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James Gandolfini interpretó a Tony Soprano durante más siete años (seis temporadas).
- Este texto contiene trazas de spoilers.
Antes de entrar en materia, un rápido antipasto: Rebobinemos a toda velocidad hasta la Inglaterra del periodo Tudor; una época en la que hace fortuna un género teatral denominado morality play, formado por dramas de carácter alegórico que enfrentan a los personajes protagonistas a distintas encarnaciones de valores morales, y que los colocan en la encrucijada de tener que elegir entre el bien y el mal. Siete siglos después, buena parte de la ficción televisiva contemporánea continúa, acaso sin pretenderlo, con esa antigua tradición.
Así lo confirman obras recientes como Killing Eve, una narración con especial gusto por la hipérbole y lo desopilante, en la que el protagonismo alterno de Eve Polastri (Sandra Oh) y Villanelle/Oksana Astankova (Jodie Comer) somete al espectador a una interesante montaña rusa existencial. A veces, soñamos con alcanzar la «normalidad» por la que también lucha todos los días la pobre Polastri. En otros momentos, quizá fantaseamos, aunque no queramos confesarlo, con dar rienda suelta a las pulsiones salvajes, caprichosas, eróticas, que encarna Villanelle. Esta dualidad moral acecha también a un personaje como Tony Soprano (James Gandolfini), temible Don de Nueva Jersey, marido y padre de familia.
Veinte años después, Los Soprano se disfruta, no solamente como una obra maestra que revisa en clave naturalista la tradición cinematográfica del cine de gangsters, sino también como una pieza de aliento clásico que se hunde en los grandes mitos, y que, al mismo tiempo, condensa buena parte de las preocupaciones de nuestra época. La creación de David Chase es, ante todo, una morality play para unos tiempos decididamente post-morales; Tony se nos aparece como un hombre de Nueva Jersey que sueña infructuosamente con ser un rey shakespeariano, y acaba convertido en un depresivo adicto al Prozac.
Chase no ha dudado en confesar que la serie se inspira, de modo elíptico, en algunas experiencias personales. Como Tony, también él tuvo una relación conflictiva con su madre, Mary Chase, inspiración para la creación de Livia Soprano (Nancy Marchand) a la que definió como «a passive-aggresive drama queen«. Como A. J. (Robert Iler), Chase tuvo como padre a un hombre permanentemente enfadado, que le trataba siempre como a un niño. También él pasó una depresión adolescente, que le llevó a la frecuente pasividad durante su etapa estudiantil. Además, ha confesado haber visitado al psicoanalista durante buena parte de su vida. La única diferencia con Tony Soprano, como él mismo se ha encargado de aclarar, es que Chase nunca ha sido un gangster.
Simpatía por el diablo
Recientemente, Andrew Grevas, editor de la revista 25YearsLater, proponía una interesante revisión de Los Soprano como una serie dedicada a abordar el tema de las enfermedades mentales. Efectivamente, la depresión de Tony, las pulsiones suicidas de su hijo A.J., las ansias secretas de «devorar» a su propio hijo de Livia, el catálogo de patologías mentales de Chris Moltisanti (Michael Imperioli), que van del complejo de inferioridad y los celos a los delirios de grandeza y la pulsión autodestructiva que canaliza mediante la adicción. Los instintos psicópatas de Ralph Ciffareto (Joe Pantoliano) componen un desajustado grupo humano asediado por los fantasmas de la mente. Los grandes enemigos no provienen, en realidad, de las bandas rivales o la policía, sino más bien de la familia en su doble acepción (familia de sangre y comunidad mafiosa), como con frecuencia ocurre en las vidas de los seres humanos corrientes.
La expeditiva forma de Tony de resolver los problemas nos proporciona un inesperado goce a todos los que no osamos apartarnos del «lado correcto» de la ley
Adentrarse en el universo de Los Soprano supone un viaje repleto de momentos gratificantes y otros más bien dolorosos, que estimulan los aspectos libidinales del espectador y lo colocan en sucesivas encrucijadas morales. La primera de ellas viene provocada por la extraña empatía que despierta Tony en nosotros. «Me gusta Tony Soprano; no puedo evitarlo. Me gusta a pesar de que reconozco que es un criminal peligroso y cruel. De hecho, no quiero que me guste, y no creo que me gustase si fuera una persona real que viviera unas calles más abajo», nos dice James Harold. Este filósofo norteamericano confiesa simpatizar con la causa del mafioso, enojarse cuando alguien le ofende, preocuparse cuando se hunde en el abismo de la depresión. Como todos los grandes narradores, Chase y su equipo son magistrales «manipuladores» que consiguen suspender nuestra ortodoxia moral, para hacer que ansiemos que Tony liquide de una vez a Cifaretto, como venganza por haber agredido cruelmente a una pobre chica a la que dejó embarazada; o que consiga reconquistar a su mujer, Carmela (Edie Falco), pese a que sabemos que con toda probabilidad él volverá a serle infiel.
Según el analista Noël Caroll, el secreto de la fascinación que despierta Tony se halla en que «es una extravagante amalgama de lo corriente y lo exótico». Los problemas laborales y familiares que padece pueden evocar, en una versión menos espectacular, los de cualquier otro mortal. Su expeditiva forma de resolverlos proporciona un inesperado goce, a través de la ficción, a todos aquellos que no osamos apartarnos del «lado correcto» de la ley. Sin embargo, esta vertiente transgresora no proporciona excesivo consuelo a Tony. La catarsis es un alivio efímero, que no impide que siga viéndose acechado por un aluvión de sentimientos tóxicos que finalmente lo llevan al colapso. Es entonces, cuando el gigante todopoderoso se desploma víctima del pánico, revelando su patética condición de héroe fallido.
Gary Cooper, en los cielos; James Cagney, en los infiernos
Como un mero «placer culpable», el espectador puede imaginarse, por un momento, tratando sus particulares conflictos humanos como lo haría Tony, como pura «gestión de residuos». El Don de Nueva Jersey, en cambio, ansía emular a héroes del cine clásico como Gary Cooper. En numerosas ocasiones, especialmente en las sesiones de terapia junto a la Dra. Melfi (Lorraine Bracco) –su conexión con unas clases medias-altas e ilustradas de origen italoamericano en las que quizá le gustaría ser algún día admitido–, Tony expresa su nostalgia por un actor al que define como «the strong, silent type«. Su «lado diurno», familiar, ansía alcanzar la solidez del molde heroico tradicional, encarnado en el hombre capaz de enfrentarse a sus antagonistas sin recurrir a ninguna ayuda, como ocurre en Solo ante el peligro (High Noon, 1952), de Fred Zinnemann; o al antiguo forajido que consigue redimirse y ser respetado por sus convecinos de El hombre del oeste (Man of the West, 1958), de Anthony Mann.
El lado nocturno, criminal y carnalesco de Tony, en cambio, se inspira en el desperado urbano que con frecuencia interpreta James Cagney. Éste es quien finalmente gana la partida en la mente del mafioso de Nueva Jersey. A partir de cierto momento, el protagonista de Los Soprano solo quiere, como el Cody Jarrett de Al rojo vivo (White Heat, 1949), llegar de una vez a la cima del mundo y luego saltar por los aires. El padre de familia y el criminal configuran una misteriosa dualidad que nos atrapa. Es difícil determinar qué parte es el doppelgänger y cuál es la persona real.
Una serie nihilista
La comparación con Jarrett no es casual. La película de Raoul Walsh bien podría ser una de las fuentes de inspiración de Chase para el diseño de su personaje protagonista. En 1949, Warner Bros. decidió promocionar esta cinta clásica con una significativa frase publicitaria: «Cagney breaks loose«. Efectivamente, en Al rojo vivo, este menudo y robusto actor perdía el control, dejándose llevar por la locura y los traumas edípicos (la madre de Jarrett es, por lo menos, tan perturbadora y temible como Livia), por la ansiedad ante la posible traición de sus secuaces o la angustia provocada por el acoso policial. Cagney era en la película un constante manojo de nervios, que también sufría repentinos ataques que lo llevaban a desplomarse en el suelo como si sufriera una convulsión epiléptica. En los momentos de mayor crisis existencial, Tony se sienta ante la pantalla de un enorme televisor a ver films de Cagney, como si el «cara a cara» con el actor pudiera servirle para recibir algún consejo de éste, venido del más allá.
Chase respondió, a los que pedían innecesarias explicaciones sobre el final, de forma lacónica, diciendo: «Todo está ahí»
Kevin L. Stoehr ha definido, oportunamente, Los Soprano como una «serie nihilista», como antes lo fueron las cintas de tono hard boiled del clasicismo de Hollywood, interpretadas por Cagney, George Raft o Edward G. Robinson. Es por esa razón por la que, como si de una tragedia griega se tratara, la serie se encamina de forma irremisible hacia la muerte. La última temporada adopta un tono elegíaco, decididamente funerario; una sensación que confirman las diversas muertes que salpican de sangre nuestro televisor. Algunas son tan dolorosas como la del eterno bufón sin gloria llamado Moltisanti, rematado implacablemente, tras un accidente de coche, por un Tony que conoce con este acto, de una fría vileza que pilla por sorpresa al espectador, las profundidades del abismo moral que lleva ya tiempo recorriendo.
El Destino –así, en mayúsculas– es en la obra de Chase una fuerza devastadora e ineludible, como ocurre con Esquilo. Su final, anticlimático, patéticamente rutinario, es el resultado de haber caído durante tanto tiempo en aquello que los griegos llamaron la hybris; es decir, la desmesura. La tan comentada última escena puede ser una suerte de retablo del infierno, ambientado en un local anodino que quizá frecuentaron Tony y Carmela durante la etapa de noviazgo. Allí vemos a los boy scouts, que representan una Norteamérica inocente de la que Tony nunca formó parte; a una pareja feliz que confirma, por contraste, la imposibilidad del amor con Carmela; a los chicos afroamericanos que se pasean por el local, y que le recuerdan la primera vez que sufrió un atentado encargado a una banda de criminales de raza negra. Chase respondió, a los que pedían innecesarias explicaciones sobre el final, de forma lacónica, diciendo: «Todo está ahí», pero también afirmó, quizá para jugar con el espectador, que en el último capítulo Tony no caía realmente abatido. ¿Muere o no el capo de Nueva Jersey al final de la serie? La respuesta corre, por supuesto, a cargo del espectador, que debe completar los agujeros de la narración, y activar sus dotes de interpretación, como si se hallara ante una obra ambigua y fascinante de la postmodernidad.
Chase ha llegado incluso a mostrar su irritación ante tantas especulaciones sobre el final. En 2015, afirmó: «Sabía que el final sorprendería, pero no tanto. Y no sospechaba que se convertiría en un tema de discusión tan importante. Eso sí que no me lo imaginaba. Nunca consideré que la pantalla negra equivaliera a un disparo. La sensación que buscaba, honestamente, era no dejar de creer. Era muy simple y mucho más visible de lo que la gente piensa. Eso es lo que yo quería: que la gente creyera. La vida es corta. O bien termina aquí para Tony o en otro momento. Pero a pesar de eso, realmente vale la pena. Así que no dejes de creer».
¿Cómo? ¿Que no dejemos de creer? ¿La serie nihilista por excelencia convertida en un relato de autoayuda? No puedo afirmarlo con seguridad, pero me atrevería a decir que Chase se divierte con nosotros, confundiéndonos, o, por lo menos, ejerciendo de «narrador no fiable». Yo, la verdad, tampoco lo soy, pero intentaré darles mi modesta versión del asunto; mis impresiones dispersas que no tienen por qué compartir: Tony intenta aferrarse a la vida, seleccionando en el jukebox «Don’t Stop Believin’», de Journey, una canción de estilo AOR más bien naif, un último asidero que invita a seguir despreocupadamente hacia delante («It goes on and on, and on, and on«…). Pero, como dijo Francis Scott Fitzgerald, rara vez hay segundos actos en las vidas americanas.
Es un final sin gloria, en un fuera de campo abismal, que cierra el mito norteamericano del cine negro mediante la desmitificación
La campanilla de entrada de la hamburguesería se convierte en las campanas de la muerte, que anuncian el fin del último round. Solo Meadow (Jamie-Lynn Sigler), la hija que podría haberse convertido en el próximo Don de la mafia en un futuro post-patriarcal, parece intuir que algo terrible está a punto de suceder, y por eso se desespera ante su propia torpeza al aparcar, que le obliga a retrasar su entrada en la última función. La música se interrumpe bruscamente, justo cuando el estribillo dice «Don’t Stop«. La pantalla funde entonces a un negro eterno, confirmando los presagios de una conversación cotidiana entre mafiosos: cuando uno se muere, debe ser algo así como si te apagaran el televisor. Es un final sin gloria, en un fuera de campo abismal, que cierra el mito norteamericano del cine negro mediante la desmitificación; un final que nos recuerda que la vida no concluye, sino que acaba, que se interrumpe sin más, dejándonos, con frecuencia, abruptamente a medias. Sin final. Preguntándonos si «el viaje» (the journey) valió realmente la pena.
Aquello que Toni intuyó en el episodio piloto se confirma ahora del todo: los patos –esos patos que simbolizaban la unión familiar, el deseo de que el Tony diurno venza a su sosías malvado– no volverán. Tony lo intuía, y eso le llevó, poco a poco, a la enajenación. Ahora lo sabe del todo, como también lo sabe el Chase que durante años luchó contra la depresión: se vive (bien, mal o regular, pero se vive), finalmente algún día se funde a negro, y adiós.