Comparte
Lo más parecido a una clase de educación sexual que recibí a lo largo de mis doce años en uno de los colegios católicos más «progresistas» de Valencia fue cuando, ya bien entrados los quince, una profesora de religión nos propuso que le pasásemos por escrito nuestras dudas más candentes, para poder resolverlas en una clase dedicada a tal efecto. Aseguraría, poniendo la mano en el fuego, que nadie aprendió nada: entre preguntas como “Qué es mejor: ¿larga o peluda?” o “Si me beso con mi novio, ¿podría quedarme embarazada?”, la sesión se convirtió en un show de gritos, risas incómodas y bromas políticamente incorrectas.
Todos conocíamos los principios básicos del sexo, algunos por haberlo practicado ya y otros -como yo- por haberlo estudiado en las clases de Biología de la forma más aséptica posible o por el buen tino de unos padres que ya a los nueve años me dejaron comprar un libro infantil sobre educación sexual en una excursión al Fnac. Aquella clase llegaba tarde y mal, porque lo que nosotros necesitábamos no era solo una voz que nos explicase lo que es un pene, sino un verdadero interlocutor que nos ayudase a resolver, en un espacio de confianza, si estaba mal que nos sintiésemos mal por masturbarnos, que nos dejase claro que burlarse de una chica por su primera regla es despreciable y por qué nuestras actitudes sexuales son esenciales a la hora de luchar por un mundo más igualitario para mujeres y hombres. Pero estudiábamos, claro está, en un cole católico.
Quizá en otros centros era distinto. Pero la actitud de este país con respecto a la educación sexual íntegra (la que no se centra solo en el aspecto biológico sino que se atreve a resolver preguntas atrevidas y a afrontar los profundos cambios psicológicos por los que pasa todo adolescente) sigue mostrando su cara más oscura cuando, como ocurrió hace un par de años, se viralizó el programa noruego Pubertet (que habla de estos temas sin tapujos, ¡en la tele pública!) y muchos medios se centraron en la faceta polémica del asunto, cuestionándose su valor pedagógico, como si hubiese algo intrínsecamente perverso en que los niños se enteren de estas cosas gracias al dinero público. Pero vivimos, claro está, en un país católico.
La envidia de pene, la primera regla, los inicios de la masturbación masculina (¡y femenina!), la adicción juvenil al porno, las primeras parejas, el diálogo con los padres…
Ahora, con 24 años, Big Mouth, la serie de animación de Netflix creada por Mark Levin, Jennifer Flacket, Nick Kroll y Andrew Goldberg, me devuelve a aquel período de dudas y confusión, me emociona y sobre todo me hace reír. Pero ya no me educa: sé que habría sido mucho más valiosa de haberla descubierto en torno a los 13 años, la edad de sus protagonistas y momento en el que la pubertad, en nuestro mundo y en el de la serie, muestra sus despiadadas fauces (en Big Mouth, literalmente, personificada en un Monstruo de las Hormonas que empieza como altavoz irreverente de las fantasías de sus personajes y acaba, como nosotros, mil veces perdido en ese limbo entre infancia y adultez que la serie trata tan magistralmente).
El punto de partida no es nuevo pero el valor de la serie reside en su capacidad para sacar petróleo de donde tal vez se pensaba que ya era imposible: Nick y Andrew son dos adolescentes que, junto con su amiga Jessi, forman el núcleo duro de un abanico de personajes centrado en explorar las distintas facetas emocionales, mucho más sutiles y humanas que los aspectos biológicos, del despertar sexual: la envidia de pene, el trauma asociado a la primera regla, los inicios de la masturbación masculina (¡y femenina! – no recuerdo otro producto audiovisual mainstream que se atreva a tratar ese tema con la naturalidad con la que lo hace Big Mouth), la adicción juvenil al porno, las primeras parejas y la vergüenza sexual que ello conlleva, el diálogo – incómodo – con los padres… Como una especie de teen movie de instituto en la que el componente sexual adquiere, sin tapujos, el papel protagonista, Big Mouth equilibra el acercamiento emocional a unos personajes que es imposible no acabar amando con una faceta más educativa al centrar, más o menos visiblemente, el tema de varios de sus episodios en distintas dudas que un adolescente medio pueda tener.
Y también es terriblemente chirriante (el diseño de algunos personajes le debe más a la estética callejera del grafiti que al minimalismo estético que se ha adueñado de otras series infantiles), salvaje e iconoclasta: exactamente igual que nuestras vidas en aquel período. Por supuesto, hay semen, penes y vaginas, fantasías sexuales demenciales y retorcidas, dudas enfermizas y actitudes despreciables. Un verdadero statement político que a otros les gusta llamar polémica, pero que la serie trata con tal naturalidad y autoconsciencia que clasificarla como tal sería pecar de un reduccionismo imperdonable.
‘Big Mouth’, como sus personajes, aprende a ver el sexo no desde la vergüenza y la risa vacía, sino desde la curiosidad sincera
Muchas otras series de animación para adultos, desde el caso paradigmático de Padre de Familia pasando por algunos ejemplos menores de Adult Swim hasta, en sus momentos menos lúcidos, Rick y Morty, han hecho de la referencia al sexo y la iconoclastia un bastión de chistes y tramas que parece devolvernos a aquella época en la que estos temas, envueltos en el misterio y la fascinación, provocaban la risa floja de clases enteras de niños. Tal vez porque, en algunos casos sin ningún disimulo, estas series pretendidamente para adultos buscan apelar también a ese público adolescente que busca en ellas la confirmación de sus fantasías sobre el sexo y todo lo que ello conlleva.
El mundo del sexo, claro está, no debería ser un asunto de risa nerviosa si de verdad lo hemos comprendido y naturalizado, porque la risa nerviosa denota una cierta vergüenza a conocer de verdad ese asunto, tiene un tufo conservador que encierra al sexo en el armario de las perversiones cuya cortina solo podemos descorrer un poquito. Big Mouth, como sus personajes, aprende a ver el sexo no desde la vergüenza y la risa vacía, sino desde la curiosidad sincera, desde la apertura sin tapujos de todas esas cortinas que la historia de la censura se ha empeñado en colgar.