'Cóndor' (T2): En las fauces del monstruo
'Cóndor' (T2)

En las fauces del monstruo

La serie encuentra su heliocentrismo en la idea de que en el espionaje, muchas veces mitificado, no hay nada de elegante, el malo no acaricia un gato blanco y las balas no siempre alcanzan la nuca del enemigo.

En Un paseo por la literatura de Grecia y Roma, Richard Jenkyns decía, hablando de Aquiles: «el remordimiento puede ser reconfortante, sugiere que las cosas podrían haber sido distintas y mejores; ofrece la esperanza de la curación».

Jenkyns hablaba de Aquiles, pero podría haber hablado de la segunda temporada de Cóndor en cuyo núcleo se sitúa precisamente eso: el remordimiento. Si la primera -y espectacular- entrega de este thriller de espías de la vieja escuela pasada por el tamiz de la modernidad bien entendida, giraba en torno a la fragilidad de la mentira (la que soltamos sin querer, la que construimos a nuestro alrededor en nombre de una causa, la que nos decimos a nosotros mismos para justificar cualquier tropiezo), la segunda es un repaso al arte de arrepentirse y a la falacia de la redención: un fenómeno que nos sirve de excusa para tratar de ser mejores pero que es finalmente estéril.

La serie arranca con Joe Turner (magnífico Max Irons) vagando, huyendo de un mal sin rostro específico, porque podría ser cualquiera. Su periplo se trunca por un suceso que no vamos a desvelar pero que incluye a un espía ruso, un suicidio y una extraña trama en suelo estadounidense. Ya de vuelta, Turner descubre que las alcantarillas de Washington siguen enfangadas como de costumbre y que hay lugares de los que nunca se vuelve y otros de los que es imposible salir.

El gran reto de Cóndor era bastante obvio: superar el hecho de que ya no era un absoluto outsider, que no era ese tipo desconocido que irrumpe en la fiesta, se ajusta las gafas de sol y rompe el piano a base de aporrearlo con clásicos del rock’n’roll, para luego largarse sin más. Cóndor es ahora el tipo cool al que todo el mundo espera. Le han sacado lustre al piano, la tónica está en la nevera, han comprado la mejor ginebra. No puedes llegar a la fiesta y desafinar: te lincharían.

Por eso tiene tanto mérito que, en la segunda tanda, pases del rock’n’roll al swing y del piano a la trompeta y te quedes tan ancho. Enorme mérito de un equipo de guionistas que sigue empeñado en repartir equitativamente sus prioridades, no dejando que nadie sufra el síndrome del secundario: todos en esta serie tienen su momento de gloria (es un decir) y aunque no alcancemos a comprender el qué, el cómo y -sobre todo- el porqué, el show escoge en todo momento dar voz a aquellos que normalmente permanecen en la sombra.

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Cóndor encuentra también su heliocentrismo en esa idea de que el espionaje, muchas veces mitificado por el séptimo arte, agarrado aún al glamour del blanco y negro, al de los tipos en bares oscuros que se susurran secretos, no deja ser el rupestre arte de mentir por terceros. No hay nada elegante en ello, el malo no acaricia un gato blanco y las balas no siempre alcanzan la nuca del enemigo. Sin embargo, en esa concepción de base que se regodea en el hecho de que es mejor no fiarse de nadie, la serie se atreve a explorar la legión de formas que adquiere la desconfianza, vista aquí como una segunda piel que llegado a cierto punto se convierte en la sombra de uno: no importa ya lo que hagas, nunca va a abandonarte. Hasta que -llegados a cierto punto- la sombra es lo único reconocible: el cuerpo que la acompaña es irrelevante.

De como esa negrura tiñe las relaciones, el pasado, el presente y el futuro, habla Cóndor. De una percepción más antigua que el tiempo: la de que el poder solo sirve al poder. Como si se tratara de la versión moral de aquel mantra que repetía Denzel Washington en Marea Roja: «en el mundo nuclear, el enemigo es la guerra en sí misma». En el universo de Cóndor, el auténtico enemigo es la mentira, pero (paradójicamente) solo ella sobrevive.

En ‘Cóndor’ no hay patrón, nadie lleva una diana marcada en el rostro, toda reacción es aleatoria y no responde a ninguna acción anterior

Naturalmente, todo ello solo puede construirse sobre las piernas de un reparto de adamantium, encabezado por un tipo al que nadie conocía (el mencionado Irons), pero que se las apaña para tirar del carro con una solidez inesperada. A Irons le rodean actores y actrices cuyos rostros no serán demasiado conocidos para el neófito, pero que apuntalarían una iglesia en llamas sin quemarse. Mención especial para el brutal Bob Balaban, en ese papel de santurrón hijo de perra que sufre una suerte de síndrome de Pablo de Tarso (que a veces parece un homenaje malintencionado a John Belushi en la catedral de James Brown) y por un momento parece renunciar a su esencia mefistofélica para abrazar una humanidad sospechosa. Conociendo a su personaje, es probable que acabe torturando a la culpable de su amable transformación con un soplete de acetileno.

Toda la serie podría resumirse en el momento en que Irons accede por primera vez al centro de control de una extraña operación de espionaje destinada a cazar al topo en el centro de la inteligencia estadounidense. Allí, la jefa del cotarro asiste de forma hartamente robótica a una escena ligeramente dantesca: el objeto de su vigilancia se encuentra en la cama, retozando con su esposa. Ella les observa, como una mantis religiosa que contempla el apareamiento de un par de moscas, antes de plantarse allí a devorarlas a ambas.

En Cóndor, todos somos insectos a los que acecha una gigantesca araña. No hay patrón, nadie lleva una diana marcada en el rostro. La serie explora un territorio que no es más que una extensión perversa, casi mecánica de la vida aburrida del funcionario de turno. La única diferencia es que cuando un funcionario comete un error es poco probable que acabe visitando las calderas del infierno. En Cóndor, de un modo u otro, todos están a un paso de abrazar a Satanás. Ese es el gran hallazgo de la serie: la certeza de que lo de buenos y malos hace tiempo que se acabó, que en realidad nadie está libre de culpa. En que todos somos monstruos, unos a tiempo parcial y otros a tiempo completo.

El secreto está en -como decía aquella canción de Tom Waits–  en que la cola no asome en el momento menos oportuno.

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