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Hay una tentación obvia que yace en el sustrato de Mrs America y a la que la serie da esquinazo constantemente con el aplomo del que lleva años regateando minas: la parodia.
No es para menos: el show retrata a un personaje clave para entender la ola neo-conservadora que se abate sobre Estados Unidos y al mismo tiempo tiene que construir una narrativa que no acabe acariciando la caricatura, algo que sería realmente sencillo dadas las circunstancias.
La serie explica la historia de Phyllis Schlafly una mujer convencida de que la emancipación femenina (entre muchas otras cosas, como el aborto o los tratados contra la proliferación armamentística) es una perversa forma de comunismo y que, en sus propias palabras, «ser ama de casa es una de las cosas más importantes que puede ser una mujer». Su legado, en forma de asociación pro-vida y anti-feminista (Eagle forum) sigue más vivo que nunca y su discurso -al que con mucha benevolencia podíamos tildar de vetusto- es replicado constantemente en foros de todo el mundo, con la misma fiereza incomprensible, como el que está siendo azotado por un huracán en mitad del océano y clama justicia al creador, como si no fuera el mar el que le azota sino el mismísimo Creador. Como el que se convence de que la injusticia le persigue aun sin saber qué aspecto tiene y cree sin duda que sujeta una hoz y un martillo.
Solo Cate Blanchett podía lograr algo tan imposible como que no golpees el televisor con lo que tengas a mano cada vez que su personaje abre la boca: es lo perverso de los villanos de verdad, tienden a enojarte bastante más que los de pega. Blanchet lo borda, y también lo hacen Byrne, Banks, Aduba y Carter, pero el gran hándicap de Mrs America es que no acabes odiando a gran parte del elenco antes del final del primer capítulo. La buena noticia es que lo consigue con un equilibrio endemoniado y extremadamente frágil para presentar al respetable un coro de enajenadas con una líder tan inteligente como carismática y tan carismática como oscura. De hecho, enfrentada a sus propias contradicciones (las de una mujer que lucha contra los derechos de las mujeres ostentando un rol de liderazgo que ella denigra porque -afirma ella- «la mujer ha sido concebida para otros menesteres») prefiere obviar los complejos optando por aquello tan salomónico de aplicarse la condescendencia uno mismo a base de racionarla para los demás.
https://www.youtube.com/watch?v=_ckXvUtxxbM
Mrs America tiene algo de extraordinario y es la vigencia de sus parámetros conceptuales: han pasado 50 años y seguimos empantanados en el mismo berenjenal socio-político de mujeres que tratan de pasar pantalla, de ser simplemente seres resilientes; y de otras mujeres, que tratan de volver al inicio del juego, como si fueran aquel personaje de Robin Williams en Desmontando a Harry que vive ya permanente desenfocado. Ahí reside precisamente el gran interés del show: en la contemplación de la pelea en aquel descampado en el que empezó todo. Es tal el paralelismo (o la involución), no se sabe muy bien cuál es exactamente el término más adecuado, que en Estados Unidos se han dedicado a diseccionar qué parte de la serie es completamente fiel a lo acaecido y qué parte es ficción. Lo sorprendente es que las majaderías más descacharrantes de la pandilla basura comandada por Schlafly son las que no hubo que inventarse y las que se inventaron son casi un bálsamo para que el espectador siga creyendo que en las cabezas de aquellas amantes del capitalismo fálico había algo más que serrín, paparruchas y prejuicios.
No hace falta decirlo: la serie está bien dibujada en lo formal, tanto que casi parece un cuadro que alguien ha depositado sobre un caballete, uno de esos oleos cuyo tema podría interesarte poco o nada, pero que sigue resultando fascinante en técnica y resultados.
La sostienen un magnífico diseño de producción y una espléndida dirección de actores y, sin embargo, es curioso que lo mejor de Mrs America sean los matices que circulan por el show en forma de apuntes a pie de página: la delirante relación entre Schlafly y su marido, el aguerrido boceto del bando feminista, el esfuerzo fílmico para contar los mecanismos que se mueven en el interior de un sistema pensado para resistir cualquier intento de asalto al engranaje. O el propio contraste entre el conservadurismo que busca la irrelevancia femenina a perpetuidad y que encabeza una fémina (una paradoja que rascara el interior del cráneo del observador hasta hacerle un respiradero) y esa ola de cambio que va adquiriendo velocidad terminal. En ese tablero que aún existe, donde se mueven las mismas piezas (Schlafly, Kayleigh McEnany o KellyAnne Conway forman parte de una saga sin visos de extinción) en el que se dirime la suerte de la serie, obligada a resultar creíble, esquivando la mirada progresista para no acabar pareciendo un simple panfleto con vocación discursiva.
Todos/as arrancamos cualquier proyecto vital con ciertas expectativas y lo mismo puede decirse de nuestro criterio audiovisual: viene forjado por aspectos ideológicos, políticos y socio-culturales que se basan plenamente en aquel concepto tan relamido: ‘el contexto’.
Para un conservador, mirar Mrs America debe resultar reconfortante, no solo por la victoria de sus huestes en aquel pequeño Waterloo que fue el Equal Rights Amendment (ERA) para el feminismo estadounidense, sino por la contemplación de una realidad que insiste en perpetuarse. Para los de alma progresista, el show es algo parecido a un filme de ciencia-ficción en el que, si uno olvida por un momento que todo aquello sucedió de verdad, le parece estar asistiendo a una mala obra de teatro escrita por un aficionado a los delirios de la fantasía de un macho-alfa.
En ese filtro previo reside la gran fuerza de la serie: obliga al espectador a alejarse de su propia identidad individual si de verdad aspira a entrar totalmente en una historia llena de baches, trampas y minas de fragmentación. Sumergirse en la historia que narra Mrs America es como contemplar un accidente de tráfico a cámara lenta: sabes que el resultado va a ser poco satisfactorio para los implicados, que permanecerá en tu memoria por cierto tiempo, que no habrá belleza en el caos. Pero, aun así, no puedes apartar la mirada, sabiendo que quizás la experiencia pueda enseñarte algo valioso: como a no seguir corriendo en pos de un objetivo que se empeña en alejarse o a apretar el acelerador cuando nadie lo espera.
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