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Cuenta Alejandro Amenábar que necesitaba dar un giro de timón después de rodar Mientras dure la guerra (2019), aquella película sobre las contradicciones de Unamuno ante la inminente Guerra Civil, sobre Franco y Millán Astray, sobre el venceréis pero no convenceréis. Quizás agotado por las reacciones que la España polarizada tuvo ante el film, el director de Tesis y de Los Otros, de las que estos meses se celebran los 25 y los 20 años respectivamente, buscó en su biblioteca, y fue a parar a un cómic que le había hecho disfrutar y que tenía todo lo que su ánimo necesitaba.
«Me había enganchado muchísimo con El tesoro del Cisne Negro, de Paco Roca y Guillermo Corral, y me dieron muchas ganas de adaptarlo porque, después de haber rodado una peli tan sesuda y política como Mientras dure la guerra, me encontraba ante ese elemento lúdico de la aventura, el tesoro, los piratas…», nos contaba Amenábar pocos días antes de estrenar La Fortuna en el Festival de San Sebastián.
A lo largo de sus seis episodios, la miniserie con la que el cineasta aterriza en la ficción televisiva mezcla intrigas políticas, conflictos judiciales, una (improbable) historia de amor y, ahí está el quid de la cuestión, rescates de buques hundidos o, según el punto de vista, expolios de fondos marinos. Inspirada en el enfrentamiento entre el gobierno español y la empresa Odissey, que en 2007 encontró los restos de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, hundida en el Estrecho de Gibraltar cuando fue abordada por barcos ingleses, la nueva producción de Movistar+ empieza en el momento en que el barco del cazatesoros Frank Wild encuentra La Fortuna, un pecio español hundido con medio millón de monedas de plata a bordo. El contencioso con Patrimonio Nacional está servido.
«Me apetecía mucho disfrutar: haciéndola, y, aunque suene a perogrullada, provocar que el espectador también disfrutara. Es un proyecto que rezuma optimismo, y me gustaría que la gente terminara el sexto episodio con una sonrisa. Es una serie que solo busca hacer pasar un buen rato», nos apunta un Amenábar que dice inspirarse en el espíritu del cine que le conquistó de adolescente, en el Tiburón de Spielberg y en el Titanic de Cameron, al que hace un guiño en una de las primeras escenas de la serie.
No hay tensión narrativa, no hay villanos sin escrúpulos, no hay misterio, no hay peleas, no hay peligro
La Fortuna da el protagonismo a un joven diplomático recién llegado al Ministerio de Cultura. Él, junto a una funcionaria respondona y a un abogado norteamericano, será el encargado de comandar al equipo que pretender recuperar para España lo que es suyo. Los tres llevan el peso de una serie que tiene su contrapunto en la compañía de cazadores de tesoros marinos, malos de una función que, en realidad, no tiene villanos. Acaso el capitalismo, que, como dice el pirata Wild, nos ha llevado a que los verdaderos tesoros sean las acciones de la bolsa de una empresa como la suya.
Amenábar le da brío al inicio de esta producción, y del éxito de la captura submarina nos lleva hacia un Ministerio de Cultura que, como todos los ministerios, está lleno de zánganos acomodados en subsecretarías y asesorías varias, de esos que no dan palo al agua pero, eso sí, llenan del trabajo que no hacen a los funcionarios que (al menos los de esta ficción) echan más horas que un reloj. El cineasta se encarga de subrayar sin ningún miramiento la idea de que la clase política es incapaz, torpe, estorba más que cualquier otra cosa. No es nada sutil en su cruzada particular contra la burocracia institucional española, y constantemente juega a las comparativas respecto al funcionamiento socio-legal-político norteamericano. Para bien (nunca está de más ser contundente cuando se tiene voz, y Amenábar la tiene) y para mal (el mensaje se da tantas veces que pierde impacto), ese contraste es una de las características más evidentes de La Fortuna.
Y lo hace usando un tono abiertamente humorístico, con los mil y un tropiezos del protagonista, por la desconfianza que le tienen ante su edad (en un autoguiño del director a sus comienzos en el mundo del cine, cuando el veinteañero que era osó enfrentarse a las vacas sagradas: no olvidemos que Tesis ganó siete Goyas, entre ellos el de Mejor Película). Y abriendo la puerta para que la vis cómica de Karra Elejalde haga de las suyas: él da vida a un ministro con flequillo que recuerda a Javier Solana, un escritor llegado a la política por casualidad, harto de los inoperantes chupópteros que le rodean, y que encuentra, por fin, un objetivo a su cartera cuando se abre la oportunidad de recuperar para el país los restos del barco hundido.
El romance, por su parte, es un añadido innecesario, una rémora que, eso sí, le permite a Amenábar jugar con las ideologías políticas opuestas del diplomático y la funcionaria (él es conservador, probablemente votante del PP; ella tiene tics podemitas… el guion nunca nos lo aclara, no fuera caso que alguien se ofendiera, aunque ni falta que hace), y añadir un tan inesperado como gratuito elemento LGTBIQ+. Ocurre que no hay tensión sexual entre los protagonistas: el hasta ahora influencer Álvaro Mel flaquea al llevar a cuestas el peso de la trama, y empalidece ante una Ana Polvorosa que defiende su personaje con solvencia.
En cualquier caso, la comicidad y la historia de amor deberían estar al servicio de la aventura de aires tintinescos, verdadera intención de tan ambicioso proyecto. Y ahí, de nuevo, la serie apunta más que consigue, siempre a medio camino. No hay tensión narrativa, no hay villanos sin escrúpulos, no hay misterio, no hay peleas, no hay peligro. El drama judicial empalidece ante cualquier episodio de cualquier serie de abogados. La sombra de la conspiración tampoco explota, desaprovechando (menudo pecado) al siempre magnífico Manolo Solo o a una Blanca Portillo que pasaba por allí. Cuando llega la persecución, los camiones y los Hummer negros, el globo se pincha en dos segundos. Cuando la serie viaja dos siglos en el tiempo para recrear la batalla de las fragatas, los recursos de producción no lucen como debieran. El interés de la trama decrece conforme avanza el metraje. Todo es excesivamente ingenuo, nada tiene el gancho que las expectativas demandan. La sensación de quiero y no puedo nunca termina de irse del todo.
Quizás lo mejor de la serie esté en el duelo, presencial o virtual, entre dos viejos lobos de la interpretación: sin esforzarse en exceso, sin medio alarde, Clarke Peters (The Wire, Treme) y el grandioso Stanley Tucci se llevan el gato al agua. Uno, como abogado de moral intachable y cómplice del gobierno español; el otro, como escéptico cazatesoros y padre de familia divorciado. Ambos tienen un pasado en común que la serie, otra vez, no termina de explorar, más allá de mostrarnos repetidamente una fotografía de juventud.
En definitiva, La Fortuna entretiene pero se queda muy lejos de lo esperable. Para acabar hundiéndose sin remedio porque, como los cañones ingleses, la competencia es demasiado feroz como para navegar con una brújula averiada y sin destino claro.