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Es bastante probable que cualquiera que esté leyendo esto haya visto Mare of Easttown antes de ver Mare of Easttown. Eso es porque la serie bebe del mismo manantial en el que antes se habían saciado shows como Happy Valley o Heridas Abiertas. Series que abordan la geografía del fracaso, de la (oscura, indeseable) vuelta a casa, de la huida que nunca se produjo. Historias que hablan de la ilusión de redención: ese unicornio al que todos quieren cazar y que se resiste a asomar la cabeza.
Mare of Easttown habla de una mujer atrapada en un pequeño pueblo. Uno de esos pueblos en los que bajo cada casa hay una ciénaga en la que se expían todos los pecados. Nada parece pegajoso en la superficie, la vida transcurre sin excesivos altibajos, todos van tirando. Pero en los cimientos, la corrosión es evidente y el entramado podría venirse abajo con un simple soplido. Y ahí, a punto de estornudar, encontramos a una detective de la policía local, interpretada por Kate Winslet, atrapada en el lugar en el que aún puede ser algo. Ser alguien. Como en aquella teoría del psicólogo Herbert Marsh, «el pez grande en el estanque pequeño», que no necesita demasiadas aclaraciones. El problema es que el personaje de Winslet odia el maldito estanque.
Naturalmente, el trasfondo es la desaparición de un niño, que despierta ecos de otra desaparición y enciende en el pueblo una llama que empieza ardiendo con discreción y acaba convirtiéndose en un incendio incontrolable. El elemento policiaco sirve siempre como buen lubricante para el drama, que por sí mismo acaba siendo indigesto. En Mare of Easttown, además, está bien resuelto, funciona. No es que sea fútil, porque a veces uno percibe en exceso que le están dando una pausa en el maratón de desgracias en lugar de un misterio real, como si Jessica Fletcher fuera a un pueblo a dar una de sus charlas y nadie muriera. Algo que, francamente, sería muy decepcionante.
https://www.youtube.com/watch?v=miQqyfO66uw
Pero, sobre todo, la parte de la serie que es realmente memorable (aunque la propia serie lo sea menos) es la mencionada Kate Winslet. La actriz británica es una bestia parda. Inmune a las modas, alérgica a las etiquetas, capaz de tapar un escape en una presa con la mano izquierda mientras con la derecha se toma un daikiri. Ella se carga la serie sobre sus espaldas y le sobra sitio. Cuando empiezas a creer que le falta algo a Mare of Easttown e intentas averiguar qué es, notas que Winslet te bloquea la visión: de algún modo solo puedes verla a ella. La ves a derecha, izquierda, arriba y abajo. Con esa pinta de haber acompañado a Dante por los siete círculos del infierno y hasta de haberse quedado allí a vivir un tiempo, porque hacía bueno.
La intérprete de Titanic, Revolutionary road u Olvídate de mí, es una presencia que los adoradores de eso que llaman «el sueño americano» calificarían de bigger than life.
No es necesario abundar en el detalle: cuando uno piensa que los vecinos son lo peor que podría sucederle, tiene que volver a casa y lidiar con la familia
Aquí, en su papel de exheroína del deporte («lo que hice hubiera sido normal en cualquier otro pueblo; en este es extraordinario») convertida en policía casi como si al arrastrar los pies le dieran a uno la placa y la pistola, recorre todos los registros del manual del actor. Enorme en lo dramático, orgánica en el cinismo del que ya cree que se ha perdido todo lo bueno que pudiera ofrecerle la vida en el purgatorio, y finísima en su papel de investigadora que finalmente logra investigar algo importante, la Winslet es una presencia demoledora. Tanto que por momentos, parece un cartucho de dinamita que va a implosionar y va a destruir su propio show, pero es tanto el talento que -paradójicamente- ella acaba siendo el pegamento que mantiene unidas las juntas de una serie que sin ella seria completamente irrelevante. Algunos críticos estadounidenses se han quejado de que el acento británico de la actriz no desaparece completamente, como si uno se quejara de que el sol alumbra demasiado, porque -qué coño- alguna pega habrá que ponerle.
Mare of Easttown es el retrato de muchos pueblos, en muchos sitios. Pueblos en los que los secretos son la divisa de uso corriente, en los que todos se conocen, pero nadie sabe nada de nadie. El eterno lugar en el que la vida de uno acaba siendo asunto de todos, retrato de una manera de contemplar la existencia en la que nada transcurre como queríamos, pero todo transcurre según lo previsto. Aquí no hay lugar para la bondad de los extraños, como si cada lugareño fuera un inspector de hacienda. No es necesario abundar en el detalle: cuando uno piensa que los vecinos son lo peor que podría sucederle («el infierno son los otros» que decía Sartre), tiene que volver a casa y lidiar con la familia. Que, obviamente, es mucho peor que los jodidos vecinos.
Eso sí, no vamos a comernos dieciséis temporadas con la buena gente de este páramo: son solo siete episodios, sin más recorrido (o eso parece, los designios del Hacedor pueden ser misteriosos) con el tiempo justo para llegar diez pasos fuera de los límites del pueblucho, como el lugar en que en un western irías a dispararle a alguien a la salida de sol. Además, hay un par de giros de guion interesantes, cliffhangers que te empujan la mano de nuevo al ‘play’ y un reparto interesante, trufado de desconocidos y con la guinda de Guy Pearce.
Con eso, ecos de la novela negra de tipos duros y mujeres fatales (pero al revés) y una dirección sencilla y eficaz, Mare of Easttown se planta en la casilla de salida con notable solvencia. Seguramente, no va a ser la serie de la semana, del mes o del año. Nadie va a vender más cereales, ropa o tableros de ajedrez con ella, pero al menos resiste bien los embates de la moda: nunca trata de ser más de lo que se le supone, ni quiere ser nada más de lo que realmente es: una estupenda (a ratos estupendísima) serie dramática con vetas de misterio. En una época en que todo tiene que ser lo muy, muy y lo más, más, se agradece una serie sin ínfulas y Mare of Easttown es justamente eso. Como decía aquel profesor: «ni más, ni -desde luego- menos».