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La única visión que el altruismo permite de los hombres es la de animales sacrificables o beneficiarios de sacrificios ajenos, la de víctimas y parásitos, que no permite ni el concepto de una coexistencia benévola entre los hombres ni el de justicia.
Ayn Rand, La Virtud del Egoísmo
El primer paso para resolver cualquier problema es reconocer que hay uno. América ya no es el mejor país del mundo. ¿Suficiente?
Will McAvoy (Jeff Daniels), The Newsroom
En un episodio de Mad Men cuyo nombre no recuerdo, Don Draper recibe un bonus por su buena faena como publicista directamente de manos de su jefe, Bertram Cooper, dueño de la agencia en la que trabaja. Pero, en la intimidad de su despacho, el sanctasanctórum del frívolo mundo de los mad men neoyorquinos de los sesenta, Cooper deja caer que no solo está satisfecho con el trabajo de su empleado, sino también con la forma que este tiene de enfrentarse al mundo: está satisfecho con los valores de Don, porque considera que se parecen a los suyos propios. Considera que Don ya puede sentarse en la mesa de los grandes, que ya entiende la realidad como solo un verdadero triunfador lo hace; que es uno de los nuestros. Productivo, razonable, y, en fin… completamente interesado por sí mismo y por nadie más. Completamente egoísta. Le habla de un libro llamado La Rebelión de Atlas, escrito por Ayn Rand, que adorna su despacho, y le recomienda que lo lea. Luego, la serie, y con ella el particular camino de autodestrucción/autodescubrimiento de Don Draper continúan, y nos olvidamos de Rand.

Pero no deberíamos. Su filosofía (más bien, el debate sobre los límites y las contradicciones de esta) permea la serie de tal manera que casi podríamos contemplarla como un contraargumento a La Rebelión de Atlas, ese librito que aparece en un episodio pero que tantísima influencia ha acabado por tener en el contexto general de la ficción televisiva estadounidense de los últimos años. Porque es una novela que, adaptando a la ficción las ideas principales de Rand, enseña al que la lee ni más ni menos que a convertirse en un perfecto imbécil. A dominar el tantas veces denostado arte del egoísmo. A interesarse por uno mismo y por nadie más. A convencernos de que ser un cabrón mola.
¿Es que acaso no va de eso la ficción contemporánea? ¿Acaso no han venido a ocupar nuestras pantallas un puñado de héroes dudosos, antihéroes miserables o, directamente, gilipollas integrales que nos cautivan con su egoísmo, con su maldad, con su forma perversa de ver el mundo? La respuesta, obviamente, es sí: la televisión se ha llenado de monstruos. De monstruos con algo muy randiano.
«‘La rebelión de Atlas’ fue la Biblia de la población estadounidense durante los felices años cincuenta, para ellos el libro más importante solo después de la propia Biblia»
Sin embargo, Rand defendía a su monstruo, no buscaba profundizar en las contradicciones de su psicología: era una mujer completamente convencida de que lo mejor para el progreso de la humanidad pasaba porque cada uno se ocupase de lo suyo y punto, de que el capitalismo laissez faire radical eliminase de la faz de la Tierra todas las injusticias traídas por el socialismo y demás delirios de igualdad. En este sentido, La Rebelión de Atlas es una gran parábola-panfleto que ensalzaba el individualismo agresivo y los poderes del libre mercado de una forma que le fue como anillo al dedo a los Estados Unidos de después de la Segunda Guerra Mundial. Fue la Biblia de la población estadounidense durante los felices años cincuenta, y para ellos el libro considerado más importante solo después de, bueno, la propia Biblia. Mientras el sistema económico fue fiable, las enseñanzas randianas resplandecieron como pilares dorados de integridad y valentía, como una especie de recordatorio constante a las masas de que si trabajaban por su propio beneficio, olvidando esas nociones de justicia social que los liberales y comunistas querían inculcar, no podían esperar otra cosa que el Cielo. Como una religión de los tiempos modernos acomodada a la velocidad de las cadenas de producción, el flujo constante de dinero que emitía el país y su deriva consumista (y, por ende, la del mundo aculturizado por los Estados Unidos) se veían así acompañados por todo un sistema de pensamiento acorde, lo suficientemente sencillo como para ser entendido por una población a la que la palabra intelectual siempre le había producido alergia. En ningún otro país o época podría haber gozado de tanta aceptación una ideología tan salvajemente egoísta: ya en los ochenta, las políticas de desregulación feroz de Reagan, acompañadas del auge global del neoliberalismo que acabaría por desembocar, años más tarde, en la crisis que todavía padecemos, serían alternativamente clímax y último coletazo institucional de una doctrina que ha permeado la ideología estadounidense durante gran parte del siglo XX.

«Los últimos compases del siglo XX han abocado a Estados Unidos a aceptar gradualmente que ya no son el centro del mundo»
Porque entonces el sistema quebró. La potencia industrial estadounidense empezó a empalidecer frente a los nuevos actores emergentes, las fábricas cerraron, Detroit se convirtió en un basurero tóxico y los que gobernaban la nación salieron a la luz pública como traidores, corruptos, mentirosos, adúlteros: los últimos compases del siglo XX han abocado a Estados Unidos a la obligación de aceptar gradualmente que ya no son el centro del mundo (como sintetiza el poderoso primer monólogo de Jeff Daniels en The Newsroom), a pesar de que muchos de sus ciudadanos desinformados lo sigan creyendo, y que en esa persecución constante del Sol del sistema capitalista ha acabado por provocar más tragedia que triunfo: el mensaje que guiaba a las masas no era empírico, sino divino, y ahora se ven sus armazones y su falsedad.
Las series estadounidenses se han dedicado a radiografiar esta ruina desde los inicios de la llamada edad de oro de la ficción televisiva, y en ello han fotografiado una oscuridad que campa a sus anchas, en la que anidan los monstruos deformes que la doctrina de Rand dotó de valor y sentido, pero que ahora mismo solo son tragedia, seres desplazados que nos fascinan pero a los que se nos hace muy difícil defender. Son la prueba viviente de la caducidad de equiparar capitalismo con bondad y bienestar, la crítica dramatizada del declive del país efectuada por una generación de autores políticos que prefieren articular su discurso mediante entregas semanales que hacerlo en forma de novela, ensayo o filme. Son el dedo acusador, que obliga al país a mirarse al espejo de sus propias miserias, y el reflejo son estas personalidades extremas, que convierten la mentira, la máscara, la doble personalidad, en su razón de ser, su día a día. Una estirpe que combina en su ADN ecos de la tragedia griega y de la ambición shakesperiana, y también podría aparecer en ese espejo a lo largo del camino que tanto fascinó a los novelistas realistas: en su corazón contienen todo el poder del drama humano.
¿Dónde nos equivocamos? Se preguntan estas ficciones, e intentan resolverlo volviendo, una y otra vez, a ese círculo infernal de ambición y egoísmo, a intentar ahondar en la perversa mente de estos monstruos. A intentar comprenderles para hallar una forma de redimir el trauma colectivo de un país que creyó en el fantasma del dinero y que ahora se encuentra con las manos vacías. Sus personajes son la cristalización de una ideología quebrada. Porque ellos, a diferencia de Rand, no defienden al monstruo: sus series no son doctrina, no son panfleto. Son una exploración sincera del egoísmo humano, y de lo que sucede cuando ese egoísmo toma las riendas del alma. Del alma de una persona que es un país. Y mira que nos gusta ver un país arder.
Ir a En torno al egoísmo (o cómo Estados Unidos se llenó de imbéciles) (Parte II)