Trajes grises en Madison Avenue
Mad Men

Trajes grises en Madison Avenue

Esplendor y miseria de la vía Draper.

El historiador Walter McDougall cree que la creación de los EE.UU. es el principal acontecimiento histórico de los últimos cuatrocientos años y que el rasgo distintivo de dicha creación ha sido la orientación comercial del país[i]. Así es como, si estiramos de ese hilo argumental, podríamos intentar argumentar cómo el cine y la televisión norteamericanas, cada uno a su propio ritmo, nos han mostrado el relato audiovisual de esa expansión. Un relato plagado de mitos, equívocos y omisiones, aunque también de elementos que han acabado construyendo una contranarrativa no exenta de polémicos ejemplos. Quizás haya que esperar al final de Mad Men para decidir si la serie es un disparo a la línea de flotación del sueño americano o el resultado de una digestión amable, una más, de ciertos elementos críticos convenientemente suavizados por una dramatización sólida e ingeniosa. Con todo, me dispongo a poner por escrito algunas impresiones sobre la que, de momento, me parece una de las mejores series de televisión de ambientación histórica que un canal se ha atrevido a poner en pie y que, de seguir así, pasará a formar parte de ese grupo de productos corrosivos y geniales que nos han obligado a reflexionar sobre las abundantes grietas que atesora el país más poderoso del mundo.

¿Quién es Don Draper?

El economista Joseph Schumpeter popularizó en su libro Capitalismo, socialismo y democracia (1942) el concepto “destrucción creativa” como auténtico motor de los procesos de cambio social[ii]. La economía, sometida a constantes vaivenes e incertidumbres, avanza a golpe de reconstrucciones forzadas por las circunstancias. La necesidad de los sujetos de reinventarse en esos periodos de cambio es innegable. Don Draper encarna perfectamente, en lo personal, esa idea de cambio constante y movimiento perpetuo aunque en ocasiones no sepa bien a dónde se dirige. Es “el nadador” –fascinante personaje creado por John Cheever– obligado por una fuerza mística y oculta a cruzar todas las piscinas de sus vecinos para regresar a un hogar convertido en un lugar vacío y sin vida: el lugar de una memoria ya lejana y en pleno proceso de descomposición. Mad Men utiliza de manera recurrente este tipo de juegos intertextuales. En este caso se trata de utilizar como referente el cuento “El nadador” (1964), de John Cheever, el gran cronista, junto a Richard Yates, de los desalojos emocionales que sufrían las clases medias en la posguerra, usufructuarias de la falsa seguridad del suburbio norteamericano y embarcadas en una espiral de consumo constante y desmedido utilizado para tapar los problemas más acuciantes de unas almas llamadas al infierno del consumo[iii].

«¿Acaso no es la vida de Don Draper una huida hacia adelante, sin posibilidad de escape ni vuelta atrás, jalonada con nuevas conquistas amorosas en un vano intento por lograr olvidar aquello que le hace infinitamente desgraciado?»

El perdido protagonista de “El nadador” decide volver a su hogar cruzando en un largo viaje (emocional y físico) las piscinas de sus vecinos. Cada piscina es una anécdota, una vieja historia, una cicatriz que duele y un nuevo paso en su particular descenso a los infiernos. No hay más argumento que ese accidentado regreso al hogar. Una pura trama maestra que es capaz de articular una robusta historia que tiene en sus personajes de carne y hueso su principal baza. Por supuesto ese hogar al que vuelve Ned Merrill –el “nadador”- está vacío, como su corazón. Su particular infierno es la obligada soledad de quien ha cubierto todas las etapas de la felicidad, para llegar a ser tan desgraciado como sus vecinos. ¿No es Don Draper una versión de Ned Merrill? ¿Acaso no es la vida de Don Draper una huida hacia adelante, sin posibilidad de escape ni vuelta atrás, jalonada con nuevas conquistas amorosas en un vano intento por lograr olvidar aquello que le hace infinitamente desgraciado? La respuesta a estas preguntas construyen un personaje redondo, complejo, con mil aristas y no precisamente agradable ni digerible para un público acostumbrado a remansos de paz en medio de ciénagas tan pantanosas como las de Mad Men.

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«En Mad Men, el aroma de ciertas obras de Norman Mailer, John Cheever o Richard Yates se acumula capítulo a capítulo.»

Reconozco que tengo una cierta debilidad por este uso de referentes literarios tan hábil y continuado (algo que cansa a algunos espectadores, ciertamente) aunque más allá de la cita textual directa o del juego de reconocimientos, no es difícil demostrar que el aroma de ciertas obras de Norman Mailer, John Cheever o Richard Yates se acumula capítulo a capítulo. Autores, todos ellos, empeñados en mostrar la cara más amarga del sueño americano, colonizado definitivamente por el tedio del barrio residencial, la apatía frente a la destrucción de la vida pública y el deterioro irremediable de una psique asediada por enemigos reales e imaginarios. Puede que por ello algunos de estos autores de relumbrón tuviesen más prestigio crítico que lectores. No son fáciles de digerir como no lo son algunos capítulos de Mad Men. Los capítulos de la cuarta temporada en los que Don se siente derrotado y en los que acaba sumergido en la piscina en un desesperado intento por encontrarse son especialmente ásperos. Su intento por escribir y volcar todas sus dudas en el papel tampoco nos devuelve la imagen del triunfador que siempre aparenta ser. La máscara de Draper está más cerca de caerse que en ningún momento anterior.

La Gran Sociedad y sus muchas grietas

«Es el mundo de los “trajes grises”, de la estandarización psicológica que convierte a los sujetos en piezas de un sistema que no puede dejar de avanzar, rodar y progresar.»

Durante los veinte años posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial se construye en los EE.UU. un relato público que, con el tiempo, consolida la etiqueta de la “Gran Sociedad”. Un bienestar creciente se apoderaba del país capitalista más poderoso del mundo, erigido en auténtico contramodelo de la maléfica Unión Soviética, y organizado en torno a las ideas de progreso, estatus y consumo, elementos centrales del american dream. El innegable crecimiento económico era más visible que nunca, con un sector industrial todavía en marcha y unas ciudades transformadas a golpe de avenida y rascacielos. Mientras ese relato se consolidaba, auxiliado por el mundo de la publicidad, auténtico valuarte de esa transformación de posguerra, el sujeto se iba quedando más y más aislado, física y moralmente. Es el mundo de los “trajes grises” –recordemos la imprescindible novela de Sloan Wilson El hombre del traje gris-, de la estandarización psicológica que convierte a los sujetos en piezas de un sistema que no puede dejar de avanzar, rodar y progresar. En este mundo todo se asocia a una imagen, porque sin una imagen no existes. De manera muy cínica Don Draper comenta que el amor se inventó por gente como él para vender medias. O lencería variada, o cualquier otra cosa. En el mundo de los cincuenta y sesenta la felicidad es una lavadora en marcha. Absolutamente todo es una marca en el mundo de Mad Men, hasta las personas. Draper es el cínico moderno, el hombre hecho a sí mismo que no puede dejar que nadie se asome a su interior. Es el hombre que vive en constante movimiento, en perpetua huida, porque si deja de moverse, muere, se desarma, se le acaba viendo el mecanismo.

george-w-sane-poster_custom-b5f7afd0aba38aac1887886858ad24e6665c38eb-s40-c85              George Lois, el Don Draper real, pionero de la «Revolución Creativa» de los años 60

«Absolutamente todo es una marca en el mundo de Mad Men, hasta las personas. Draper es el cínico moderno, el hombre hecho a sí mismo que no puede dejar que nadie se asome a su interior.»

El éxito y el estatus son sus principales defensas frente a las agresiones externas y los vaivenes del destino. Su aparente insensibilidad, su machismo apenas disimulado, su ingeniosa manera de ocultar su amenazante pasado y su renuncia a aceptar quién es, lo vuelven un ser antipático a ojos de sus semejantes catódicos, y también a ojos de muchos espectadores hartos ya del gran hombre. No será sencillo ponerle punto y final a esta obra televisiva. Nunca en una serie habían ocurrido tantas cosas a un ritmo tan lento y pausado. Son transformaciones interiores de largo recorrido sugeridas en ocasiones por una mirada, un gesto o un movimiento. No se puede decir más con menos. Si tuviera que apostar lo haría por un final grave, dañino, a la altura del desarrollo de una serie que no puede acabar con un último destello vitalista. Más allá de esa gran sociedad que finaliza en los setenta se extiende el desencanto, la escasez, la desindustrialización acelerada. Al final de ese túnel nos espera la era Reagan, curiosamente el tiempo en el que se sitúa The Americans. Pero ésa es otra historia. De momento seguiremos estudiando la posición que ostenta Mad Men como una contranarración en clave de ficción de algunos de los momentos más apasionantes de la historia norteamericana: aquellos en los que había que rascar tras la abundancia material para encontrar la cara oscura del sueño americano.



[i] A este respecto cabe consultar Freedom just around the corner: A new American History 1585-1828. Harper Perennial, 2005.

[ii] Idea que, a su vez, provenía del sociólogo Werner Sombart, autor de una extensa obra sobre la relación entre la economía y los procesos sociales.

[iii] El cuento “El nadador” ha aparecido en algunas antologías de relatos de John Cheever. La edición consultada es La geometría del amor, Emecé, Barcelona, 2002. Recordemos que el cuento tiene una adaptación fílmica muy brillante a cargo de Frank Perry, con guión de Eleanor Perry y Burt Lancaster en el papel protagonista. La película es de 1968.

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