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El viernes pasado me crucé con un compañero de profesión que volvía de la radio. Colabora habitualmente en un programa sobre series bastante popular en Catalunya. A la pregunta clásica de «¿cómo ha ido?», me respondió: «hemos estado hablando de una serie que no he visto». Oh, Dios. La mejor solución ante un conflicto como éste, para la mayoría de críticos de este país, hubiera sido tirar de retórica y dar dos o tres datos, o simplemente permanecer callado, y salvar así su reputación ante los micrófonos. «¿Y qué has hecho?», seguí. «He dicho que no la había visto», contestó.
¿Es su obligación como profesional del sector estar al día de todas las series? No solo no está obligado, sino que además no debe. No debe por varias razones. La primera es muy evidente, ver una serie completa puede suponer unas 40 horas de visionado, si tenemos en cuenta que en 2017 se estrenaron 487 nuevas series solo en Estados Unidos, el doble que en 2010, verlas todas terminaría con nuestra capacidad de raciocinio. Esta sobreproducción ha traído además una rebaja considerable de la calidad media, no solo por una cuestión de estadística, sino porque en muchos casos una serie nueva ya no es tan solo una serie. Es una estrategia empresarial. Y cuando un crítico se traga tropecientas al cabo de un año, está contribuyendo más a la expansión comercial de la plataforma en cuestión, que a la difusión cultural.
Otro motivo es para frenar esta obsesión infantil por ser el primero en hacer algo, en esta caso, hablar de una serie. Luego nos encontramos Internet infestado de críticas, reseñas u opiniones sobre el último estreno basadas exclusivamente en el primer episodio. Esta práctica inútil, además de generar ansiedad -un trastorno muy extendido en esta era del consumo cultural- perjudica seriamente el sector editorial, más preocupado en sumar clicks que buen contenido. No imagino a un crítico musical analizando un álbum después de escuchar el primer tema.
Uno de los principios fundacionales de Serielizados, como de otras casas, fue rescatar las series de entre las páginas de entretenimiento (hasta hace poco veíamos a Don Draper compartir la sección de televisión de las revistas con Terelu Campos). Porque consideramos que las series son cultura. Como lo es la música, el teatro, la literatura, la fotografía, etc. Si nos dedicáramos únicamente a ver series durante todo el año, que es el tiempo que necesitaríamos para verlas todas, dejaríamos de acudir a conciertos, exposiciones, bibliotecas y salas de teatro. Y para lograr que las series ocupen el lugar que se merecen, hemos de evitar consumirlas como si no hubiera nada más, y reservarles un espacio entre el resto de disciplinas. De lo contrario, las estaremos aislando del panorama cultural, y nuestro sentido crítico quedará atrofiado.
Sucede a menudo estar leyendo una crítica de un profesional del sector, totalmente embriagado por el consumo masivo y acelerado de capítulos, y constatar que no es capaz de relacionar la ficción televisiva con ninguna otra materia cultural. Y eso afecta directamente al análisis que se puede hacer de una serie. Entre otras cosas, porque los grandes creadores y creadoras se nutren de infinidad de referencias artísticas durante su trayectoria, y si no lo hacemos también nosotros solo seremos capaces de ofrecer una lectura muy simplificada de su obra.
Imagino que a muchos oyentes les sorprenderá oír de la boca de un experto la frase «no la he visto». Sin embargo, mi colega, lejos de dejarse en mal lugar, con solo cuatro palabras ofreció un testimonio mucho más interesante que cualquier comentario sobre la última temporada de tal. Y que despertó en mí la necesidad de escribir este artículo y de seguir ejerciendo de esta manera mi profesión.