Comparte
Si hay algo de lo que nos ha surtido esta tercera edad de oro de la ficción televisiva es de sinvergüenzas. Por nombrar algunos ejemplos: en Breaking Bad, un profesor de química capaz de hundir la vida de todos sus seres queridos solo por sentirse más libre, más único, más poderoso; en Mad Men, un publicista completamente amoral obsesionado en una huida hacia adelante que le vacía por dentro temporada tras temporada; en Bojack Horseman, una vieja estrella de la televisión incapaz de cambiar sus malos hábitos pasados ya los cincuenta… No hagan caso a los que dicen, como el periodista Sergio del Molino, que la nuestra es una era de puritanismo en la que las malas personas son juzgadas u obligadas a cambiar en las ficciones: el infierno de vivir con uno mismo, a sabiendas de que uno mismo es un imbécil, es un tema tan común en el audiovisual televisivo de principios de este siglo que los signos de agotamiento empiezan ya incluso a hacerse evidentes, mientras otras propuestas exploran el asunto directamente desde una perspectiva metalingüística (la quinta temporada de Bojack es modélica en este sentido).
El sinvergüenza trágico, la persona amoral que se hunde en una espiral cavada por sus propias acciones, es la espina dorsal de la ficción actual; pero el sinvergüenza cómico o incluso tragicómico es otro arquetipo que también ha gozado de buena salud en las últimas décadas. Ricky Gervais lo moldeó para el público contemporáneo en The Office, donde se exploró en profundidad el concepto de vergüenza ajena, exacerbado además su realismo por el formato de falso documental. La comedia televisiva, claro está, lleva desde sus inicios girando en torno a personajes de esta calaña, pero el salto abismal en cuanto a incomodidad para el espectador que trajo The Office sitúa a David Brent, el personaje interpretado por Gervais, en un terreno completamente distinto al de, digamos, los metepatas simpaticones de las sitcoms tradicionales. Allí no se trataba de violentar al público, formado mayoritariamente por familias en busca de un humor blanco y fácil de digerir (o así lo habían asumido la mayoría de cadenas generalistas, empujadas sin duda por la necesidad de satisfacer a un buen número de anunciantes).
The Office, por su parte, sustituyó el “buen rato” por las ganas constantes de abofetear a su protagonista. O de ponerse una almohada en la cabeza para no tener que mirar la pantalla. Y, así, se erigió en serie profundamente política, capaz de obligar a los ingleses a mirarse en el espejo de sus propias vergüenzas y de demostrar que la comedia televisiva era capaz de incomodar pero de verdad y meterse a las audiencias en el bolsillo. Otros ya lo habían hecho, sí, pero fue la serie de Gervais la que más influiría, ya no solo por su tema, sino por su estilo, ese falso documental que tantas sitcoms ha invadido desde entonces.
El componente subversivo, eso sí, se fue diluyendo por el camino en propuestas cada vez más blancas como la propia adaptación estadounidense de The Office o la brutalmente exitosa Modern Family. Las pausas incómodas, utilizadas hasta la náusea, dejaron de incomodar; los sinvergüenzas, cada vez más caricaturescos, dejaron de despertar algo dentro de nosotros. Precisamente por eso muchos recibimos con alegría la primera temporada de Vergüenza, por su falta de miedo a la hora de abrazar un personaje tan despreciable como Jesús, interpretado por Javier Gutiérrez; alegría que aumentó también, obviamente, por su condición de producto patrio.
‘Vergüenza’ supuso un feliz retorno a los orígenes del arquetipo del sinvergüenza tragicómico
Vergüenza, producida por Movistar+ y libre, por tanto, de rendir pleitesía a ninguna marca, supuso un feliz retorno a los orígenes del arquetipo del sinvergüenza tragicómico, figura a la que Juan Cavestany había dedicado ya también su filme Gente de mala calidad. Cavestany y Álvaro Fernández Armero habían pasado años desarrollando el proyecto, pero precisamente su capacidad para incomodar había dificultado que nadie se lo produjese. Y lo cierto es que su primera temporada fue estupenda no solo por las brillantes actuaciones de Gutiérrez y Malena Alterio, interpretando a una de las parejas más insoportables de la historia de la ficción española, o de un elenco de secundarios perfectamente afinados, sino sobre todo por el arco de evolución que supo dibujar. Allí, empezamos viendo una comedia y con el paso de los episodios nos dimos cuenta de que en en el fondo de todo latía un corazón trágico: de que, en realidad, Jesús y Nuria sí eran un poco conscientes de su absoluta desvergüenza. De que vivían en un pozo creado por sus propias acciones. Y de que no sabían como escapar.
Así, Vergüenza fue más allá de series como la The Office original, en las que el bufón nunca llegaba a ser completamente consciente de su imbecilidad; el acierto de la ficción de Cavestany y Fernández Armero fue precisamente resucitar el componente subversivo del personaje incómodo para a continuación explorar su vertiente más trágica, intentando humanizarlo. El humor de Gervais se acercaba por momentos al nihilismo; Vergüenza acabó su primera temporada sugiriendo, al menos, que Jesús y Nuria, aún estando completamente hundidos, se tenían el uno al otro para intentar seguir remando. Era un giro interesante que abría un posible camino de cara a una segunda temporada: seguir explorando el cambio hacia lo trágico, la auto-conciencia de Jesús y Nuria (es decir, dejar de lado las situaciones sketch e incidir en las consecuencias de sus actos). Sin embargo, cabía también un peligro en esta evolución: el de hacerlos tan conscientes de su falta de vergüenza que, bueno, dejasen de ser unos completos sinvergüenzas. Que se censurasen. Que el componente trágico acabase por matar al cómico.
Lo cierto es que la segunda temporada de Vergüenza ha acabado por ser más de lo mismo. Sin apreciarse una clara evolución a nivel dramático con respecto a la primera temporada, Cavestany y Fernández Armero han parido una tanda de seis episodios en los que, sí, siguen estando presentes las situaciones incómodas, pero falta lo que hizo grande a la primera temporada (esto es, dejarnos empatizar con Jesús y Nuria). Con un cambio de escenario, sumando el rico mundo de los conflictos paternofiliales (¡y por partida doble!) y un elenco de secundarios actualizado que suma numerosas caras nuevas, esta segunda temporada se enfrentaba a varios desafíos nuevos que, tal vez por su brevedad (unas tres horas en total) da la sensación de que no ha sabido encarar bien. La serie parece dar un paso atrás, quedarse dando vueltas sin saber muy bien a dónde dirigirse. Quizá se trate de un movimiento natural cuando se quiere coger carrerilla, lo cual da un poco de esperanza de cara a futuras entregas, en las que el nuevo universo como padres de extrarradio de Jesús y Nuria ya esté asentado. Pero convendría que Vergüenza no olvide lo que la hizo especial en un principio. Su primera temporada fue valiente por partida doble: por su desvergüenza y por su inteligencia para explorarla. Sin lo segundo, se corre el riesgo de que la serie se transforme en lo que ya hemos visto muchas otras veces: en una sucesión de silencios incómodos que, en realidad, no conducen a nada.