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Si hay algo que ha ayudado a construir esta nueva era mediática de las series televisivas son las altísimas expectativas que todos, desde críticos a espectadores, depositan en una nueva serie de televisión que anuncia su llegada a las parrillas. Y es que todos nos hemos acostumbrado a que la televisión, esa antaño hermana pequeña del cine, nos sorprenda con cada nuevo estreno, en un más difícil todavía que no sólo es difícil de mantener sino que nos ha alterado, en buena medida, la perspectiva de lo que es el medio televisivo. Producciones como Under the Dome (La Cúpula, CBS, 2013-) demostraron que nos hemos vuelto muy exigentes, quizá demasiado, y que esa exigencia afecta a todos los operadores de este interesante juego mediático que es la televisión. Es más; tan alta es la exigencia que posiblemente algunas series como Flashforward (Brannon Braga y David S. Goyer, ABC, 2009-10) no habrían existido ni fracasado de esa manera tan estrepitosa si nuestras expectativas no fueran altas. Flashforward era una mala serie de televisión que tenía una premisa especialmente atractiva. De hecho, tan atractiva tiene que ser la premisa de una serie de televisión en esta nueva era que, en ocasiones, todo lo demás se estropea una vez iniciada la ficción.

«Tan atractiva tiene que ser la premisa de una serie en esta nueva era que todo lo demás se estropea una vez iniciada»
Es cierto que también somos capaces de aguantar ficciones de inicio más pausado, que construyen su devenir con el paso de los capítulos (así sería con las aclamadas Treme o Boardwalk Empire), ¿pero cómo podemos resistirnos a los misterios que anunciaba una serie como Lost? Y es que nos hemos vuelto unos sibaritas, nuevos ricos asentados sobre una renovada industria que se precia de ofrecer todo lo que el cine ya no es capaz, supuestamente, de ofrecer. Como nuevos ricos nos hemos olvidado, un poquito ni que sea, de cómo era esa televisión de los setenta y ochenta, que nos gustaba, es más, que nos entusiasmaba a pesar de su calidad desigual y nos pegaba al televisor para ver nuestra ración semanal de Espacio 1999, Starksy y Hutch, Misión Imposible, Camino del infierno o Canción triste de Hill Street. Series en las que no buscábamos verdades últimas ni comentarios a pie de página sobre la maltrecha economía estadounidense. Series de reestreno, de reposición, de programa doble si se quiere acudir al símil cinematográfico, que curiosamente no completaban la velada de una serie mayor, porque no las había. Seguramente es ahora, con una perspectiva algo más amplia de los vaivenes experimentados por el medio televisivo cuando podemos examinar algunas de sus etapas e intentar comprender los diferentes mitos sobre los que estamos construyendo el análisis de la televisión actual.
La televisión en directo
Hubo un tiempo en que la televisión era única y exclusivamente en directo. Un tiempo, digamos que edénico, en el que los dramáticos en televisión se interpretaban, realizaban, montaban y emitían en riguroso directo. Las cadenas de televisión que se encontraban en Nueva York contrataban talento para atraer espectadores a través de temas sociales candentes, historias al límite y polémicas varias. Allí quedarían a manera de ejemplarizante recordatorio desde la pareja alcohólica de Días de vino y rosas (emitida en Playhouse 90 en 1958), hasta aquel joven anodino, desclasado y perdedor llamado Marty (emitida en The Goodyear Television Playhouse en 1953). Si entonces la televisión se mostró atrevida y directa en su forma y en su fondo, es porque en realidad no podía ser otra cosa[i].

Si el mito del Hollywood liberal ha quedado instalado como tópico en numerosas historias del cine, haríamos bien en no olvidar que la televisión de mediados de los cincuenta que se hacía en la ciudad de los rascacielos estaba comandada por auténticos liberales como Sidney Lumet, John Frankenheimer, John Cassavetes, Arthur Penn o Delbert Mann. Gente que abandonó la televisión cuando ésta ya no podía ofrecerles lo que necesitaban y que se incorporaron al Hollywood de finales de los cincuenta para desarrollar en muchos casos irrepetibles carreras llenas de títulos polémicos, duros y exigentes para con el espectador y poco dados a comercialismos facilones. Excelentes narradores, productores eficaces que habían aprendido a trabajar en condiciones extremas (en la pequeña pantalla, el tiempo y el dinero siempre escasean), y que, en definitiva, le habían hablado de tú a tú a millones de espectadores logrando que éstos se interesaran por sus historias cuando los televisores apenas eran mucho más grandes que un sello de correos (Lumet dixit). Esta primera Edad Dorada de la Televisión (1948-1956) acostumbró al público a sentarse cómodamente en los salones de sus casas y a vivir la experiencia televisiva como una mezcla de concursos, programas cómicos y ficciones al por mayor[ii]. Y a todos nos gusta pensar en esta etapa como en una edad dorada, así que la cuestión sería indagar hasta qué punto esa imagen es producto de un amplio proceso de mitificación que ha querido ver en el origen del medio la semilla de sus renaceres creativos.
Los hombres de Madison Avenue
Esta historia de libertad creativa, fruto también de la poca atención que se le prestaba por aquel entonces al nuevo medio, duró poco tiempo. Si bien la pequeña pantalla siempre había tenido un componente comercial imprescindible en la mente de algunos de sus más voluntariosos pioneros (caso de Robert Sarnoff), no es menos cierto que a finales de los cincuenta todavía quedaba mucho por aprender. Los operadores publicitarios lo intuyeron con gran rapidez, así que aspiraron, cómodamente instalados desde sus sillones de la Madison Avenue, a masificarlo, aumentando la base de posibles consumidores para poder así gestionar y vender los espacios publicitarios a sus clientes. Toda esa historia de azares comerciales la explica muy bien la genial Mad Men (AMC: 2007-2015), serie que en uno de sus habituales giros metanarrativos nos enseña cómo crecieron y se desarrollaron los departamentos televisivos de las agencias de publicidad. La televisión crecía y había que alimentar a la bestia con horas de emisión, por lo que se tenían que ofrecer entretenimientos serializados, mucho más baratos de producir y de amortizar que los puramente cinematográficos. Los estudios de Hollywood importaron el talento de la televisión para hacer cine, y aplicaron sus conocimientos cinematográficos para hacer televisión. Tan brillante paradoja alumbraría la idea del serial, asociado según fuera el caso a un género u otro (western, ciencia ficción, intriga…), y finalmente del culebrón, expresión máxima del reciclaje narrativo y estilístico propio del medio. Al mismo tiempo los anunciantes que, con sus inversiones publicitarias, ayudaban a mantener canales y series empezaron a opinar sobre lo que podía o no podía verse en pantalla. La seriedad y gravedad de algunos de los temas que se veían en los dramáticos de la primera época no ayudaban a vender electrodomésticos.

«Esta etapa de «luces y sombras» que se adentra en los sesenta, originó series de televisión que, hoy día, son consideradas «de culto»
Esta etapa de “luces y sombras”[iii] que se adentra en los sesenta, originó no obstante series de televisión que, hoy día, son consideradas “de culto”. A los eternos westerns como Gunsmoke (CBS: 1955-1975) o la alocada y genial Wild Wild West (CBS: 1965-1970), habría que sumarles series de policías como la estupenda Naked City (ABC: 1958-1963), o series de espías al estilo de The Man from U.N.K.L.E. (NBC: 1964-1968) o Misión Imposible (CBS: 1966-1973). Las series antológicas de género como La Hora de Alfred Hitchcock (CBS:1955-1960, NBC:1960-1962) o La dimensión desconocida (CBS: 1959-1965), son hoy piezas imprescindibles para entender la televisión de la época. Una televisión hecha a fuerza de ingenio, talento, arrojo, algunas dosis de experimentación y una inteligencia aplicada a la producción seriada que daría resultados difíciles de repetir en décadas posteriores. Paradójicamente, esa popularización de contenidos y la ampliación de la base de consumidores sería el origen de la mala fama que la televisión acabaría acumulando con el paso del tiempo. La serialización y la estandarización de contenidos alumbró también productos de poco interés (y mucho éxito, en ocasiones). Las muchas horas de emisión y diversión para anunciantes y espectadores pegados a la pequeña pantalla se convertirían en el escenario perfecto para iniciar una crítica sistemática contra el potencial alienante del medio televisivo. Si ya en su día algunos insignes teóricos de la Escuela de Frankfurt criticaron al hombre masa porque asistía a espectáculos de bajo rendimiento mental como el cine, ¿qué hubiesen dicho de las series de televisión como Los Intocables (ABC: 1959-1963), El Fugitivo (ABC: 1963-1967) o Bonanza (NBC: 1959-1973)?
[i] Días de vino y rosas fue escrita por J.P. Miller y emitida en 1958, con la dirección de John Frankenheimer. Posteriormente, en su recordada adaptación cinematográfica, fue dirigida por Blake Edwards. Por su parte, la emisión de Marty se hizo en directo (24 de mayo de 1953). La obra fue escrita por Paddy Chayefsky y adaptada posteriormente al cine en 1955 con dirección de Delbert Mann.[2]
[ii] Cascajosa, C.: Prime Time. Las mejores series de TV americanas. De C.S.I. a Los Soprano. Madrid: Calamar, 2005, p.18.
[iii] Idem, p. 22.