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Hemos tenido que esperar mucho tiempo para ver el primer proyecto de Shonda Rhimes en Netflix después de firmar su rutilante acuerdo de exclusividad, pero la larga espera ha valido la pena. Los Bridgerton, que en realidad no es una creación de Rhimes sino que ella simplemente produce, es droga dura para tiempos oscuros, una especie de Jane Austen calenturienta que no entrará en la lista de lo mejor del 2021 pero que satisface las necesidades más primarias de distracción.
Sin llegar al extremo de Dickinson, Los Bridgerton juega a hacerse la «guay» mezclando corpiños con versiones de temas de Adriana Grande o Billie Eilish tocadas por cuartetos de cuerda.
La serie, basada en una colección de libros románticos de Julia Quinn y creada por Chris Van Dusen, repasa las aventuras y desventuras sentimentales de los Bridgerton, una familia acomodada de la Inglaterra de la Regencia (y no victoriana como afirmaba la cuenta de Twitter @NetflixPelis). En una especie de cruce con Gossip Girl, Los Bridgerton está narrada por una misteriosa Lady Whistledown que se encarga de divulgar los cotilleos de la alta sociedad inglesa, es decir quién se va a comprometer con quién y quién es la debutante más deseada de la temporada –obviamente, es una Bridgerton, Daphne, la mayor de las hijas de la familia– porque ese tipo de información es la única que importa en la sociedad que nos presentan.
El primer episodio de Los Bridgerton no hace esperar nada de bueno. Sí, visualmente es espectacular, aunque se entrevé un poco el cartón piedra. La trama no parece nada nuevo bajo el sol: una historia de época con tintes románticos pero si la genialidad de los diálogos escritos por una autora brillante como era Jane Austen. La cosa empieza a mejorar a partir del segundo capítulo, cuando la serie nos deja claro que aquí no habrá romances castos y virginales y pone toda la carne en el asador (perdón por el chiste fácil).
No está mal que productos tan decididamente enfocados al entretenimiento muestre mujeres que toman las riendas de su vida sexual
La serie sabe muy bien lo que el público espera de ella, igual que los libros en que se basa: revolcones apasionados, empotramientos desaforados y mucha camisa desgarrada (y torso trabajado). Porque aquí, por una vez en la vida, los que enseñan carne son principalmente los hombres, como ya pasaba en la mítica Pasión de gavilanes. Evidentemente, los protagonistas masculinos de la serie de Netflix han entrado directamente en el Olimpo de los nuevos sex-symbols y Regé-Jean Page, que interpreta al duque de Hastings, el enamorado de Daphne, ya ha entrado en la terna de candidatos a sustituir a Daniel Craig como 007.
Los Bridgerton está plagada de tópicos, eso nadie lo puede discutir. Fomenta el amor romántico y arrebatado, las parejas normativas y el estereotipo de los hombres machos pero con una sensibilidad escondida. Pero hay algún destello de esperanza: de alguna manera u otra los personajes femeninos se acaban empoderando, aunque sea a un nivel muy básico. Daphne es una total analfabeta en lo que a educación sexual se refiere y acaba entendiendo que la información –saber cómo y por qué pasan las cosas– es poder. Sí, es un nivel muy básico pero no está mal que productos tan decididamente enfocados al entretenimiento muestre mujeres que toman las riendas de su vida sexual. El componente sexual de la serie ha hecho que se abran debates sobre consentimiento, especialmente a raíz de una polémica escena que es uno de los grandes spoilers de la serie.
Mientras la serie lo da todo en el aspecto sexual, en el racial se queda a medio camino. El reparto de Los Bridgerton juega la carta de la diversidad racial pero parece decidida a no hacer ningún comentario sobre la cuestión. Solo en un episodio se hace una tímida referencia a un conflicto racial anterior al tiempo al que muestra la serie pero es tan rápido y puntual que da la sensación que la serie no tenga muy claro para donde tirar en ese aspecto. O simplemente no le importa.
El éxito de Los Bridgerton va en la línea del fenómeno Virgin River (Un lugar para soñar), una ficción mucho más soft que en Serielizados incluimos en la categoría de mierdiserie. Hay algunas diferencias bastante evidentes entre las dos producciones –ya le gustaría a Virgin River tener los cuartos que ha tenido Los Bridgerton para su ambientación y vestuario– pero hay un detalle que tienen en común: la revalorización del género de la literatura romántica como una fuente de inspiración. Tal y como indicaba un reciente artículo del New York Times, la literatura romántica, esa de libros de bolsillo con portadas chillonas y mujeres en corsés desgarrados, siempre se ha considerado un género menor y barato y difícilmente ha hecho el salto a producciones audiovisuales de calidad. De hecho, suelen ser pasto de telefilms de sobremesa, como evidencian las cuatrocientas mil adaptaciones alemanas de novelas de Rosamunde Pilcher que ha emitido TVE a lo largo de los últimos años.
Con la superproducción que es Los Bridgerton, la literatura romántica adquiere un cierto reconocimiento aunque aún habrá muchos que miraran la serie con desprecio. Peor para ellos, yo la he maratoneado tanto como he podido y sin ápice de remordimiento.