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El estreno de títulos como La invitación (Karyn Kusama, 2015), La bruja (Robert Eggers, 2015) o Hereditary (Ari Aster, 2018), ha llevado a la crítica norteamericana a acuñar el término elevated horror para referirse a aquellas obras que, bien por su estilización, bien por su carga discursiva (casi siempre por la suma de ambos factores), le inyectaban al género una pátina de qualité, de legitimidad cultural, de la que, al parecer, carecía (?).
En el interior de esta nueva corriente en la que el tempo sosegado o la cuidada dramaturgia pesaban más que los tropos propios del terror, el debut de Jordan Peele en el terreno del largometraje supuso un pequeño seísmo, quizá solo comparable al impacto causado tres años antes por It follows (David Robert Mitchell, 2014). En Déjame salir (2017), Peele transformaba un clásico de la comedia progresista norteamericana como Adivina quién viene esta noche (Stanley Kramer, 1967) en una revisión de Plan diabólico (John Frankenheimer, 1966) que, en el inicio de la era Trump, dirigía el bate de beisbol a la boca de la progresía blanca norteamericana, destapando la magnitud de un conflicto racial que trasciende las posiciones ideológicas o el bipartidismo político.
Them (Little Marvin, 2021-?) prorroga el estudio sociológico iniciado por Peele en Déjame salir y continuado en la no tan afortunada Us (2019), con un afán totalizador que deriva en bulimia referencial, en una sucesión de citas más o menos evidentes, más o menos subversivas, que desemboca en un empacho de erudición que, además, desequilibra un show que se devora con cierta fruición hasta su ecuador. Estamos en 1953 y los Emory se mudan al 3011 de Palmer Drive, una soleada avenida situada en una apacible urbanización del barrio angelino de Compton. Sin embargo, la tonalidad de la epidermis del matrimonio formado por Henry (Ashley Thomas) y Lucky (Deborah Ayorinde), y la de sus dos hijas, Ruby (Shahadi Wright Joseph) y Gracie (Melody Hurd), no es del gusto de sus blanquísimos vecinos que se dedicarán, a lo largo de diez interminables días, a atosigarlos para que abandonen el barrio (léase ‘atosigarlos’ como un gesto de generosidad por parte del autor de este texto: son un hatajo de hijos de puta).
Esa urbanización que parece extraída de un spot de Coca-Cola, la situación misma de la vivienda que convierte la forma semicircular en la geometría del acoso…
Sin embargo, este somero resumen de la trama principal de Them resulta a todas luces incompleto. A su creador no le basta con plantear ese enfrentamiento binario que le sirve para manipular con habilidad de veterano agente de la propiedad inmobiliaria un subgénero como el home invasion, con Perros de paja (Sam Peckinpah, 1971) permanentemente en el retrovisor. No le vale poner sobre la mesa el racismo urbanístico desarrollado por la administración para alterar los precios de las viviendas de determinadas zonas en lo que, para quien esto firma, supone una de las grandes revelaciones históricas de esta teleficción. De hecho, ni siquiera tiene suficiente con desplegar un muestrario de recursos estéticos que ejemplifican cómo se articula el odio en el seno de una comunidad: la dialéctica interior/exterior, las diferencias de colorimetría entre la casa de los Emory y esa urbanización que parece extraída de un spot de Coca-Cola, la situación misma de la vivienda que convierte la forma semicircular en la geometría del acoso, …
En definitiva, toda esa inteligente plasmación de la oposición que se genera con la llegada de la familia afroamericana a Palme Drive y que tan bien refleja las dinámicas del bullying racista no es suficiente. Little Marvin necesita más. Y así, por un lado, se nos relata con todo lujo de detalles la herida primigenia que provocó el desplazamiento de los Emory desde Carolina del Norte a Los Ángeles, una subtrama que se mira directamente en clásicos del slasher como La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974) pero que también le guiña un ojo a Defensa (John Boorman, 1972) y que se cierra en un quinto capítulo que nos brinda un ejercicio de terror puro, sin coartadas: un perturbador ejercicio de exploitation.
Pero esperen, porque aún hay más. Los Emory no solo tendrán que enfrentarse al odio xenófobo de unos vecinos que dan uso indumentario a la ropa de cama y que creen que la abolición de la esclavitud es un error histórico, además tendrán que vérselas con sus propios fantasmas, aquellos que empiezan a hostigarles nada más ponen los pies en su nueva vivienda. Marvin convoca lo paranormal para azuzar ese racismo interiorizado que anida, incluso, en el corazón de los afroamericanos. La pequeña Gracie sufrirá la ignominiosa rectitud de una tiránica maestra; Ruby hará una amiga invisible en su nuevo instituto que la conducirá a abominar su color de piel; Henry tendrá que lidiar con las apariciones de El hombre del claque -un estereotipo que sirve para articular una reflexión sobre la representación de los negros en el mundo del espectáculo y en el cine y en la televisión en particular-, y Lucky se las verá con un pastor fundamentalista que vehicula un discurso sobre la religión como instrumento de dominación cuyo cénit llega en el penúltimo episodio, un ostentoso ejercicio de estilo que abona de trascendencia -Robert Eggers leyendo mal las ideas bergmanianas sobre el silencio de Dios- la tierra del cementerio indio de Poltergeist (Tobe Hooper, 1982).
Ahora tómense un respiro. Cojan aire y luego expiren. Todavía hay más. Nos queda Betty (Allison Peel), ideóloga y líder de la comunidad blanca, una mujer ambiciosa y despiadada que, en su afán por dar con la solución final que termine con sus ‘adorables’ vecinos lejos de Compton o bajo tierra, pide ayuda a quien no debe, a ese lechero tan resultón como apocado que bajo su porte de tipo simplón esconde a un temible sociópata. Aquí toca explorar el terror claustrofóbico, como si a Calle Cloverfield 10 (David Trachtenberg, 2016) le arrancaran la ambigüedad para reducirla a un jueguecillo sádico.
Así pues, Them se debate en la frontalidad del cine de terror más descarnado (abrazando el torture porn en no pocas ocasiones) y una estetización no siempre justificada: combina hallazgos como el uso de la pantalla partida para marcar el desajuste matrimonial que experimentan los Emory (capítulo 2), con la reiteración de angulados emplazamientos de cámara que indican una desestabilidad que no siempre encuentra eco en la situación dramática que ilustra. Posee, además, tal sobrecarga discursiva a todos los niveles (del ideológico al metalingüístico) que su impacto se atenúa en demasía, que aprieta poco de tanto abarcar (la serie parece contar con una agenda de temas a tratar, además de los relacionados con el racismo: violaciones intrafamiliares, ocultación de la homosexualidad, etc.).
Uno de los problemas del ‘elevated horror’ radica, precisamente, en su excesivo didacticismo, en ese afán por explicar/justificar todo cuanto sucede
Esa voluntad omnímoda que lleva a Little Marvin a, prácticamente, reescribir todas las variantes del género de terror -y a reformular algunos de sus títulos más significativos- desde una perspectiva afroamericana termina por resultar estomagante, con ese anticlimático noveno episodio que le echa el freno de mano al desenlace de la historia. De hecho, uno de los problemas del elevated horror radica, precisamente, en su excesivo didacticismo, en ese afán por explicar/justificar todo cuanto sucede, cuando, tradicionalmente, el terror es un género que funciona mejor por sustracción porque posee el poder de colocarnos ante lo inefable (por algo John Carpenter no nos explicó a Michael Myers).
Como el propio Marvin cuenta en uno de los contenidos añadidos que se pueden ver junto con a la primera temporada de Them en Amazon Prime Video, él ha tratado de reformular en clave negra esas películas de terror de los 60 y los 70 que le fascinaron y en las que los afroamericanos se limitaban a ser la chacha o el chófer (si es que aparecían). En ese intento por revisar desde otro lugar clásicos como los ya citados anteriormente y otros como La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968), Carrie (Brian De Palma, 1976), El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) u otros más alejados del género como Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975), el showrunner eterniza una historia que no necesita tantos episodios y cuyo tuétano reflexivo Jordan Peele ya mostró en los 103 minutos que dura Déjame salir. A veces, menos es más.