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Los políticos actuales no tienen el carisma que tenían los de antes. He aquí un tópico cómodamente fijado en el imaginario popular (popular por la gente, no por el partido), comparable a aquel según el cual en ningún sitio se come como en España o ese otro de guantazo limpio que insiste en asegurar que en toda crisis hay una oportunidad. Lejos de desmentir el tópico, lo cierto es que la actual generación de responsables de la cosa pública anda empeñada en confirmarlo. Más que estadistas, parecen gestores grises de aquellos que se saben todas las triquiñuelas para pagar menos a Hacienda, tipos trajeados dispuestos a endiñarte la tarjeta de El Corte Inglés a cualquier precio o incluso algún legionario a quien la muerte le ha comunicado que ya no quiere ser su novia, que tal vez puedan seguir siendo amigos.
De acuerdo, quizás los protagonistas de la Transición tuvieran más capacidad de liderazgo mesiánico y sus imitaciones fueran más jugosas. Da lo mismo. Al cabo de los años hemos acabado descubriendo trapos sucios de casi todos ellos. De ellos o de los partidos en los que fueron medrando. O sea que, con carisma o sin él, en la clase política se esconden más a menudo de lo que sería deseable canallas y mediocres, parapetados tras la acusación genérica de demagogia a cualquiera que se atreva a cuestionar sus sueldos, complementos y dietas.
Que sí, que en la empresa privada uno se puede ganar mejor la vida, sobre todo si anda flojo de escrúpulos. Pero todos sabemos que los políticos profesionales más hábiles y mejor conectados tienen muchas opciones de acabar recalando en algún consejo de administración tarde o temprano. Y no sólo eso: toda reflexión sesuda sobre cuál debería ser la retribución justa y necesaria que nos permitiría gozar del gobierno de los mejores, viendo cómo está el patio en otros sectores y cómo va a seguir estando para los de siempre, tiene algo de inmoral. Porque no, para la mayoría las crisis no suponen una oportunidad.
Juan Carrasco (inconmensurable Javier Cámara, vaya por delante) es demasiado mediocre para ser un canalla. Puede ser mentiroso, zafio, inoportuno, ignorante, machista, racista, clasista, pelota, y ahora sabemos que también rencoroso, pero en el fondo no es un canalla. Porque no sabe, no por otra cosa. Porque siempre habrá alguien que le supere en hijoputismo, que en ese campo la competencia está al rojo vivo. Si trabajara en la banca, habría sido de esos oficinistas que te hubieran colado una hipoteca subprime por orden del director de la sucursal. Y que luego, al encontrártelo en el bar, hubiera sido el primero en criticar a sus superiores con saña.
Le conocimos en Vota Juan, un ejercicio de sátira política inusual en la ficción televisiva de un país más proclive a la chirigota cortoplacista que a la mala leche cargada de intención, al chiste con trasfondo amargo que suele apuntar más alto. Suerte hemos tenido de los humoristas gráficos, de los pocos que les han buscado las cosquillas a sus señorías, o de algunos imitadores que han buscado transcender el acento gracioso, como los del Polònia de TV3, un auténtico transatlántico que avanza a velocidad de crucero superando todas las coyunturas habidas y por haber. Cuando un político representante de lo que se ha dado por llamar unionismo se queja de la visión que ofrecen de él en ese programa, olvida sospechosamente los numerosos gags que retratan de manera cruel muchas de las estrategias del independentismo.
Dejando de lado las ideologías de guionistas y creadores, en estos tiempos de adhesiones inquebrantables, la sátira debe atacar en todas direcciones. Los padres de Juan Carrasco, con buen criterio, decidieron huir de la imitación para dar vida a un ser mezquino y mentecato, muy creíble más allá de la caricatura, del que nunca conocemos si carga a la derecha o a la izquierda. Como él mismo dice en esta nueva tanda de episodios titulada Vamos Juan, «las ideologías sólo sirven para pedir votos». Toma del frasco, Carrasco.
Vamos Juan engrandece el legado de su predecesora pervirtiendo las nociones del éxito y el fracaso con un sadismo especialmente refinado. Habíamos dejado a Juan en la cúspide de su ambición, o quizás en el último campo base antes de atacar la cima. Ese exalcalde de Logroño, ministro de Agricultura incapaz de distinguir entre una acelga y un puerro, había logrado escalar hasta la vicepresidencia del país tras vencer en las primarias de su partido. Y resulta que dos años después nos lo encontramos defenestrado, haciendo de profesor en un instituto, intentando resucitar El club de los poetas muertos en su versión más casposa, pese a la indiferencia flagrante del alumnado. Está de nuevo en Logroño, descrita como la puerta de entrada al infierno del tedio con una virulencia y una acidez tal que ríete tú de los chistes de Lepe.
Por si fueran pocos méritos en su hoja de servicios, Javier Cámara debuta en la dirección firmando un capítulo formidable titulado «Estambul»
La maniobra que ha obligado a Carrasco a volver a la casilla de salida, sin pasar por la cárcel pero tampoco sin cobrar doble, será el motor que active sus planes para devolver el golpe. Pretende fundar un nuevo partido, algo muy acorde con estos tiempos en que hemos descubierto el multipartidismo de saldo y vasos comunicantes, producto de la rabieta de patio de colegio que te enfrenta a antiguos compañeros, sin apenas contraste ideológico. Aunque a Juan ya le habíamos visto en unas cuantas situaciones apuradas, y estábamos avisados de que si le pesa el equipaje en su ascensión es capaz de renegar hasta de su propia familia, esta vez su estrategia va a descender hasta las capas más rastreras del oportunismo y la manipulación emocional del electorado, buscando la víctima de alguna tragedia, de la que sea, que sirva de altavoz propagandístico.
Que en ningún momento tengamos la sensación de estar alejándonos mucho de lo que vemos en un telediario es suficiente prueba de lo esperpéntico de la política actual. No quedan tan lejos las disputas fuera de lugar entre asociaciones de víctimas del terrorismo, algunas convenientemente instrumentalizadas. En una entrevista reciente con Inés Alvárez en El Periódico de Catalunya, Javier Cámara revelaba que un exministro y exsecretario del PP les ha llegado a decir que Vamos Juan parece más un documental que una ficción. Porque estamos confinados, pero no me digáis que no es como para echarse a correr y no parar hasta llegar a Laos.
Esta nueva temporada se ha entretenido en tejer una trama sólida, que huye de la acumulación de situaciones cómicas más o menos deslavazadas y resueltas en media hora, propia de una sitcom, para contarnos la historia por entregas de una venganza poco sofisticada, hija de la frustración. No nos engañemos: lo único que puede tener en común Juan Carrasco con Charles Bronson o Liam Neeson, vengadores por excelencia, es que ellos quizás también hubieran planeado sus movimientos en una antigua fábrica de cocinas destartalada, escenario más propicio para montar un Kalashnikov que para ser la sede de un partido. En todo lo demás, son muy diferentes. Carrasco no es un lobo solitario, le acompaña un equipo de colaboradores que sigue a su lado, saltando de fracaso en fracaso hasta el golpe de suerte final, no vaya a ser que el día que suene la flauta del triunfo ellos estén en otros menesteres. Así mismo se lo dice a Juan el personaje de María Pujalte, la imprescindible Macarena.
En este grupo no sobra ni falta nadie. Al frente, Javier Cámara exhibe su maestría una vez más. Poco después de haberle gozado en The New Pope, no es gratuito afirmar que él sí es capaz de estar en misa y repicando. Compone con la misma verdad un miembro de la curia vaticana azuzado por sus demonios personales y un aspirante a estadista deleznable, según las propias palabras de Cámara, al que en el fondo es imposible odiar. Y por si fueran pocos méritos en su hoja de servicios, el actor debuta en la dirección firmando un capítulo formidable de Vamos Juan, sin desmerecer para nada el trabajo de Borja Cobeaga, debutante en el universo Carrasco, y Víctor García León, que ya venía de Vota Juan y con el largometraje Selfie había firmado uno de los retratos más ácidos de las dos Españas jamás vistos en pantalla, con cameo de Esperanza Aguirre incluido.
Por fin podemos comparar una ficción (satírica) española con series del calibre de ‘The thick of it’ o ‘Veep’ sin palidecer en el intento
El episodio dirigido por Cámara se titula «Estambul» y supone una agradecida digresión narrativa característica de tantas grandes series, que aleja a los protagonistas de los escenarios habituales y de la trama principal para permitirles reflexionar sobre el curso de los acontecimientos, casi observándose a sí mismos desde fuera, como los vemos nosotros. En esta pieza de cámara (nunca mejor dicho) situada en un hotel de la capital turca, Juan Carrasco conoce a una admiradora, una especie de media naranja en esto de la confusión existencial, interpretada por una fantástica Anna Castillo. Quién nos iba a decir que en una serie como esta íbamos a sentir ecos de Lost in translation.
A Cámara le acompaña un reparto sólido y creíble. Pese a sus orígenes heterogéneos, al verlos parece que hayan estado juntos de toda la vida, que hayan nacido para acabar respaldando a Juan Carrasco. Y ese es un milagro de casting que no siempre se produce. Ahí están María Pujalte, la incombustible escudera, voz de la conciencia con algunos escrúpulos más que su jefe, aunque tampoco muchos; Adam Jezierski, pelota de manual al que en esta entrega le descubrimos nuevas aristas agresivas; y Joaquín Climent, perfecto en su papel de hombre de partido, siempre superior a sus rivales en perfidia y maquiavelismo, inquietante hasta cuando desvela una receta para preparar conejo.
No nos olvidemos tampoco de Esty Quesada, conocida en redes como «Soy una pringada», la hija, capaz de pronunciar cada frase con una única entonación y aun así, o precisamente por eso, ganarse al público desde su primera aparición. Y qué decir de Jesús Vidal, descubierto en Campeones, un actor con la comedia en las venas, convertido en el sorprendente cerebro de la operación más cínica a la que jamás se ha sometido Carrasco. Todos ellos han sido maestros luthiers en una orquesta que ha sonado afinadísima en todos los compases.
Acostumbrados a las pistolas de agua, en un país en que la cima del humor político en una serie fue la fallida Moncloa, ¿dígame?, el público agradece que alguien dispare con bala. Por fin podemos comparar una ficción española con series del calibre de The thick of it o Veep, dos magistrales creaciones de Armando Ianucci, sin palidecer en el intento. Ese sería uno de los referentes, y no tanto el más sutil, intelectual y reposado de la británica Sí, ministro. La aportación de Ianucci al género, con el verborreico y airado Peter Capaldi a la cabeza en el papel del director de comunicación Malcolm Tucker, fue la de imprimirle a la sátira política los modos y los ritmos de la comedia frenética, convertir los pasillos del poder en el escenario de una screwball comedy (asusta pensar de qué manera podría rebautizar Juan Carrasco a esa noble variante del género: «paintball comedy», tal vez, añadiéndole las comillas con los dedos en el aire, por supuesto).
Eso cuando no se valen del humor físico del cine mudo. Estábamos tentados de usar el término slapstick, pero no queremos marear más de la cuenta al pobre Juan, en el caso de que estuviera o estuviese leyendo esto. En la cadena evolutiva los personajes de The thick of it y de Vamos Juan, están más cerca de Míster Bean, es decir, de cualquiera de nosotros en un momento especialmente peliagudo de nuestras vidas, que de esos seres tan profundos como irreales, siempre con la réplica perfecta en la punta de la lengua, imaginados por Aaron Sorkin en El ala Oeste de la Casa Blanca. Puro realismo social de alcance universal. ¿Acaso Donald Trump o Boris Johnson, dos bufones sin gracia, no parecen salidos de un episodio de Benny Hill?
En cierta manera, la serie de Juan Cavestany y Diego San José bebe de esta visión de la política como una comedia de enredo, y también de cierta tradición ibérica a medio camino de la picaresca y el cuñadismo, aunque Juan Carrasco es demasiado zopenco para ser un pícaro. El hecho de que Juan Cavestany sea también uno de los creadores de Vergüenza ha llevado a establecer nexos inevitables entre Carrasco y Jesús Gutiérrez, fotógrafo de bodas y platos combinados, el máximo exponente de la vergüenza ajena, el tipo que nos ha hecho taparnos los ojos delante del televisor mucho más que Jason o Freddy Krueger. No voy a insistir en esta analogía, no por extendida menos cierta, pero del mismo modo que a estos dos asesinos monstruosos se les ha hecho coincidir alguna vez en pantalla, seguro que muchos seguidores de ambas series sueñan con que Juan contrate a Jesús para fotografiar algún acto de su nuevo partido. Ese sí que sería un duelo de titanes. El crossover definitivo. O como diría Carrasco, el «game over».