Abran paso a 'House of Cards'
House Of Cards (USA)

Abran paso a ‘House of Cards’

La serie protagonizada por Kevin Spacey ha arrancado con una primera temporada que apunta a lo más alto del podio seriéfilo.

Frank Underwood es malo, es decir, malo malísimo. El congresista del partido demócrata que interpreta Kevin Spacey es un personaje con un cinismo y ambición sin límites, un ser humano despojado del conjunto de virtudes que solemos definir como, precisamente, humanas. Damond Lindelof, cocreador y showrunner de Perdidos tuiteaba hace un tiempo que «El nuevo antihéroe es el héroe». Eso ya lo sabíamos, pero hasta aquí no habíamos llegado: parece que el nuevo villano es el héroe. Y es que, desde Greg House hasta James McNulty, si algo nos ha fascinado de esta nueva ola de protagonistas con conductas moralmente reprochables es que nos ponían frente a un espejo. Un espejo rodeado de circunstancias extremas, pero un espejo al fin y al cabo. La identificación del espectador con los personajes de la ficción es quizá el mecanismo que mejor explica nuestro apetito inmemorial por las historias con claroscuros éticos, por el conflicto entre motivaciones y maneras de ver el mundo tan fuertes y legítimas por ellas mismas como irreconciliables cuando se ponen unas frente a otras. Funcionaba tanto en Antígona como en Breaking Bad. Pues bien, Frank Underwood es malvado de cabo a rabo y es por eso que no deberíais perderos ni un solo capítulo de House of Cards.

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«Desde Greg House hasta James McNulty, si algo nos ha fascinado de esta nueva ola de protagonistas con conductas moralmente reprochables es que nos ponían frente a un espejo»

Al pensar en esta hornada de series con protagonistas tan alejados de lo que mi abuela sabía identificar rápidamente como el bueno de la película, encontramos una tendencia común en todas ellas: el hacer hincapié en la ambigüedad moral de los personajes, en mostrar justificaciones más o menos fuertes que nos llevan, sin darnos cuenta, a empatizar con un gángster capaz de matar a sangre fría como Tony Soprano hasta el punto de recordarlo como una figura mucho más entrañable que odiosa. Flashbacks de infancias tortuosas y hogares devastados, situaciones personales difíciles e injustas y un largo etcétera de frenos y contrapesos completan el retrato de personajes tan complejos y contradictorios como nosotros mismos a los que estamos dispuestos a seguir temporada tras temporada. No encontraréis nada de eso en los 13 episodios de House of Cards, y esto que a muchos puede parecer como la gran debilidad de esta primera temporada lo que le confiere un magnetismo específico que arrastra incondicionalmente a sus seguidores.

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Desde la secuencia inicial, la serie presenta otra de sus señas de identidad: no sólo vamos a enterarnos que Frank Underwood es un villano por nosotros mismos, sino que él mismo nos lo va a contar. Saboreándolo. Los momentos en que el congresista se dirige al espectador mirando directamente a cámara son el rasgo estilístico que más llama la atención, tal y como ya hacía la House of Cards británica de 1990, miniserie en la que se basa la producción de Netflix. Kevin Spacey despliega su inconmensurable talla interpretativa –me parece directamente impresentable que el Emmy de este año se lo llevara Jeff Daniels por The Newsroom: comparar es feo, pero no darle el premio a Spacey lo es más–, en estos momentos en los que, ya sea con una sutil mirada que muestra la naturaleza maquiavélica del congresista, o bien con un breve monólogo a lo Sorkin que desmenuza los entresijos varios del sistema político americano en pocos segundos; se añade un contrapunto estimulante y resultón a las constantes partidas de póquer dialécticas que mantienen los personajes.

«Lejos de convertirse en un personaje caricaturesco, Frank Underwood jamás pierde el centro de verosimilitud que lo hace perversamente atractivo»

House of Cards se carga sin contemplaciones estos dos tótems de las grandes -en presupuesto- series dramáticas americanas: no hay dilema moral alguno atormentando al protagonista, que se nos presenta como un hombre al que jamás le tiembla el pulso. Y la serie no sólo muestra los acontecimientos de forma poética y abierta, sino que se permite el lujo de explicitar las segundas intenciones y el subtexto de muchas de sus escenas por boca de Frank  (cada vez que en alguna escuela de cine alguien repite el mantra «show don’t tell” como si recitara el Corán, Charlie Kaufman ríe y nosotros deberíamos reír con él). Pero Frank Underwood, lejos de convertirse en un personaje caricaturesco del que podríamos esperar un reverberante «Mu-ha-ha-ha» al tiempo se da la vuelta en su silla giratoria acariciando un gato blanco, jamás pierde el centro de verosimilitud que lo hace perversamente atractivo.

«No es la empatía con el protagonista la que nos atrae a House of Cards, sino la certeza de que existe gente como él y que, de un modo u otro, todos tenemos el potencial de dejarnos arrastrar por esta droga»

Hannah Arendt decía que “para ser libre en una época como la nuestra, uno tiene que ostentar una posición de autoridad. Solamente eso bastaría para volverme ambiciosa”. Tal es la fuerza que ejerce sobre nosotros la ambición, la tentación atávica del poder, una pulsión presente en todos los estratos de la vida –aunque más a la orden del día que nunca, gracias a los relatos de corrupción que ha generado la crisis económica– que nos permite entender la conducta del congresista sin necesidad de ir más allá. Uno no tiene la sensación de echar nada en falta de por qué Frank se ha vuelto así: estamos cansados de ver ejemplos, en la historia y en el día a día, de individuos a los que el acceso al poder deshumaniza por completo. Es en los relatos en que topamos con la banalidad del mal dónde nos enfrentamos a lo más inquietante del fenómeno. No es la empatía con el protagonista la que nos atrae a House of Cards, sino la certeza de que existe gente como él y que, de un modo u otro, todos tenemos el potencial de dejarnos arrastrar por esta droga.

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Mención aparte merece el acabado de la producción de Netflix, en la que es la primera apuesta de la compañía americana por la creación de contenido más allá de la exhibición en streaming. La mano de David Fincher, que dirige los dos primeros episodios, construye una atmósfera siniestra, opresiva y fría como el hielo, que junto a las actuaciones de Spacey y Robin Wright (que interpreta a la esposa y cómplice de Underwood) convierten cada escena, cada plano, en una auténtica obra de arte. La inquietante presencia del color amarillo, en su aspecto más enfermizo, tiñe la imagen  y refuerza la constante sensación de decrepitud moral. Al menos la dirección de fotografía si se llevó el Emmy. Todo este aspecto formal que suele pesar menos en la valoración el espectador normal –categoría en la que me incluyo, cada vez más acostumbrado a exigirle a las series americanas que tenga un look de película–, tiene una presencia enorme en House of Cards, que alcanza cotas de refinamiento estético sin precedentes en televisión. Tal exhibición visual e interpretativa desmerece, por comparación, el trabajo de guión, que no siempre está a la altura –épica– de los otros aspectos de la serie: previsibilidad en la trama, aspectos tratados de manera superficial -cuesta hablar de política en la Casa Blanca después del Ala Oeste– y algún que otro diálogo demasiado impostado.

El próximo 14 de febrero empieza la segunda temporada. “Empieza” no es, en esta ocasión, la mejor palabra, puesto que otra de las peculiaridades de la serie es que Netflix lanza los 13 episodios a la vez, disponibles desde el primer día para que sus suscriptores puedan darse el gustazo de devorarla en una épica sentada. Aunque en España, la compañía ni está ni se la espera, esta decisión en un producto con tanta inversión detrás apunta hacia las nuevas preferencias de los espectadores que, si nos dejan elegir, siempre preferimos la programación a la carta. El futuro, como la verdad en Expediente X, está ahí fuera. Habrá que ver hacia dónde va House of Cards que, con solo una temporada, promete hacerse un hueco en el panteón de los grandes. Se ha ido Walter White, y a Donald Draper le queda poco. Esperemos que Frank Underwood haya venido para quedarse: nos gustan los malos.

Canal+ emitirá la 2a temporada. Puedes ver la 1a aquí.

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