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Miguel Herrán, Ester Expósito y Álvaro Rico Ladera en 'Élite'. Imagen: Netflix.com
En los años 90, antes de que llegasen Friends o Dawson Crece, uno de mis momentos televisivos favoritos de la semana llegaba los domingos. Después de comer, me llevaba la televisión de la cocina a mi habitación y, acompañada de una amiga, me sentaba a disfrutar de un nuevo capítulo de Sensación de Vivir. Allí estaba Dylan, con su tupé, los mellizos Walsh, con su perfecta sonrisa, el torpe de David, la sabihonda de Andrea. Era nuestra ración semanal de ficción adolescente, con sus amoríos, sus traiciones y sus desencuentros. El pasillo con taquillas que nunca tendríamos, las vacaciones en Malibú que nunca disfrutaríamos, el guaperas que nunca se fijaría en nosotras.
Cuando la Generación Z, dentro de un par de décadas, eche la vista atrás y recuerde sus referentes televisivos juveniles, ni siquiera pensarán en la televisión. A las pantallas de sus teléfonos o tabletas regresarán esas series en las que buscaron un reflejo y encontraron una ventana llena de personajes diversos, tolerantes y mucho más abiertos que en generaciones previas, pero también tremendamente aficionados al alcohol o a las drogas. Jóvenes en los que las imperfecciones son casi la norma, y no el desliz que centra el capítulo más controvertido de la serie.
Cómo le sentará a esa generación un retrato tan descarado como el que hacen Euphoria o Élite solo el tiempo lo dirá. Pero, a diferencia de sus predecesores, ellos podrán decir que el mundo entero disfrutó con una serie española que, además de atraparles a base de suspense, les llevó a las fiestas con las que soñaban, les hizo suspirar por una piscina infinita o fantasear con una nota perdida en un cuaderno.
Como Sensación de Vivir, no será un referente excepcional con el que deslumbrar a tus invitados en una cena, pero sí una mención generacional que impregne la estancia de nostalgia. Imperfecta, pero tan necesaria en su género como en el menú televisivo adolescente.
Élite ha regresado con su segunda temporada para confirmar que en España también sabemos preparar la especialidad de la casa de Netflix. Series juveniles adictivas que, con un guión milimetrado, un buen reparto y los escenarios adecuados, te hacen olvidar por unas horas que la vuelta al cole está ahí o que otras elecciones (probablemente) también.
Carlos Montero y Darío Madrona han vuelto a cocinar un menú a la medida de los invitados a la fiesta del lujo, el sexo y la intriga. No apto para todo los públicos pero digno de los aplausos del respetable, que probablemente vuelva a consumir vorazmente sus ocho episodios.
Para conseguirlo la producción recurre, sin demasiado disimulo, a técnicas y estructuras familiares, pero no por ello menos atractivas. Si en la primera temporada la intriga residía en descubrir a un asesino, en la segunda apuestan por una desaparición como hilo conductor de una historia que viaja en el tiempo para deslizar pequeñas pistas a base, cómo no, de un interrogatorio.
El misterio aguanta hasta el último episodio mientras los protagonistas además afrontan la realidad que dejó la entrega anterior. Una compañera fallecida, un culpable entre rejas que insiste en proclamar su inocencia y un puñado de jóvenes convencidos de que nada será igual. Adolescentes que no saben en quién confiar, aliados inesperados y un ratio de fiestas a la altura de lo acostumbrado, con un salto temporal de tres meses en el que abundan las palabras que solo el tiempo considerará inadecuadas.
Para perfeccionar el sabor de boca que dejó el estreno del misterio teen de Netflix, los creadores han mejorado la receta con el ingrediente de moda en estos tiempos, la representación. El carácter universal de la producción crece con la presencia del chileno Jorge López encarnando al medio hermano de Lu, Valerio. Georgina Amorós hace realidad el sueño de miles de espectadoras adolescentes gracias a Cayetana, que con una cuenta de ahorros familiar en números rojos, codician enfundarse el uniforme de Las Encinas.
Por su parte, la entrañable Rebe de Claudia Salas pone voz a las «Jennis» orgullosas de sí mismas a las que una pandilla de pijos no consiguen amedrentar. Especialmente interesante es esta última incorporación, que consigue crear un personaje fácilmente identificable sin caer en la parodia. Y lo hace siendo algo más que “una Nairobi” por mucho que algunos insistan en identificar así el «chonismo» televisivo.
Los ya conocidos mantienen su nivel con «Omander» siendo la pareja más adorable, Samuel y Carla desencajando mandíbulas y Lu malmetiendo en cuanto surge la posibilidad.
Muchos pueden presumir de haber hecho un gran trabajo pero, como sucedió en la temporada de estreno, Miguel Bernardeau sobresale en su particular viaje emocional que va desde el duelo al enamoramiento pasando por la ira o el simple dolor. El «pobre niño rico» marcado para siempre por la pérdida, que trata de llenar el vacío con lo primero que tiene a mano, ya sea un amor imposible, drogas o una fiesta improvisada.
Como no aspira a sentar cátedra, y sabe muy bien lo que es, a Élite se le pueden disculpar maneras que en otras circunstancias narrativas serían imperdonables. La última elipsis roba conversaciones fundamentales para algunos personajes, y nos lleva a un escenario que nos devuelve al punto de partida. Tal vez es imprescindible para dar continuidad a la historia, pero también puede resultar frustrante.
Por otra parte la velocidad de algunas tramas contrasta con la repetición de tropiezos amorosos que, en el caso de algún personaje, empieza a resultar agotador. Y el papel de la policía y de la justicia es tan incongruente como acostumbran estas historias, en las que lo que sirve para un personaje no vale para otro.
Defectos sin importancia para una producción que se conforma con ser la dosis anual del suspense, el lujo y el desenfreno de una generación de adolescentes que pasó su infancia en medio de una crisis pero, como dice «la Rebe», ha cambiado que algo «mola» por «está to Gucci». Pues eso, que el regreso de Élite «está to Gucci«.