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“¿Qué es ser antisistema?, dices mientas clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es ser antisistema? ¿Y tú me lo preguntas? Antisistema… eres tú”. La rima de Bécquer era algo diferente, pero si el bueno de Gustavo Adolfo hubiera vivido en estos tiempos de revueltas tuiteadas, probablemente le hubieran puesto un nombre menos rimbombante y seguro que habría sustituido la poesía por esta condición vital cada vez más compleja que supone oponerse al estado de las cosas. Al estado y al Estado.
A medida que el ciudadano del siglo XXI ha adquirido una mayor y algo engañosa sensación de libertad, estimulado por los gadgets tecnológicos a su alcance, también ha sido más consciente de las injusticias a la que le someten gobiernos, bancos, corporaciones y agentes aún más siniestros. Que las grandes fortunas son las que proporcionalmente pagan menos impuestos era algo intuido por los jóvenes que exigían un futuro sin desigualdades y ya de paso buscaban la playa bajo los adoquines del mayo del 68 (una imagen presuntamente poética, más bien propia de un Power Point algo ñoño, que quizás Bécquer se hubiera negado a suscribir).
Ser antisistema se ha convertido en un acto de justicia poética
Actualmente, pese a la maraña de noticias falsas y teorías conspiranoicas, disponemos todavía de más datos que confirman la sensación que el sistema abusa de nosotros sin escrúpulos: reparto poco equitativo de la riqueza, leyes restrictivas o retrógradas, tácticas publicitarias agresivas, invasión algorítmica de la intimidad, doble rasero en la justicia, pelotazos, comisiones y estafas bancarias consentidas, que te hagan comprar vinilos al triple del precio de un CD dos o tres décadas después de la extinción comercial del formato…
Ser antisistema se ha convertido en un acto de justicia poética. Casi todos nos sentimos antisistema en algún momento del día, aunque siempre existirá aquel amigo, conocido o contacto de red social henchido de superioridad moral que vendrá a amonestarte desde su atalaya, recordándote que por el simple hecho de intentar sobrevivir y pasártelo bien cuando te sea posible has aceptado formar parte de ese mismo sistema y que si no sales a la calle a reventarlo todo no tienes derecho a quejarte.
Lo curioso del caso es que poner en jaque al sistema no tan sólo resulta poético; también se ha vuelto glamuroso. Por eso la ficción ha fagocitado esta pulsión rebelde y la ha vuelto tendencia. Lo hemos visto recientemente en Joker, fascinante estudio psicológico sobre los límites de la locura y el narcisismo, que de propina nos regalaba una visión de la anarquía como válvula de escape de los desfavorecidos. Ahí están también los atracadores de La casa de papel, capaces de convertir sus golpes en un cuestionamiento global de las estructuras que nos gobiernan mediante las coartadas intelectuales del Profesor. Hasta el punto que la banda acaba siendo jaleada por grupos de manifestantes enfervorecidos en concentraciones de apoyo improvisadas frente a la Casa de Moneda y Timbre o el Banco de España, separadas de sus ídolos por un cordón policial y más cercanas a una reunión de fans esperando que los Beatles bajen del avión que a una marcha de protesta.
Para seducir al público ya no hace falta un rostro con carisma. Basta con una máscara de Dalí que en el fondo no se parece a Dalí. Esta adhesión popular a la causa del buen ladrón puede parecer algo inverosímil, pero sólo tenemos que recordar la benevolencia mediática con la que han sido tratados delincuentes como el Dioni o Mario Conde, otros dos que alguna vez se han autoadjudicado la condición de “antisistema”. Puestos a buscar contradicciones, si tu primo te afea tu compromiso social en la comida de Navidad por el hecho de que trabajas en una oficina bancaria o un medio de comunicación, ¿qué debemos pensar de un producto que glorifica al caco concienciado pero pertenece a Atresmedia, potente conglomerado industrial que durante algún tiempo entró en el selecto y turbio Ibex 35?
No nos vamos a engañar: las empresas que han financiado Mister Robot tampoco son ONGS. USA Network es una división del grupo NBCUniversal, con sede en el epicentro del capitalismo, el 30 Rockefeller Plaza, el rascacielos más seriéfilo del mundo gracias a 30 Rock. La propietaria de NBCUniversal es la Comcast Corporation, uno de los mayores conglomerados mediáticos actuales. Los hackers de Mister Robot se enfrentan precisamente a la ficticia E Corp, Evil Corp para los enemigos.
Su deriva informática nos lleva a asociarla mentalmente con otro gigante empresarial, el de la manzana, aunque el logotipo de E Corp está directamente inspirado en el de Enron, la compañía protagonista de un gran escándalo financiero a inicios de siglo. Quizás para compensar, el nombre de la productora de televisión asociada a la serie desde el principio, Anonymous Content, nos remite involuntariamente a las redes de agitadores internautas sin jerarquía ni método prefijado que han ido desplegando acciones contra el poder y en defensa de la libertad de expresión con la máscara de Guy Fawkes por emblema. Es la misma que usaron Alan Moore y David Lloyd en su cómic V de Vendetta, en recuerdo del militar británico que formó parte de la conspiración de la pólvora para asesinar al rey Jaime I haciendo saltar por los aires la Cámara de los Lores y favorecer que en su lugar subiera trono un monarca católico. Fawkes fue detenido la noche del 5 de noviembre de 1605 mientras custodiaba el material explosivo en los sótanos del Parlamento. Sus métodos eran bastante más expeditivos que los de Snowden y Assange, y las represalias que sufrió también fueron más terribles. Cuatro siglos después lo que queda de su paso abrupto por la historia es puro markéting, una máscara que a pesar de no tener tan visto a Fawkes como a Dalí tampoco le hace mucha justicia.
Desafiar a la autoridad es algo más sencillo que en el siglo XVII, ya que los túneles que hay que excavar son virtuales
El equivalente de Anonymous en el universo de Mister Robot es fsociety, otra agrupación de piratas informáticos, esta con sede en una galería de máquinas recreativas abandonada de Coney Island. A estas alturas ya sabemos que el alma del grupúsculo es Elliot Alderson, cabecilla a su pesar, un individuo psicológicamente complejo, con problemas de autoestima y muy poco hábil en las relaciones sociales, a quien Rami Malek presta mirada alucinada y voz en off monocorde.
No es extraño que fsociety también tenga su propia máscara, una especie de Guy Fawkes envejecido que recuerda a la mascota ricachona del Monopoly, inspirada además en una supuesta película de terror de serie B titulada The careful massacre of the bourgeoisie y que tan sólo existe como corto de ocho minutos rodado con estética ochentera y calidad de VHS por uno de los guionistas y productores de la serie, Adam Penn. Hoy en día desafiar a la autoridad es algo más sencillo que en el siglo XVII, ya que los túneles que hay que excavar son virtuales; ejecutar el comando preciso en un ordenador provoca una onda expansiva más terrible de la que hubieran generado los barriles de pólvora del pobre Fawkes. Esta procesión de máscaras que hemos ido desgranando indica además que el antisistema profesional tiene tanto sentido del espectáculo como de la clandestinidad.
Sin embargo el creador de Mister Robot, Sam Esmail, autor total, director de todos los capítulos desde la segunda temporada y guionista de la mayoría, ha querido ir más allá de esta visión seductora del ciberactivismo revolucionario para ahondar en el alma profunda de sus personajes. Siempre nos ha fascinado contemplar a alguien tecleando líneas de códigos a toda velocidad, galimatías para el común de los mortales que le llevan a vaciar las cuentas corrientes de los tipos más poderosos del mundo, ese uno por ciento del uno por ciento de la población, o a exponer las miserias morales de cualquier hijo de vecino. Ahí está el ángel vengador encapuchado para arrastrarles a todos por el barro.
Mister Robot es una de las ficciones sobre hackers más rigurosa y ajustada a la realidad que hayamos visto
Qué molón resulta, sobre todo para aquellos de nosotros que no pasamos de sufrir las arbitrarias disfunciones del Windows de turno o que más de una vez hemos tenido que cambiar alguna contraseña porque no recordamos la anterior, convertidos en hackers amateurs mientras intentamos acceder a nuestro propio ciberespacio, por esa manía restrictiva que tienen los de Internet de no dejarte repetir combinaciones de letras y números ya utilizadas.
Es cierto que en su aspecto tecnológico Mister Robot es una de las ficciones sobre hackers más rigurosa y ajustada a la realidad que hayamos visto, por más que siga pareciendo sospechosamente sencillo encontrar cualquier tipo de contraseña ultrasecreta en media docena de intentos, a veces menos, en línea con el cine y la televisión de las últimas décadas. A algunos incluso nos cuesta leer correctamente a la primera algunos títulos de los episodios, reformulados como nombres de archivos informáticos.
Entre los asesores y guionistas se encuentran Michael Bazzell, antiguo investigador de ciberdelitos para el FBI, o Kor Adana, que ha sido hacker informático y analista de seguridad en Toyota. Igualmente impecable es la planificación visual de cada escena, muestras del estilo característico al que ya nos tiene acostumbrados Esmail, y que también pudimos disfrutar en su trabajo con Amazon, Homecoming, la serie con Julia Roberts.
Hablamos de esas tomas cenitales fastuosas, de la manera de redefinir el primer plano al acorralar a los personajes en un rincón de la pantalla y dejarles más aire del habitual a su alrededor o de falsos planos secuencia portentosos, que nos dejan con la boca abierta incluso cuando ahora todo quisqui que aspira a presumir de pericia técnica se atreve a rodar generando la impresión de estar haciéndolo sin cortes. Esmail y su director de fotografía, Tod Campbell, decidieron presentar así el asalto a la sede de E Corp en el quinto capítulo de la tercera temporada, absolutamente impresionante… para revelar después que la impresión de tiempo real era tan eficaz como engañosa, ya que el episodio se planificó a partir de unas 18 tomas, siguiendo la estela de Hitchcock o Iñárritu. A diferencia de los hackers o los magos, los creadores audiovisuales sí que revelan sus trucos, pero si están bien ejecutados nos da absolutamente igual. Incluso nos genera mayor fascinación.
Mister Robot pasó de ser la serie que debías ver sí o sí a ser considerada por algunos una fórmula agotada
Vayamos al alma detrás de la máquina. En Halt and catch fire ya vimos que el argot técnico es disculpable si aquellos que lo recitan exponen su verdadera humanidad. Aceptando que el dispositivo formal de Mister Robot está maravillosamente ejecutado y que cada temporada se ha planteado un más difícil todavía en ese aspecto (ahí queda el episodio casi sin palabras de esta última entrega, en las antípodas del ejercicio artie y artificioso de Jaime Rosales en Tiro en la cabeza), no descubrimos nada al afirmar que debajo de un envoltorio brillante necesitamos que el paquete contenga emociones con sustancia. En este sentido la serie de Esmail ha experimentado algún vaivén en la valoración de prensa y público, instalados desde hace tiempo en una especie de montaña rusa del juicio crítico, sin ninguna intención de bajarse de la vagoneta.
Cuántas veces la producción más alabada del año, de la década, del siglo o del milenio acaba generando opiniones mucho más matizadas, cuando no claramente adversas, en su segunda temporada. Algo de esto ocurrió con Mister Robot, que pasó de ser la serie que debías ver sí o sí para entender los tiempos turbios en que vivimos a ser considerada por algunos una fórmula agotada.
Ciertamente, la segunda entrega, en su objetivo nada fácil de empatar igual que la primera, se valió de una trampa narrativa algo confusa y forzada, escudada en el viaje interior a la mente esquizofrénica de Elliot. Aún así, no fue tan dramático como podía sugerir la crítica más ciclotímica, en parte gracias a una galería de personajes acertada: el triángulo siempre en tensión formado por Elliot, Darlene y Angela, el Pepito Grillo de la era cibernética llamado Mister Robot (Christian Slater, renacido de sus cenizas artísticas), la inquietante Whiterose (una relectura oriental de la doble personalidad a lo doctora Jekyll y mister Zhang), el gélido matrimonio Tyrell, la agente del FBI Dominique DiPierro…
Otro ingrediente clave en el éxito de Mister Robot, no siempre subrayado, es que una propuesta tan apegada a la modernidad esté tan profundamente impregnada de nostalgia ochentera como Stranger things, con la que comparte una tipografía de créditos claramente retro. Que Regreso al futuro II sea la película preferida de Elliot dice mucho del espíritu friki de sus creadores, y también de la personalidad peculiar del muchacho, que frente a la primera y la tercera parte de la trilogía temporal de Robert Zemeckis y Bob Gale, la una magistral y la otra entrañablemente cinéfila, se queda con la segunda, bisagra necesaria pero algo chirriante, pese a ser motivo de alborozo confesable para los fans. Será porque los planes de Elliot para transformar el mundo vendrían a ser el reverso de aquellos que quiso poner en práctica Biff Tannen con el dichoso almanaque deportivo.
A lo largo de cuatro temporadas hemos podido rastrear muchos más referentes de la década prodigiosa en la odisea de los Alderson, desde la marciana e improbable reconversión de Mister Robot en una sitcom happy flower de risas enlatadas hasta el homenaje casi tarantiniano a la filosofía y la sintonía de El coche fantástico. Y quizás tampoco sea casual que el justiciero mayor del reino digital se llame Elliot y lleve capucha, como aquel niño que se hizo amigo de un extraterrestre bajito y panzudo, provisto de un dedo intermitente, y que justo cuarenta años después se ha reencontrado con él por obra y gracia de la publicidad. ¿O es que vivir una experiencia así en tu infancia no te convierte en terreno abonado para la dislocación psicológica?
Afortunadamente Sam Esmail y su equipo están consiguiendo cerrar esta crónica de la era de las revoluciones teledirigidas con mucha dignidad, esquivando la tentación comprensible de llegar a una quinta temporada. Para ello se han centrado en la lucha de titanes entre los restos de fsociety y la todopoderosa Dark Army, una especie de Anonymous militarizada, con tentáculos en las altas esferas de un nuevo orden mundial en el que China tiene las mejores bazas. El enemigo es muy poderoso, resultado de conspiraciones planetarias y oscuras alianzas; en el noveno capítulo incluso hemos asistido a una reunión del Deus Group, trasunto en la ficción del misterioso Club Bilderberg, en la que en otro plano secuencia marca de la casa hemos vislumbrado el cogote del pelucón de Donald Trump.
Siempre supimos que el peso de la generación anterior había marcado a los protagonistas
Más allá de esta descripción adictiva y vertiginosa del tablero de juego global, los últimos guiones de Mister Robot no se han olvidado del drama íntimo de Elliot y Darlene, abriendo nuevas capas de trauma en alguna de las escenas más emotivas vistas hasta ahora. El club de la lucha versión 2.0 ha acabado derivando en un drama familiar devastador, guiado por un cambio de perspectiva en la voz en off omnisciente, ya que Elliot, nuestro rebelde con hardware, no se siente con fuerzas para confiar en el espectador, su amigo invisible.
Siempre supimos que el peso de la generación anterior había marcado a los protagonistas, por los errores propios de sus padres y por las injusticias de que éstos fueron víctimas, pero jamás hasta ese punto. Ya no basta con apagar, ahora se trata de destruir y reiniciar. En la mente de Elliot se agolpan otros invitados inesperados que todavía van a dar mucho juego en los capítulos restantes, en el epílogo al gran hackeo que nos volverá a recordar que Mister Robot es ante todo una historia de almas fracturadas. Como Bécquer con conexión Wifi.