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David Rieff, hijo de la dramaturga Susan Sontag y uno de esos tipos que gustan de poner el dedo en la llaga, ha dedicado una década a recordar que el pasado es un arma arrojadiza. De ese empeño han surgido dos libros (Elogio del olvido y Contra el pasado) y una certeza: cuando se acaba un conflicto armado, los que quedan en pie deben escoger entre paz, verdad o justicia. No hay pleno posible, ni dos de tres, uno escoge e -inevitablemente- ejecuta su renuncia al dueto restante.
La paz no es gratis. De su brazo cuelga una etiqueta con el precio, un precio muy elevado: todo su esqueleto yace sobre la capacidad de sacrificio de la sociedad que la sustenta. Ese gigantesco peso descansa especialmente sobre las víctimas y su resistencia al dolor en nombre de los días que vendrán. De eso habla Patria, pero no solo de eso: del dolor, del agujero que perfora en la vida de aquellos que lidian con él, del volumen del dolor. Del dolor de la madre que pierde a un hijo a manos de un terrorista; del dolor de la madre de ese terrorista.
Patria habla de eso que se esconde en la esquina de un lugar al que no podemos mirar. No porque no queramos, no porque no sea deseable, no porque no debamos mirar, sino porque haciéndolo estamos remodelando la semántica con la que se describen esas batallas que no salen en los mapas y, sobre todo, redefiniendo el sentido de una de las palabras más elásticas que existen en este país: ‘memoria’. Cuando hablamos de memoria, la cosa se vuelve borrosa como ese actor desenfocado de Desmontando a Harry.
La memoria inmediata es aceptable, no presenta problemas, mañana nos olvidamos y listos; la memoria a medio plazo (pongamos, hasta 1977) es innegociable: la transición, el campechano y qué gran país nos hemos hecho entre todos. La memoria a largo plazo, digamos de 1936 a 1976, es una palabra de siete letras.
https://www.youtube.com/watch?v=fTEngvMtiTs
Es harto conocido que en este país recordar que el tribunal de Estrasburgo ha condenado en infinidad de ocasiones a España por no investigar las torturas te convierte automáticamente en proetarra, del mismo modo que algunos te gritan «¿y Paracuellos qué?» cuando se les recuerda el régimen de Franco. Es lo que tienen las siestas de cuarenta años: que se levanta uno de muy mala hostia.
Por eso molestan tanto las series como Patria (siempre molestan a los mismos; en 2003 les indignaba La pelota vasca, hoy les indigna Patria y mañana les indignará otra cosa), porque son como una gigantesca bola de demolición dándole tumbos a esa visión monolítica de la historia que afirma que ETA surgió un día de debajo de una piedra, que en Euskadi no había bandos y que en las víctimas también hay clases.
La serie mejora el libro de Fernando Aramburu porque añade algunas capas al relato y porque -además- es capaz de tejer una atmósfera tan espesa que resulta imposible no asfixiarse al cabo de un rato. Un rato corto.
Era obvio que la serie iba a abrir las puertas del infierno porque hasta el autor de la novela fue incapaz de resistir el envite de los furiosos
Esa inmersión en el mundo de aquellos/as cuya existencia desde que cierran la puerta de su casa hasta que abren la de su coche (y viceversa) es un limbo de angustia, está dibujada en la serie con una precisión terrorífica. Ayuda una fotografía oscura, a veces retorcida, y una dirección de rotring, en la que el tiempo parece estar íntimamente conectado con el alma de los que transitan por la serie, hombres y mujeres que arrastran con ellos un enorme incendio. Un incendio que no se apaga ni con esa lluvia que cae durante nueve episodios.
Era bastante obvio que la serie iba a abrir las puertas del infierno porque hasta el autor de la novela fue incapaz de resistir el envite de los furiosos: un día tuiteó la foto del cartel de marras; al siguiente afirmó que no, que no estaba bien. Hoy en día, en los que hasta un menor lituano con acceso a internet puede organizar un asalto al Banco de España, a nadie debería extrañarle este panorama de guerracivilismo descontrolado en el que todos son culpables incluso cuando se demuestra lo contrario.
Las acusaciones de equidistancia (extraña acusación) contra la serie son una de esas patrañas que no se creen ni los responsables (de la patraña) y Patria deja claro desde el principio que tiene bien colocada la brújula moral. Porque contar los desmanes de unos y otros no significa equipararlos, por mucho que algunos se empeñen en ello.
Como aquella señora alta de noble abolengo que un buen día decidió atacar a los diputados del PP en Euskadi porque no eran lo suficientemente valientes. Luego tuvo que comerse sus palabras con patatas, cuando sus propios compañeros de partido le recordaron que mientras ella comía alfajores ellos se jugaban la vida.
«La lección más grande de la historia es que nadie ha aprendido las lecciones de la historia» (Aldous Huxley)
Los detractores de Patria, ardorosos defensores de su versión de las cosas, ni siquiera habían visto la serie antes de arrancarse en su vocación de aizkolaris mediáticos, lo que debería convertirse en la prueba definitiva de que en realidad les importan un pito las series, la tele o las víctimas de ETA.
El día que en este país se odie algo después de leerlo/verlo/probarlo, habremos crecido. El día que nos atrevamos a oír lo que no nos gusta y seamos capaces de aceptar que quizás nos equivocamos, habremos crecido definitivamente.
Aldous Huxley, autor de Un mundo feliz dijo una vez que «la lección más grande de la historia es que nadie ha aprendido las lecciones de la historia», y a ver quién cojones le lleva la contraria ahora.
Eso sí, podemos consolarnos con la idea que Patria ha servido para recordarnos que España ha sido pionera en la implantación de un gurú que nunca pasa de moda: el negacionista cromático. Todo es blanco y negro. ¿El gris? Un invento.