'True Detective 3': Lágrimas de hombre
'True Detective 3'

Lágrimas de hombre

La tercera temporada de la serie antológica creada por Nic Pizzolato vuelve a sus orígenes para reformular sus obsesiones, a la vez que simplifica sus ínfulas filosóficas.

Mahershala Ali en 'True Detective 3'.

En su primera temporada, muchos pensaron que True Detective era una serie criminal en la que dos policías investigaban una cadena de asesinatos rituales en los pantanos de Louisiana; quizá por eso, cuando la resolución no estuvo a la altura de las expectativas, cuando se reveló que la respuesta no estaba en el nombre del asesino sino en el viaje al fin de la noche que había supuesto llegar hasta él, hubo quien se sintió decepcionado. Pero el poder arrebatador de True Detective nunca estuvo en su dominio de las estructuras narrativas o en los giros inesperados, sino en su solidez a la hora de unir referencias literarias, una estética que se clava en la retina e interpretaciones extraordinarias, todo al servicio de una idea rectora e implacable: la obsesión con el tiempo y su poder sobre los cuerpos y las relaciones.

«El tiempo es un círculo plano«, sentenciaba Rust Cohle citando a Nietzsche e intentando convencer de paso a millones de espectadores de que nuestras acciones no tienen sentido para el Universo, hagamos lo que hagamos siempre volveremos al mismo punto y lo único que nos queda es dar dentelladas a ciegas en el vacío que es nuestra vida. Pero, mientras él se creía capaz de ver las cosas desde fuera (y su conciencia del sinsentido parecía ser su gran drama), su compañero, Marty Hart, se encontraba inmerso hasta los codos en el tiempo. En el miedo a perder a su familia, en el miedo a un futuro que no estuviese a la altura de sus expectativas, en el miedo a hacerse viejo. En True Detective, el tiempo todo lo pudre, seamos conscientes o no, y sus criminales no son más que vectores de eso: peones que le hacen el trabajo sucio al implacable paso de los años, accidentes que adelantan la muerte que un día nos llegará a todos. Poca esperanza de no ser porque, bajo todo el pesimismo, en True Detective late un cierto humanismo. El humanismo de personajes como Cohle o Hart, los mártires que, en la cosmogonía True Detective, son capaces de parar al asesino, de negarse a ser absorbidos por el vórtice del tiempo. De obrar un milagro. «Al principio solo había oscuridad. Si me preguntas, la luz va ganando«, dice Cohle al final de la temporada.

Dilucidar si la tercera temporada de True Detective, estrenada por HBO el pasado 13 de enero, es mejor o peor que la primera me parece que es errar el tiro. ¿Cómo va a ser mejor que aquella tormenta perfecta orquestada por un Cary Fukunaga en estado de gracia, sobre todo por la novedad que supuso? La nostalgia de aquel primer episodio, prácticamente perfecto, sigue pesando en muchos varios años después. Lo que a mí me parece más interesante es preguntarse si la serie ha vuelto a encontrar un modo de encarar sus particulares obsesiones, tras su errática segunda temporada, y si eso nos permite declarar que aún nos queda Pizzolatto para rato o es mejor olvidarnos de una serie que vivió tiempos mejores.

Podéis soltar el aire: la tercera temporada de True Detective es buena. No es la primera. Pero consigue diferenciarse gracias a su valor para hacer algo, casi desde el principio, que a aquella le costó mucho más: el valor de mostrarse vulnerable. Aquí ya no tenemos hombres que miran el tiempo desde fuera, filósofos de la vida que pretenden haber comprendido el (sin)sentido último de la existencia. Las tesis abstractas han desaparecido en favor de un retrato mucho más realista del mundo. Aquí, todos los hombres (porque sí, la mayoría de los protagonistas son hombres, luego hablaremos de eso) están cruelmente atravesados por el tiempo, y la podredumbre ya no es de escala interdimensional como en las infinitas peroratas de McConaughey, sino cotidiana. Más humana.

Matthew Mcconaughey en la primera temporada de ‘True Detective’.

La serie salta de época en época mientras investiga un crimen cuya resolución última se alarga casi cuarenta años en el tiempo, y alcanza algunos momentos de poderosa belleza cuando empieza a interesarse por los estragos que los años han causado en su pareja protagonista, los detectives Wayne Hays (las loas a Mahershala Ali se merecen literalmente un artículo aparte) y Roland West (otro estupendo Stephen Dorff). Posiblemente este sea uno de sus valores diferenciales más interesantes con respecto a la primera temporada: su apuesta por el lado Woody Harrelson de las cosas, dejando la parafernalia filosófica de lado. En cualquier caso, si aquella tanda de episodios empezó como un tiro, lanzándonos a la cara referentes y marcos conceptuales complejísimos que se fueron desinflando en favor de un desenlace más ‘humano’, esta empieza más suavemente pero se va enrareciendo, volviendo densa conforme avanza, conforme entendemos qué pretende. Que es, de nuevo, un acercamiento al paso del tiempo: lo importante no es tanto resolver el crimen como certificar las arrugas que el proceso de resolución ha dejado en la piel de un detective de setenta años con Alzheimer incipiente.

El otro valor diferencial de la tercera temporada de la serie es la idea que tiene sobre lo que es un hombre. Los protagonistas empiezan la serie borrachos, jugueteando con la idea de matar a algún animal con sus pistolas reglamentarias. Décadas después, uno de ellos ha acogido a decenas de perros en su casa. «Nunca fuiste muy de perros«, le dice su compañero. «Mi mejor amigo es un perro«, responde él. En los primeros episodios, con su obligado trauma bélico, el burdel del pueblo sobrevolando la acción y, en fin, la insoportable intensidad varonil de todo, reconozco que sentí, como tuiteó Jorge Carrión hace unos días, que estaba viendo una serie de hace 10 años.

No es difícil alegrarse de que una serie tan poco dada a explorar la vulnerabilidad emocional de los hombres haya querido convertir este motivo en una de las imágenes recurrentes de su nueva temporada

Pero en esta temporada, los hombres lloran. Lloran mucho. Lloran, junto a un viejo amigo, por el paso del tiempo. Lloran por la pérdida de la familia que habían construido. Lloran por no sentirse adecuados. Ostras, en un determinado momento, el protagonista amenaza con llorar para cortar una discusión. No es difícil sentirse desarmado por toda esta sinceridad, incluso alegrarse de que una serie anteriormente tan poco dada a explorar la vulnerabilidad emocional de los hombres haya querido convertir este motivo en una de las imágenes recurrentes de su nueva temporada. Tiene todo el sentido del mundo, por otro lado: los antihéroes atormentados de su primera temporada, y no hablemos ya de los de la segunda, casi son carne de parodia varios años después. Entre entonces y ahora, ocurrió el #MeToo. Entre entonces y ahora, Bojack Horseman estrenó una temporada dedicada básicamente a ridiculizar al antihéroe clásico. Y es que no te sirve de nada creerte un Übermensch si en realidad lo que pasa es que eres gilipollas.

La mayoría de las mujeres, eso sí, siguen teniendo un papel testimonial; la excepción es Amelia (Carmen Ejogo), primero amante y después esposa del protagonista, que investiga por su propia cuenta y posee desde luego una poderosa personalidad, pero acaba siendo sobre todo un trauma más para Hays. No nos engañemos: no parece que a Pizzolatto se le de muy bien escribir mujeres, y bueno, si os gusta True Detective, es algo que probablemente ya habíais intuido. El guionista juega en un terreno acotado, y eso no podemos cambiarlo: el terreno de la exploración, una vez más, del trauma de vivir, siempre desde la perspectiva masculina. Pero, si el tiempo se lo come todo en True Detective, parece que Pizzolatto ha caído en que igual tiene que comerse también la masculinidad tóxica. Male tears. Pero al menos avanzamos.

en .

Ver más en Gabardinas, Polis y capos, Pueblos, True Detective.