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La situación es dramática y ridícula a partes iguales. En un desesperado intento por llamar la atención, un alcoholizado yonki empapado de gasolina amenaza con prenderse fuego en un tobogán de un parque infantil porque su ex novia se la está pegando con su mejor amigo. Dos chavales sentados en los columpios gozan del espectáculo mientras un par de madres adolescentes con sus carritos contemplan el panorama desde la distancia impacientes porque el potencial suicida dé por acabada su farsa (da igual cómo) y ellas puedan seguir con su rutina: marujear, fumar y pintarse las uñas. Los gritos de uno y las risas de otros congregan a los curiosos, más atraídos por el morbo que por la preocupación.
Algún vecino sensato llama a la policía y al cabo de un rato acude una agente con el propósito de hacer entrar en razón a un tipo que la perdió hace mucho tiempo. Sus dotes de negociadora son peculiares porque en su manual de instrucciones no constan las típicas consignas recomendadas para casos de este calibre: “no merece la pena”; “todos los problemas se pueden arreglar”; “hay mil razones para vivir”; “tu familia te quiere”… No. El mensaje es otro. Y mucho más contundente:
“Si lo haces, el dolor va a ser tan insoportable que me suplicarás que te pegue un tiro”.
Y el tío se lo piensa, claro. No es que el muy cobarde lo fuera a hacer, pero la perspectiva de una muerte agónica a fuego lento le tira para atrás. Y la policía aprovecha la duda para presentarse y entablar diálogo:
– I’m Catherine, by the way. I’m 47, I’m divorced, I live with my sister, who’s a recovering heroin addict; I have two grown-up children: one dead and one who doesn’t speak to me. And a grandson.
Bienvenidos a Happy Valley, una joya imperecedera que arranca como más nos pone: cogiéndonos por los huevos desde la primera escena. Y ya no los va a soltar, para goce y deleite de nosotros los televidentes, prendados para siempre del universo frágil y feroz de Catherine Cawood.
Nada cojea en este thriller con tintes de drama familiar y muchas dosis de comedia negra, sostenido por los tres grandes pilares sobre los que debe edificarse cualquier ficción televisiva: Los personajes, el argumento y el lugar sobre el que estos se desarrollan.
«‘Happy Valley’ está situada magistralmente en el ambiente rural de West Yorkshire, en el norte de Inglaterra, una zona amiga de la crónica negra y criminal entre Leeds y Manchester»
Si algo aprendimos con The Wire es que los entornos ejercen también de protagonistas capaces de condicionar decisivamente las vidas del resto de personajes. Es lo que ocurre en esta producción de la BBC situada magistralmente en el ambiente rural de West Yorkshire, en el norte de Inglaterra, una zona amiga de la crónica negra y criminal entre Leeds y Manchester. El cielo encapotado, las colinas verdes, las hileras grises de casas adosadas y el suelo siempre mojado son testigos del vaivén de los personajes y del desarrollo de las intrigas. En el campo, quién lo iba a decir, también hay bajos fondos. Tal es el impacto que crea ese ambiente tan cautivador y hostil que no es raro que el espectador se sorprenda a sí mismo imitando ese acento que tanto distingue a los lugareños.
Las tramas policíacas, diferentes en cada una de las dos temporadas pero con hilos entrelazados, sin ser el súmmum de la originalidad detectivesca, son estimulantes, sorprendentes y macabramente absorbentes. La guionista y creadora Sally Wainwright (a sus pies, señora) teje una red de personajes maravillosos a los que va desnudando a medida que la serie avanza, descubriendo las bondades y miserias de cada uno de ellos. El magistral y semidesconocido elenco de actores da vida a individuos inolvidables del más variopinto pelaje: En Happy Valley cohabitan gentes nobles y buenas con palurdos y delincuentes cutres que parecen sacados de alguna peli de los Coen.
Todas las virtudes de esta serie quedan eclipsadas por Catherine Cawood, un tótem hecho carne por Sarah Lancashire. Es sencillamente el personaje femenino mejor construido de la televisión desde Carmela Soprano. Palabras mayores, sí, pero no exageradas.
En los últimos tiempos, en buena medida por culpa del éxito del insoportable Doctor House, hemos asistido a la proliferación de protagonistas sociópatas, amorales, asquerosamente inteligentes y raros en plan especialito. Ejemplos hay a patadas: La detective de The Bridge, Elliot Alderson (Mr Robot), Sheldon Cooper, Rusty Cohle, Dexter, Frank Underwood… Muchos cojonudamente dibujados y otros más planos que una hoja de papel.
«Catherine es madre, hermana, abuela, policía, vecina, amiga. Inteligente, atenta, divertida, compasiva, piadosa y conserva un atractivo que nos muestra con cuentagotas»
La grandeza de Catherine Cawood reside precisamente en todo lo contrario: desprende una naturalidad avasalladora que se advierte en todos sus gestos, sus miradas, sus trato y sus repentinos cambios de humor. Catherine es madre, hermana, abuela, policía, vecina, amiga. Inteligente, atenta, divertida, compasiva, piadosa y conserva un atractivo que nos muestra con cuentagotas. Una mujer de mediana edad segura de sí misma que no pretende darse ninguna importancia. No hay estridencias en su comportamiento, sensible con los desfavorecidos e implacable con los malos. A cargo del primogénito de su hija suicida, Catherine es una señora de vuelta de todo cubierta por un halo de tristeza que intenta disimular sin éxito. Sobre sus hombros de heroína cansada recae la responsabilidad de mantener el orden en su ciudad y de cuidar y recomponer su familia, hecha añicos por un pasado que se nos irá revelando poco a poco. Y a pesar de las perrerías que le ha jugado la vida se resiste a caer en la amargura, dispuesta siempre a levantar la moral de amigos y compañeros con un humor serio que encandila a quienes la rodean. Todos quieren a esta policía carismática con mala leche e instinto para detectar y combatir el mal en cualquiera de sus formas.
Catherine Cawood es la reina de Happy Valley. La extraordinaria mujer normal.