienen ya meridianamente claras en su premisa: James Herriot es un joven veterinario que se desplaza desde su Glasgow natal hasta los Dales de Yorkshire (la campiña inglesa que todos tenemos en la cabeza) para ayudar al veterinario local, el huraño Siegfried Farnon, a encargarse de los animales de la zona. Perritos, gatitos, vacas, caballos y hasta un pez de colores hacen acto de presencia en una serie amabilísima que da justo lo que su premisa promete: paisajes que quitan el aliento, pequeños dramas cotidianos y un vistazo fascinante a la profesión del veterinario rural.
Junto al plantel de animales, Todas las criaturas grandes y pequeñas construye una bonita reflexión en torno a los placeres sencillos de esa idílica vida rural en la que está instalada, lo cual no quita para que la serie no sea solo luz y alegría: también contiene un poso de melancolía que en el fondo le pega enormemente al bucólico paisaje. Los conflictos de la contraparte humana de la serie siempre son old school, pequeñas tragedias familiares que se superan recuperando la confianza en uno mismo a través de la apertura a los demás: cómo rehacer la vida tras la muerte de un ser querido, cómo recuperar la amistad perdida de un hermano, cómo superar que un hijo no quiera saber nada de nosotros. A nivel tonal, en ese sentido, la serie se beneficia de un humor ligero que planea sobre prácticamente todas las escenas, haciendo que lo que en otras manos menos expertas podría resultar empalagoso aquí funcione estupendamente bien.
En un mundo que parece derrumbarse, ¿no es maravilloso que nos prometan que si confiamos en los expertos todo irá bien?
Y es que en Todas las criaturas grandes y pequeñas, el bien prevalece casi siempre sobre el mal, pero no hay que confundir esta visión luminosa de la vida con la ingenuidad o la inocencia: la serie, como las novelas de Alf Wight en las que se basa, como la serie clásica de la BBC que se emitió en dos tandas, a finales de los setenta y a finales de los ochenta, se sostiene sobre una certeza que nada tiene que ver con el wishful thinking vacío.
Aquí, si al final prácticamente todos los animalitos se curan, si el veterinario interpretado por Nicholas Ralph sale airoso de casi todas las situaciones, es por la fe ciega de la serie en el valor del conocimiento, el esfuerzo, la técnica y el trabajo duro. Es una serie que cree sinceramente que la gente buena y estudiosa puede llegar lejos (sin necesidad de moverse más allá de algunas hectáreas). En un mundo que parece derrumbarse, ¿no es maravilloso que nos prometan que si confiamos en los expertos todo irá bien? ¿No es profundamente reconfortante?
En el contexto del Brexit, Todas las criaturas grandes y pequeñas es también un retorno a un país que es casi una Arcadia, a un pasado mítico en el que los charcos sirven para saltar sobre ellos y siempre hay un plato de sopa caliente sobre la mesa para combatir la lluvia. A una realidad más sencilla y controlable que la nuestra, en la que las tensiones entre campo y ciudad, entre jóvenes y viejos, pueden resolverse con un par de rondas de cervezas en el bar y ese guiño con el que la buena gente se reconoce entre sí. Es una serie profundamente política, en realidad, precisamente por su aparente falta de política: una serie que cree en el bien común por encima del individual, en el placer del deber cumplido, en proteger las cosas sencillas que le dan sentido a la vida.