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Un codazo en las costillas, un pisotón premeditado, un agarrón violento de la chaqueta tejana y para acabar un mirada asesina que helaría el mismísimo corazón de Lucifer. Con las abuelas y su asiento en el tren no se juega. Me resigno y cedo el último asiento del vagón a la entrañable octogenaria que casi acaba con mi vida segundos atrás cuando he hecho la finta de ir a sentarme. Me gusta la actitud de la señora: firmeza, mala leche, pisar al prójimo para lograr lo que uno quiere. Aunque probablemente se llame Montserrat, Dolors o Antonieta, esta mujer transpira pasión napolitana por cada poro de su piel. No me importa estar de pie el resto del trayecto, pues sé que la recompensa en la parada final merece la pena: el estreno de la segunda temporada de Gomorra en los Cines Texas.
Serpenteo por las calles de Gràcia tras bajarme del tren mientras repaso mentalmente la primera temporada de esta magnifica serie italiana que es Gomorra. Reflexiono en cómo pudo romperse la relación de amistad -hermandad, prácticamente- tan estrecha que existía entre Gennaro y Ciro. La respuesta es fácil: ambición ilimitada, dinero y poder. Si a eso le sumas que ambos viven y han sido criados en uno de los barrios más deprimidos y peligrosos de Europa, con acceso total a armas y drogas, ten por seguro que las cosas no acabarán nunca bien. Los edificios de Secondigliano y Scampia, área en que se desarrolla la trama de Gomorra, son el reflejo de la nula esperanza de llevar una vida alejada de la marginalidad que tienen sus gentes: deterioro y ruina y la opulencia del que ahora tiene y nunca tuvo nada. En el fondo, Gomorra no solo retrata la Camorra y los bajos fondos de Nápoles, si no que se trata de una radiografía muy acertada del profundo egoísmo del alma humana y de los extremos a los que somos capaces de llegar en ambientes hostiles.
Llego a los Cines Texas y atisbo caras conocidas con las que hacía tiempo que no coincidía. Un abrazo por aquí, un beso por allá y risas por todos lados. Mientras saludo a mis amigos, de nuevo Genny Savastano y Ciro Di Marzio se dibujan en mi mente; sus conversaciones a dos milímetros de la cara, sus besos cargados de traición y odio, la sangre fría de quienes se estrechan la mano sabiendo que quieren matarse mutuamente. Y si a estos dos cencerros les sumas al padre de uno de ellos recién fugado de la cárcel, don Pietro Savastano, el cóctel que nos espera para el primer capítulo de la segunda temporada es nitroglicerina pura. Wuaki.tv, la plataforma con los derechos de emisión de la serie en España, sabía que tenían entre manos un bombazo seriéfilo que merecía un estreno por todo lo alto y así fue: apaguen las luces, siéntese en este cómodo sillón y disfrute en pantalla grande de la locura napolitana.
Cuando leí por primera vez el libro Gomorra de Roberto Saviano, donde describe con aterradora precisión los negocios de la Camorra, algo hizo click en mi cerebro que me inclinó hacía el periodismo. Lo relatado en ese libro es tan absolutamente brillante y brutal que cuando supe que se haría una adaptación cinematográfica vaticiné un total desastre. Creía que no se podía llevar a la pantalla lo que Saviano había plasmado con tinta, pero me equivoqué. Gomorra, la película, es tan fascinante como el libro. Lo mismo se puede decir de la serie, incluso la sitúo un peldaño por encima del largometraje estrenado en el año 2008. Sabiendo que detrás del guión de ambas se encuentra el propio Saviano se comprende mejor su calidad; a pesar de vivir bajo amenaza de muerte constante, el escritor italiano sigue empeñado en desenmascarar una de las organizaciones mafiosas más grandes del mundo, y vaya si lo consigue. Como era de esperar, la segunda temporada de Gomorra genera en el espectador la misma sensación que la primera: olvidas que estás frente una pantalla y crees estar andando o recorriendo en scooter las calles de Scampia. Si se me permite la referencia friki, mirar Gomorra es como usar el pensivo de Harry Potter y bucear en primera persona por las vidas de Ciro, Gennaro, Pietro o Salvatore.
«Dos minutos tan salvajes y intensos que notas como se te seca la boca al mismo tiempo que los puños se te cierran con la fuerza de cien cíclopes»
No he comprado palomitas en previsión de que a lo largo del capítulo se me pueda revolver el estómago. He hecho bien. Si has visto ya el capítulo inicial de esta segunda temporada, sabrás exactamente en qué escena se me revolvieron las tripas a mí. Si no lo has visto, corre a Wuaki.tv, míralo y sabrás al instante a qué momento del episodio me refiero. Dos minutos tan salvajes e intensos que notas como se te seca la boca al mismo tiempo que los puños se te cierran con la fuerza de cien cíclopes. No puedo evitar pensar que el protagonista de esta escena guarda ciertos paralelismos con un tal Jax Teller, ese hombre pegado a una moto al que vimos caer en una demoledora espiral de violencia y autodestrucción a lo largo de las siete temporadas de Sons of Anarchy.
Tras varios minutos más de capítulo en que todos los asistentes aún nos estamos recuperando psicológicamente de lo que acabamos de ver, suena la preciosa y minimalista melodía que anuncia el final de cada episodio de Gomorra, siempre acompañada de planos tan bonitos como duros. Las luces encendidas nos sacan de las tinieblas a las que nos habían atado los personajes de esta bendita serie en su primer capítulo de la segunda temporada. En el hall del cine, una Moritz para cada asistente es el combustible perfecto para comentar en pequeño comité las sensaciones que nos ha generado a cada uno la proyección. Las opiniones son variadas, pero todos llegamos a una misma conclusión: queremos ver el segundo episodio cuanto antes.
Más besos y más abrazos. Me despido de esas personas a las que hacía demasiado tiempo que no veía y me prometo que la próxima vez que nos echemos unas risas juntos será más pronto que tarde. Deshago el camino hecho un par de horas antes y me dirijo de nuevo a la estación de tren. Inmerso en mis tortuosos pensamientos, hoy de color azul y completamente ajenos a Gomorra y el mundo de las series, una moto de poca cilindrada pasa de golpe por mi lado con gran estruendo. No puedo evitar sobresaltarme y sorprenderme al ver que quien la conduce no es un chaval sin casco, con una pistola en la parte trasera de los pantalones y un bolsa llena de fardos de droga a sus pies. Mi subconsciente sigue en Nápoles. Detengo mis pasos unos segundos y miro a mi alrededor. Sí, definitivamente estoy en Barcelona. «Stronzo«, me digo a mi mismo. Reemprendo la marcha, más lenta e igual de azul, y sonrío al pensar que mi mente es tan caótica como los suburbios napolitanos. Neuronas hiperactivas al servicio de bandas callejeras de pensamientos y sentimientos que luchan unos contra otros para hacerse con este territorio tan valioso llamado cerebro.
La belleza del caos que alimenta sueños y miedos.
Y entonces lo entiendo.
Soy Gomorra.