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«Haga usted como yo, que no me meto en política», o eso se supone que le dijo una vez Franco a Pemán. Con esta frase, el dictador consiguió definir de forma precisa su ideología, esa que se infiltró en todos los estratos de la sociedad española para convencer a mucha gente de que, efectivamente, lo de Franco no era política, sino la opción natural, la única posible. Hay quien ha acusado a El Ministerio del Tiempo (y más lo harán ahora, tras este episodio) de participar de un cinismo similar a esta frase: «¿pero cómo vamos a matar a Franco, si es Historia de España?», sería, para sus críticos, la postura oficial del Ministerio.
En el primer episodio de la cuarta temporada, «Perdido en el Tiempo», Julián vuelve al Ministerio. Uno pensaría que estamos ante un episodio de celebración, pero sorprendentemente nos encontramos ante la que seguramente sea la entrega más oscura de la serie. Apenas hay momentos de humor en uno de los episodios más ominosos hasta el momento, uno que acaba con Salvador afirmando que en el Ministerio solo hay dolor y amargura. Y esto es así seguramente porque «Perdido en el tiempo» se lanza de lleno a explorar el elefante en la habitación, uno de los temas que han ido vertebrando el resto de la serie: en este episodio, se plantea la posibilidad de asesinar a Franco y acabar así con su dictadura, construyendo un futuro completamente distinto para España.
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El Ministerio del Tiempo, siempre escindida entre la posibilidad de cambiar la historia a mejor o aceptar lo que pasó y luchar porque no vuelva a ocurrir, ha vinculado siempre de forma más o menos velada esta disyuntiva a la dictadura franquista, ejemplo reciente, para muchos, de «ojalá esto nunca hubiese ocurrido». La imposibilidad de hacerlo, debido a las reglas del Ministerio, es algo que llena de amargura no solo a Salvador, personaje que con cada imposibilidad se ha ido volviendo más oscuro, sino también a varios miembros del resto de la patrulla, cuya orientación política e ideales, sobre todo en el caso de la joven Lola, son más que evidentes. Es la misma amargura, la misma imposibilidad, que atacó a Julián cuando pretendió salvar de la muerte a Maite. Y es el resultado natural de que los creadores de la serie sean guionistas pero también historiadores: la tensión entre el poder de imaginar un mundo mejor y la imposibilidad de cambiar lo que ya sucedió.
Efectivamente, la imposibilidad de cambiar el pasado ha hecho que la serie sea acusada en diversas ocasiones de ceñirse demasiado a la versión oficial de los hechos, de despolitizar y convertir en aventura algo mucho más complejo: en este sentido, imaginar cualquier otra historia de España sería peligroso. Pero lo cierto es que El Ministerio del Tiempo está atravesada por tensiones que la hacen mucho más sofisticada que una mera lectura conciliadora y patriótica de la historia. Son esas tensiones las que hacen tan ominoso «Perdido en el tiempo», y me recuerdan, en su ambición y preocupaciones temáticas, a «Cambio de tiempo», el último capítulo de la segunda temporada y para mí el más interesante de la serie.
En «Cambio de tiempo» la serie advertía sobre el peligro de reivindicar un pasado supuestamente idílico para solucionar un presente complejo
Allí, Felipe II descubre las puertas del tiempo y decide convertirse en rey de todas las épocas de España. Por supuesto, el asunto desemboca en una dictadura multitemporal en la que se prohíbe a las mujeres hacer algo que no sea las labores del hogar y la sexualidad no normativa es abolida: como durante el franquismo. En «Cambio de tiempo» la serie advertía sobre el peligro de despolitizar los mitos nacionales, sobre la farsa de reivindicar un glorioso pasado supuestamente idílico para solucionar un presente demasiado complejo y poliédrico. Algo en lo que los populismos del siglo XXI, desde Trump hasta Abascal, pasando por Bolsonaro, son auténticos expertos.
Como en el capítulo dedicado a El Cid, en el que la serie se pregunta por los límites entre realidad y leyenda en la construcción de una de las figuras fundacionales de España, El Ministerio del Tiempo combina la imposibilidad de cambiar el tiempo con una deconstrucción de los mitos patrióticos españoles: aprender de la historia, aunque no nos guste, para poder resignificarla. Una postura ética que me parece mucho más realista (y por eso, dolorosa: «aquí solo hay dolor y amargura») que las que otros, sean del color político que sean, le exigen a la serie, y que sirve para iniciar una cuarta temporada en la que las apuestas parece que van a estar más altas que nunca.
El Ministerio del Tiempo vuelve a sus raíces y lo hace sin tregua, en un episodio cuyo nivel de producción y ritmo narrativo, si son una pista de lo que podremos ver en el resto de la temporada, muestran que la ambición del proyecto no ha dejado de crecer desde su estreno, allá por 2015. Con un nuevo Ministerio y la promesa de la patrulla al completo, cruzamos los dedos para que la serie siga, del modo que sea, metiéndose en política.