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Si usted cree que hemos nacido para ser alguien y que a través del trabajo podemos redimir nuestros más oscuros deseos de riqueza y prosperidad; si cree en la existencia de un ascensor social que es más ciego que la señora justicia y que, a cada uno, la vida le remunera según sus capacidades; si cree que el progreso es una fuerza viva y la conquista territorial un destino manifiesto; si usted cree todo eso, usted tiene muchas posibilidades de ser norteamericano. Y no uno cualquiera, sino el prototipo de norteamericano medio, bienintencionado, medianamente formado y con aspiraciones, ligera, o no tan ligeramente, conservador y aferrado a una serie de valores familiares, otros religiosos y algunos también socioeconómicos. Esta descripción no deja de ser la de un estereotipo, muy literario por otro lado, pero trabajemos con él por unos instantes.
Curiosamente eso que llamamos la gran novela americana (que no debe haberse encontrado porque son muchos quienes la siguen buscando, lo digan explícitamente o no) se ha ocupado durante largos años de mostrar la cara más amarga de ese «American Dream» construido sobre bases psicológicas aspiracionales que giran en torno a esos elementos que dos párrafos más arriba describían al americano medio. El desencanto y la desilusión experimentada por personajes que se han sentido traicionados por ese sistema de valores y aspiraciones se puede comprobar tanto en El cuarto mandamiento como en Vía revolucionaria, siendo, por lo demás, textos muy distintos y separados por muchos años.

Así las cosas, la lista de temas, que la gran novela americana ha tratado de manera reiterada giran en torno a esas dobleces morales que plantea un sistema de valores sólidamente publicitado por elegantes embaucadores como Don Draper. El ínclito Don se dedica capítulo a capítulo a poner ladrillos adicionales en esa alucinación colectiva que acaba conformando la utopía liberal norteamericana. Digámoslo así: esos grandes temas se han filtrado a algunas de las mejores series de televisión de esa nueva edad dorada de la ficción televisiva norteamericana que ya nadie discute y todo el mundo comenta. Esto, de por sí, no es una novedad ni un gran descubrimiento. Lo que resulta más complicado de analizar es cómo tantas series se han puesto de acuerdo en exhibir lo que de por sí constituye una contranarrativa a ese discurso de la confianza y el progreso, discutiendo frontalmente los sacrosantos valores del buen ser norteamericano.
«¿Comparten realmente intereses la novela norteamericana y la ficción serial actual?»
¿Y qué temas entrarían en esa lista? ¿Comparten realmente intereses la novela norteamericana y la ficción serial actual? ¿De qué manera se enfrenta la televisión a esa lista de temas sin perder su identidad y sin caer en una mera reformulación especular de lo ya dicho en la narrativa anterior? Hagamos una primera aproximación al tratamiento de esos temas, una reflexión sin pretensión de exhaustividad para abrir algunas puertas que nos permitan seguir explorando esos espacios televisivos que tanto nos apasionan.
El mito de la frontera (no sólo física)
Es uno de los mitos fundacionales de los Estados Unidos. Un país al que le costó enormemente conquistar la unidad, tanto por las diferencias políticas de sus actores como por un condicionante meramente geográfico, su gran extensión. Se entiende así que los sinsabores de la conquista territorial y de la imposición de la ley y el orden por un territorio tan basto como inabarcable sea el tema central de todo un género como el western. Es también el tema central de Deadwood, la revisitación en clave televisiva de esos momentos fundacionales, en donde las ciudades se forjaban a golpe de intriga, revólver, dinero y ambición. Es por ello que el reverso amargo de ese mito de la conquista, tan bien expresado por los personajes desheredados y vagabundos forzados de Las uvas de la ira se nos antoja tan conmovedor. Expulsados de sus tierras y obligados a emigrar a California, los protagonistas de la novela de Steinbeck sólo encontrarán dolor y desprecio repartidos por un polvoriento camino que no tiene nada de heroico y sí mucho de sueño transmutado en pesadilla.
Con el paso del tiempo han sido las ciudades, las nuevas junglas urbanas, las que han construido nuevas fronteras, pero esta vez de exclusión. Así es como The Wire nos cuenta cómo la exclusión económica y social tiene un reflejo urbanístico claro, cuyo rastro no puede borrarse ni destruyendo los emplazamientos físicos que propician el crimen (arranque de la tercera temporada, con la tan simbólica como poco efectiva demolición de las torres). La conquista del espacio vital es, hoy día, una lucha urbana en donde la exclusión constituye una realidad y las fronteras las marcan más las bandas de criminales que las administraciones públicas. Los entresijos de la política local y de sus efectos sobre la geografía urbana y humana de una ciudad es uno de los temas centrales no sólo de The Wire sino de la más actual y oscura Boss.
La frontera interior: el ascenso social
Medrar. El verbo que tanto y tan bien ha definido a grandes personalidades de la novela norteamericana. Tiene sentido en un escenario en el que resulta tan importante, la autodeterminación personal (sea lo que sea semejante cosa). La sociedad norteamericana sigue creyendo que el esfuerzo personal se paga con éxito y progreso. Que el progreso es el resultado de ese individualismo a ultranza que se lleva mal con «lo público», siempre dispuesto a aguar la fiesta del rendimiento. El gran Tom Wolfe creyó un día haber identificado el alma de la Nueva York que le servía de telón de fondo de sus incursiones periodísticas y literarias. La epifanía le reveló que el alma de la ciudad era la ambición desmedida; lo que movía a la gente, lo que les hacía vibrar. Lo cuenta Marc Weingarten en La banda que escribía torcido, su imprescindible historia sobre el nuevo periodismo.

El premio al esfuerzo es el ascenso social. Porque sólo en Estados Unidos se puede nacer pobre y morir rico. Y si las estadísticas demuestran lo contrario, que lo más normal es morir pobre si se nace así, pues peor para las estadísticas, porque en la tierra prometida todo es posible. En gran medida ese ascenso social se fragua con apariencias y mentiras. Así es como Don Draper construye su identidad, sobre una gran mentira que incluso oculta otro nombre, otro yo.
La familia es lo primero (en desintegrarse)
«En Los Soprano, A dos metros bajo tierra, The Shield, Mad Men, Breaking Bad, la familia es un centro moral sobre el que pivotar»
En una cultura en la que la familia es algo tan esencial, no tenerla, perderla o cargársela, dependiendo del caso, es uno de esos grandes miedos soterrados. El precio de la presión social por alcanzar el éxito es el derrumbe físico y espiritual del americano medio, protagonista central de esas tramas de ascenso y caída que tan bien conocemos. En series como Los Soprano, A dos metros bajo tierra, The Shield, Mad Men, Breaking Bad, la familia es un centro moral sobre el que pivotar. Variaciones sobre el tema que ya planteaba, entre otras, Pastoral Americana, la novela de Philip Roth. El protagonista, Seymour Levov, lo tiene aparentemente todo, pues ha triunfado en la vida. Pero se siente vacío, como tantos otros personajes de Roth. Como el mismo Don Draper confesando a su última esposa, Megan, que no siente nada. Que ni la familia, ni los hijos, ni el trabajo, nada, puede sacarle de ese dolor que siente. Los núcleos familiares de The Shield, Breaking Bad, Mad Men y, actualmente, The Americans, se tambalean por las oscuras acciones de unos padres que no pueden conjugar sus deberes morales y sus «devociones laborales» (tan raras en casi todos los casos).

La institución familiar ha sido una de las dianas favoritas contra las que han disparado autores como Richard Yates, Roth, Bellow o Raymond Carver. Cuentos y novelas cuyas historias, ambientes y aromas se han filtrado a la ficción televisiva. Recordemos el capítulo «Hombre de verano» (4.8) que homenajea al relato de John Cheever «El nadador«. Y no olvidemos, tampoco, el final de la primera parte de la séptima temporada de Mad Men, con ese número musical que nos obliga a pensar en la frase que describe al protagonista de otro cuento de Cheever, «La geometría del amor«: «No es que hubiese perdido el sentido de la realidad, sino que la realidad que él observaba había perdido su orden, su simetría». El gran cronista del fracaso moral del americano medio habitante del suburbio, Cheever, conocía bien la naturaleza de ese aislamiento físico que provoca en esos abundantes hombres de traje gris «un desaliento que debió de asemejarse a las potencias del amor puestas del revés».
Progreso, abundancia y modernización (no correlativas)
«Sons of Anarchy han transmutado el sueño americano en utópico club social y lo han embotellado como cerveza mala»
Puede que los Sons of Anarchy sean hijos de la contracultura sesentera, versión cuero y motos grandes. O puede que sean simples criminales aficionados a la imagen de Los Ángeles del Infierno, pero lo que está claro es que odian los cambios. Odian la modernización con tanta fuerza que están dispuestos a que Charming no cambie nunca. Son los últimos resistentes, que han transmutado el sueño americano en utópico club social y lo han embotellado como cerveza mala. Pero el progreso implica una modificación incluso en las estructuras criminales, obligadas a adaptarse. Ya se sabe que hasta el criminal necesita los ademanes de un business man para sobrevivir, y si no que se lo pregunten a al Gus Fring de Los Pollos Hermanos. Así que hasta los Sons tendrán que adaptarse o morir aunque no por ello dejarán de ser baluartes que, a su manera, nos advertirán sobre los riesgos del cambio constante y el progreso desmedido. No son los únicos.

Ni que decir tiene que son varios los personajes encargados, de manera directa o indirecta, de dinamitar esa creencia ciega en el progreso y las sociedades de la abundancia. Lo hace a su manera el Hank Moody de Californication, ocupado en intentar escapar, sin demasiado éxito, de su sombra triunfante. También los protagonistas de Buscarse la vida en América, abducidos irremediablemente por su necesidad de salir adelante en la tierra de promisión. También, en parte, las (a)críticas protagonistas de la estupenda Girls. Lo hace sin tapujos el gran Louie C.K. en su serie Louie. Si quieren profundizar en los mecanismos de la comedia y en cómo los cómicos han tratado el tema del declive del hombre público (en terminología de Richard Sennett) lean el imprescindible Morir de pie. Stand-up comedy (y Norteamérica), del gran Edu Galán, publicado recientemente por Rema y Vive Editorial.
Pero no se preocupen, por muy lúgubres que nos pongamos todo es posible en América. Es la tierra del gran sueño americano. Haríamos bien en no olvidar que finalmente Walter White es la perfecta encarnación del ciudadano medio enamorado del «American Dream». Quizás le cueste seis temporadas reconocerlo, pero todo lo que hace, su reconversión en archicriminal, lo hace por él, por el poder y el reconocimiento, no por su familia. Es uno de los precios que se paga por querer tocar ese sol reservado a los escogidos. En la tierra de las grandes oportunidades los grandes desafíos y la fe ciega se pagan con un gran fracaso. Que se lo pregunten a Don Draper.