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Al final de Bojack Horseman, había una puerta. Curiosamente, al final de The Good Place, también. Llevo algunos días dándole vueltas a esta casualidad, intentando convencerme de que no es nada casual. Ambas series, que acabaron con algunas horas de diferencia, podían parecer muy diferentes en su visión del mundo y el desarrollo de sus personajes, pero lo cierto es que había algo que las unía irremediablemente: la certeza de saberse responsables de haber construido una comunidad en torno a ellas.
Ambas nos han acompañado durante varios años, dando vueltas y más vueltas sobre la posibilidad (o no) de que sus protagonistas se conviertan en mejores personas; es decir, obligándonos a preguntarnos a nosotros, a este lado de la pantalla, si nosotros también podemos conseguirlo. Ficcionando nuestros desórdenes y sirviendo de terapia más o menos evidente para una generación que parece necesitar más psicólogos que nunca, pero no tiene el dinero para permitírselos. Han sido, en fin, dos series que han tocado a muchísima gente en su afán por dramatizar de una forma tan única pero tan ambiciosa ese conjunto de caídas y esperanzas al que llamamos vida.
Y ambas han terminado con una puerta. Luminosa en el caso de The Good Place, oscura en el caso de Bojack Horseman. Abierta, en ambos casos, a un mundo que está más allá del nuestro. Al Más Allá. Tras seis temporadas de excesos, Bojack cae a esa piscina que lleva anunciándose como trampa mortal, ominosa, desde la primera cabecera del primer episodio de la serie. Debatiéndose entre la vida y la muerte, se enfrenta a un desfile de personajes que se despiden de él, pero también de nosotros, y de esta experiencia compartida de más de media década, y se encara con el abismo: una puerta abierta, rezumando tinta, la materia primigenia de los personajes animados. Una puerta a la Muerte.
Bojack, al final, se aferrará a la vida y no pasará el umbral, y la serie, una vez más, nos demostrará su valentía obligando a esta persona odiada por todo Hollywood a seguir levantándose cada día. Pero antes de ese final, habremos visto la puerta. El umbral. La nada. Lo que hay más allá del universo ordenado que ha sido la serie todos estos años.
En ‘Perdidos’ también teníamos un umbral: las puertas de esa iglesia donde todos los personajes fueron a despedirse al final de sus vidas
Despedirse de una serie que ha significado tanto para tanta gente solo puede encararse como un ritual. Un evento en el que los personajes se dicen adiós pero también se permite a la audiencia que se despida de ellos. Jorge Carrión escribió sobre esto, en relación con Perdidos, hace ya algunos años, en ese estupendo libro que es Teleshakespeare. Allí también teníamos un umbral: las puertas de esa iglesia donde todos los personajes fueron a despedirse al final de sus vidas. Unas puertas que al final, abiertas, dejaron que el plano se inundase de luz tras seis temporadas de fundidos a negro.
Perdidos supuso un boom que supera con creces al impacto de Bojack Horseman, pero el aliento de ambas, como el de The Good Place, ha acabado conduciéndolas hasta la misma puerta. Un ritual de cierre para mostrar a los telespectadores, a una comunidad antaño unida por las creencias religiosas y ahora por la religión de las series, que no hay nada que temer: nuestra relación con esta ficción ha acabado, sí, pero allá afuera, en algún lugar más allá del umbral de luz, la vida continúa.
Sin embargo, decíamos que Bojack no llega a cruzar la puerta: se queda a este lado. Y es que el umbral final siempre está presente, pero cada serie se relaciona con él de distintas maneras. The Leftovers, siendo de Damon Lindelof, tuvo también el suyo: tras tres temporadas fantaseando con otra realidad, aquella a la que había ido a parar sin explicación aparente el 3% de la población mundial, un personaje explica exactamente lo que ocurrió en realidad. La respuesta a todas (todas) las preguntas, en un monólogo de apenas cinco minutos. Eso sí, la serie dejó en manos del espectador decidir si ese otro mundo era real o no. Si el umbral existía, o estaba solo en nuestras cabezas.
Don Draper o Tony Soprano sí cruzaron el umbral, pero Bojack no lo hace… él tiene que vivir un día más
Hay umbrales que son un sueño (Mad Men) y otros que nos asaltan de forma inesperada, como un abrupto fundido a negro que cancela de golpe la ficción (Los Soprano). El umbral de Bojack Horseman, negro y además dentro de un sueño, tiene mucho en común con estos dos, con su visión nihilista de la vida: no en vano, su protagonista es un alcohólico amargado que debe mucho a personajes como Don Draper o Tony Soprano. Ellos, sí, cruzaron el umbral, pero Bojack no lo hace. Él tiene que vivir un día más. Porque de eso es de lo que va su serie.
Las grandes ficciones llenan nuestras horas con la ilusión de un mundo ordenado. Pero, al final, con el certificado de defunción en la mano, no tienen más remedio que enfrentarnos, como espectadores, a la nada que dejarán en nuestras vidas. Es el umbral definitivo: el de la pantalla de nuestra televisión, de nuestro ordenador, de nuestra tablet o móvil, apagada.
«Life’s a bitch, and you keep on living«, le dice Diane a su amigo en los últimos compases de la serie. La cámara se eleva y encuadra el cielo estrellado. Al final de Bojack Horseman, hay la Nada. Y también esperanza. Porque de eso va un poco la vida.