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Hace unas semanas, Robin Wright fue invitada a un late show estadounidense para promocionar la sexta y última temporada de House of cards. Cuando el presentador le preguntó por qué era necesaria otra temporada de la serie, la actriz contestó: “Porque más de 200 personas se hubieran quedado sin trabajo”. Es una respuesta muy noble, no cabe duda, pero esconde en su interior una inmensa paradoja: si esa es la mejor razón, o la primera que le vino a la mente, quizás el problema es –directamente- conceptual.
No tenía que haber existido una sexta temporada de House of cards. Aunque intenten convencernos de que en realidad el arco dramático iba por ese camino (y una mierda) y de que el fallecimiento metafórico, casi literal, de Kevin Spacey había podido ser resuelto ajustando un par de cosillas, aquí y allí. Puede que la audiencia sea lela, pero no tanto. Ya lo decía Abraham Lincoln: “Puedes engañar a alguien todo el rato o a todos durante un tiempo, pero no puedes engañar a todo el mundo, todo el rato”. El pobre Lincoln no hubiera dudado en arrojar su televisión a cualquier general sureño si hubiera tenido que aguantar los vaivenes narrativos y dramáticos de una serie que fue pergeñada para establecer un juego casi diabólico con el espectador y que ha acabado siendo una perogrullada en la que hasta el famoso rompimiento de la cuarta pared se acaba leyendo en parámetros de telenovela barata.
Los que recuerden a Spacey dirigiéndose a cámara recordarán que en esa comunicación directa con el que miraba, había explícitamente un esfuerzo por convertirle en cómplice. Ese trasvase de malas intenciones que se producía a través de la cámara era una manera de reforzar el link entre el núcleo de la serie (la política, en tal que pintor de cámara de la vida misma) y su columna vertebral, que no es otra que el espectador que aguarda paciente el siguiente secreto. En realidad, hay una razón por la que el único hablando directamente al respetable sea el demonio: eso crea un mecanismo de adicción. Solo el malo y los testigos (nosotros) tenemos toda la información necesaria. Somos los únicos que tenemos todas las piezas del puzzle, constantemente. El rol de la cuarta pared, la de hacer impermeable la ficción, se suprime aquí por un motivo recurrente: el motor de la serie solo carbura con ese diálogo que crea el protagonista con el público y ese diálogo debe ser fluido, potente y complejo. Uno no utiliza una herramienta tan poderosa como si fuera una maza, la utiliza como un bisturí: digamos pues, que en la sexta temporada han convertido el bisturí en uno de esos martillos de goma que emite un sonido ridículo cada vez que golpea algo.
No se lo han puesto fácil a Robin Wright, dibujando un panorama en el que el personaje más influyente de la serie está en un psiquiátrico (el pobre Michael Kelly, con cara de “no sé qué hago aquí, yo solo vi luz y entré”), los malos son de opereta (los mellizos interpretados por Greg Kinnear y Diane Ladd dan el mismo miedo que un cachorro de labrador) y el dato que parece impulsar a la serie es saber cómo ha muerto un personaje que ya no está. Esto último debería dar una pista sobre la magnitud del desastre.
Decía el escritor y guionista Dennis Lehane, que cuando empiezas a querer demasiado a tus personajes, o a darles demasiada importancia, ha llegado la hora de asesinarles
Todo en la sexta temporada de House of cards (que ya venía de una quinta bastante deficitaria, que ahora –en comparación- parece Todos los hombres del presidente) es disperso como una partida de ajedrez en la que no hay tablero y cada uno aterriza las piezas donde le parece. Incluso una de las grandes virtudes de la serie, la de ser capaz de hacer girar al reparto en torno a un centro gravitatorio concreto, ya sea el presidente de Rusia o un contrato para acabar con el paro, se ha esfumado. Todo parecen ser mcguffins, excusas banales, como un tipo aburrido en una estación de buses contando las personas que entran y bajan de cada vehículo. Todo parece ser hijo de la improvisación, la incompetencia o la voluntad de entretener (con nulas consecuencias para el espectador, obviamente). No hay brújula, ni diseño previo, ni esa determinación de llegar a algún lado, de contar algo sustancial. Decía el escritor y guionista Dennis Lehane, que cuando empiezas a querer demasiado a tus personajes, o a darles demasiada importancia, ha llegado la hora de asesinarles. Siguiendo esa pauta, la sexta temporada de House of cards debería haber empezado con una guerra nuclear. Sin supervivientes.
Hasta en esos apartados en los que la serie podría haber sido punzante (el primer año de Trump, la aparición de un descomunal movimiento feminista, la repetición de patrones como los incidentes en escuelas o los desvaríos en las relaciones con terceros países), se tocan con una torpeza inesperada para un show presuntamente sofisticado. El feminismo de la presidenta parece venir de flashbacks armados con una desgana alarmante o de casualidades demasiado casuales. No hay discurso, ni intencionalidad socio-política alguna, todo parece haber sido añadido con un rotulador demasiado grueso, de esos que traspasa el grosor de la página y mancha el resto del texto. Además, y quizá sea la parte positiva, uno no necesita ver ni dos episodios para advertir la hecatombe. Le basta con el primero: un desastre de dimensiones homéricas. De Homero, aunque también un poco de Homer.
Para acabar de rematar una receta tremendamente indigesta, se ha borrado por completo el filtro humorístico que otorgaba un tipo como Spacey. Esa actitud de estar riéndose de su país, de su bandera y de sí mismo, le daba al producto una pátina de desparpajo que le sentaba muy bien. Wright –una actriz maravillosa, en un encargo envenenado- parece haberse tragado un gato hidráulico. No funcionan sus diálogos, no funcionan sus escenas, no le funciona nada. Hasta cuando intenta sonreír, parece ser víctima de un doloroso cólico.
Abandonada a su suerte por unos guionistas aterrados o trabajando demasiado deprisa (o quizá ambas cosas), la serie colapsa desde el inicio y acaba de forma desconcertante, seguramente porque alguien pensó que lo único importante era eso: acabar.
Eso sí, la serie sigue conservando unos magníficos títulos de crédito.
Algo es algo.